Jueves Santo del año pasado, una noche que nunca olvidaré. Eran cerca de las ocho, y aunque mi madre al final me creyó, aquel momento me dejó marcado. Caminaba por una calle de Madrid, apenas iluminada por una farola solitaria. El resto estaba sumido en una oscuridad espesa.
De pronto, divisé algo al final de la calle. Una silueta enorme, que no se movía como una persona. No hacía ruido, no cambiaba de forma… solo se acercaba, lentamente, como flotando. Cuanto más andaba, más cerca la sentía, hasta que, de repente, se desvaneció. Como si nunca hubiera estado allí. Me quedé paralizado, el corazón a mil, sin entender qué demonios acababa de presenciar. Y lo peor: a solo una manzana, estaba el cementerio de San Isidro.
Ahora, cada vez que paso por allí, bajo la mirada y aprieto el paso. Nunca se sabe si volverá a aparecer… y prefiero no averiguarlo.