Amor Inigualable

**Querida, la única**

La lluvia fina azotaba su rostro, colándose en sus ojos. Paloma caminaba lentamente, anhelando llegar a casa. La niebla en su mente desdibujaba sus pensamientos, como una sábana vieja y deshilachada. Al esquivar otro charco, resbaló en el barro al borde de la acera. *”Basta de tonterías. No soy una niña. Es hora de dejar los tacones”*.

Por fin, el portal. Abrió la puerta con el código y un aire cálido y polvoriento de los radiadores la envolvió. En plena primavera, seguían calentando como en invierno. El ascensor la llevó lentamente al sexto piso. *”¿Me estaré enfermando? No tengo fuerzas”*, pensó, apoyándose en la pared.

En el recibidor, se desplomó en el banco, apoyó la espalda contra la pared y cerró los párpados, pesados como plomo. *”Al fin… en casa”*. Y en ese instante, la oscuridad la tragó, sin sonidos, sin olores.

—Mamá, ¿por qué estás a oscuras? ¿Te pasa algo?
La voz de Pablo la sobresaltó, pero no abrió los ojos.

—No, hijo. Solo estoy cansada —musitó Paloma, con la lengua pastosa.

Sintió su mirada fija en ella. Al forcejear para abrir los ojos, Pablo ya no estaba, pero la luz de la cocina brillaba. Se quitó los zapatos, movió los dedos libres y se levantó. Un mareo la empujó contra el perchero.

—¡Mamá! —Pablo la sujetó antes de que cayera.

—Es solo un mareo…

La ayudó a llegar al sofá del salón. Paloma se recostó y estiró las piernas. *”Qué alivio…”* Los ojos se le cerraron solos. De pronto, se agitó, emergiendo de aquel vacío. Pablo la observaba, preocupado.

—Mamá, ¿estás bien?

Asintió y pidió té caliente. Él se fue a la cocina, reacio.

Recordó aquella vez en el trabajo: despertó en el suelo de la oficina, sin recordar cómo había caído. También lo atribuyó al cansancio. *”Me siento vieja, y solo tengo treinta y nueve. ¿Estaré enferma? Mañana iré al médico.”* Suspiró y se dirigió a la cocina.

—Estás pálida. ¿Te duele la cabeza? —Pablo le tendió una taza humeante.

Ella sonrió, forzada.

—Solo cansancio, y esta lluvia… —Bebió un sorbo—. ¿Has comido?

—Sí, mamá. Tengo que terminar los deberes.

—Ve, tranquilo. —Paloma terminó el té a sorbos lentos.
Se cambió a una bata gastada y asomó a la habitación de Pablo. Él estaba inclinado sobre los libros. Una oleada de ternura la invadió. *”Mi hijo, mi vida, mi único… y ya tan mayor.”* Cerró la puerta en silencio.

—Doctor, ¿qué me pasa? ¿Vitaminas, quizá? —A la mañana siguiente, Paloma estaba en la consulta.
Había dormido, pero seguía exhausta.

—Veamos. Aquí tiene análisis y una resonancia. Vuelva con los resultados. Y no lo retrase. ¿Hay cáncer o ictus en su familia?

—Sí. Mi padre tuvo cáncer, mi madre murió de un ictus. ¿Entonces podría ser…? Mi hijo solo tiene quince años. ¡No puedo morir! —Su grito rebotó en las paredes, regresando como un nudo en la garganta.

—No adelantemos conclusiones. Hay predisposiciones, pero usted es joven… Traiga los resultados. Mientras, le daré la baja para que descanse.

—Mamá, ¿qué dijo el médico? —Al volver del instituto, Pablo la encontró cocinando sopa.

—Nada aún, solo pruebas. Mañana no me despiertes.

Lo observó comer. *”Ya es un hombre. ¿Y si tengo algo grave? ¿Cáncer? Mejor no pensarlo.”*

—Mamá, ¿vas bien? Te has quedado lejos.

Ella parpadeó.

—Últimamente estás… rara —dijo él.

—Solo pensativa.

La noche fue larga. ¿Cómo dormir con esos pensamientos? Recordó su infancia, a sus padres, cómo se fueron uno tras otro mientras ella estudiaba. Entonces conoció a Alejandro. Él la apoyó. Vivían juntos en su piso de estudiante.

Cuando quedó embarazada, él se alegró y se casaron sin fiesta. Sus padres ya no estaban; los de él, lejos. Claro que hubo peleas. Él volvía tarde; ella aguantaba. Hasta que un día, con Pablo de dos años, él lo soltó: *”Amo a otra. Me voy.”*

Lloró, suplicó, lo agarró de la camisa. Él la apartó y se marchó. Paloma dejó a Pablo en la guardería y buscó trabajo. Fue duro. El niño enfermaba seguido. Hacía horas extra, pero el dinero nunca alcanzaba.

Una vez llamó a Alejandro: Pablo necesitaba medicinas caras. Él envió doscientos euros y preguntó: *”¿En qué gastas la pensión?”*

Cuando Pablo preguntó por su padre, ella fue honesta. Él lo buscó después, lo vio salir de su oficina con una mujer alta y elegante. No lo vio.

—¿Por qué no te vistes como ella? —preguntó una vez.
¿Cómo explicarle que todo iba para él? Temía que sonara a reproche.

Luego vino la rebeldía: gritos, cigarros en sus bolsillos. Llamó a Alejandro; él dijo: *”Acabo de tener otro hijo. No tengo tiempo… ni dinero.”*

Las discusiones con Pablo terminaban en *”¡Me iré de casa!”*. Pero desde que empezó con la guitarra, todo mejoró. Hasta ahora. *”Dios, ¿por qué? No puedo dejarlo solo…”*

En el hospital, observaba a los otros pacientes, sus caras tensas. *”¿Así me veré yo?”*

—Señora, es su turno. ¿O ha cambiado de idea?
Entró temblorosa, agarrando el bolso.

—No son buenas noticias. Tiene un tumor cerebral. Pequeño, superficial. Eso es lo único positivo.

—¿Cáncer? —preguntó.

Siempre se preguntó cómo la gente seguía viviendo al oír eso. Y ahí estaba ella, hablando, sin gritar. El mundo no se acababa.

—Necesita operarse. ¿Me escucha?

—Sí. Pero no tengo dinero.

—Hay una lista de espera para operaciones gratuitas. A usted le toca ahora. Mañana podrían dárselo a otro.

—No puedo. Mi hijo tiene quince años… —La voz le quebró.

—¿Prefiere no llegar a verlo adulto? —El médico le entregó los papeles—. Vaya ahora mismo.

Fue. Llamó a Pablo desde el hospital. Él llegó corriendo con sus cosas. Ella sonreía, evitando pensar que tal vez era la última vez. Pablo también fingía valentía.

Pero en casa, la angustia lo venció. Mar**Querida, la única** —continuación—

Al salir del hospital, Paloma sintió el sol acariciarle el rostro, como un beso de esperanza, mientras Pablo le apretaba la mano con fuerza, prometiendo en silencio nunca soltarla.

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