Venganza

**La Venganza**

Rodrigo creció siendo un chico tranquilo y despierto. Sus padres no escatimaron esfuerzos con su único hijo, pagando toda clase de actividades para que se formara como una persona culta y educada. Rodrigo practicó kárate, jugó al ajedrez, dibujaba bien y, al crecer, se aficionó a la guitarra.

Mientras otros chicos invitaban a chicas al cine, bebían vino barato y fumaban, Rodrigo se quedaba afinando acordes y cantando con voz ronca.

Sus padres soñaban con un futuro brillante para él. Aquel pueblo de catorce mil habitantes no era lugar para quedarse. Al terminar el instituto, Rodrigo, con sus excelentes notas, entró sin dificultad en la universidad de la capital provincial, en la prestigiosa carrera de Ingeniería Informática.

Un día antes de empezar las clases, su padre lo llevó a casa de su tía. Su marido había muerto el año anterior, y sus hijos ya tenían sus propias vidas. “En la residencia hay demasiado ruido y tentaciones”, dijo su padre, dejándole un portátil nuevo y dinero antes de marcharse.

Por primera vez, Rodrigo se sintió libre. Su tía apenas se interesaba por él, solo le aseguraba comida y que volviera a casa a una hora razonable.

Mientras sus compañeros se entregaban a la juerga, Rodrigo se mantenía al margen. No tenía amigos, jamás los había necesitado. Pero desde el primer día, su atención fue robada por Belén, una rubia hermosa y deslumbrante.

Los chicos murmuraban que Belén había elegido aquella carrera solo para encontrar un marido. Sus notas eran mediocres, pero pocos profesores la suspendían. A nadie le importaba que no supiera; era un placer mirarla, explicarle las cosas, corregirle los ejercicios con la mano rozando su hombro.

Pero Belén no carecía de pretendientes. A ella, Rodrigo le parecía un empollón aburrido. ¿De qué podrían hablar? ¿De música, ajedrez o esa informática soporífera? No encajaba en su mundo.

Y él sufría. Quería estar a su lado en cada momento: en clase, en la residencia… En su siguiente visita a casa, anunció a sus padres que quería mudarse al alojamiento universitario. “La tía vive demasiado lejos”, argumentó. Hubo gritos y lágrimas, pero al final cedieron.

Rodrigo estaba en el cielo. Ahora vería a Belén no solo en clase (a la que ella rara vez iba), sino también por las noches. Inventaba excusas para acercarse, pero ella seguía indiferente.

Incluso cuando coincidían en alguna fiesta, Belén se negaba a bailar con él, escapándose al balcón a fumar. Rodrigo también empezó a fumar, pero ni eso lo acercó a ella.

Las vacaciones de verano fueron un tormento. Dos meses sin verla, sufriendo y contando los días hasta el regreso. Así pasó otro año.

Rodrigo destacaba en los estudios. Los profesores lo alababan y le auguraban un gran futuro. Al volver el 31 de agosto a la residencia (su madre no lo había dejado partir antes), se enteró de que Belén se había casado. La noticia lo dejó sin sueño ni paz. Su elegido era un deportista de último curso, el orgullo de la universidad.

Belén ya no vivía en la residencia. Ahora compartía piso con su marido. Rodrigo solo podía verla en clase, observándola de lejos. Una vez, antes de los exámenes de invierno, le pidió prestados sus apuntes. “Los perdí una clase”, mintió.

“Pídeselos a otro”, respondió ella. “El examen es pasado mañana, te los devuelvo mañana”, insistió él, mirándola con adoración.

Belén dudó, pero al final accedió.

Al día siguiente, Rodrigo faltó a clase por primera vez. Quería devolverle los apuntes en persona. En la cafetería había oído que su marido estaba fuera, en un torneo. A él le ponían las notas sin esfuerzo.

Consiguió su dirección y, calculando cuándo volvería a casa, se presentó allí. Solo quería verla, hablar, confesarle su amor. Con el corazón en la garganta, pulsó el timbre. Pero la puerta la abrió su marido, un tipo corpulento.

“¿Qué quieres?”, gruñó.

“Devolverle los apuntes a Belén”, murmuró Rodrigo.

“Dámelos”, dijo el otro, extendiendo la mano.

Rodrigo intentó mirar dentro, pero el deportista bloqueaba la puerta. “Quería dárselos en persona”, insistió, apretando los apuntes contra el pecho.

El otro le arrebató los cuadernos y le cerró la puerta en las narices.

Rodrigo cambió de grupo y volvió a vivir con su tía.

***

Quince años después

En la oficina, todos felicitaban a Rodrigo Martínez por su ascenso a director. Entre sus empleados estaban antiguos compañeros, como la discreta Lidia Soto, madre de gemelos, que lo apartó para brindar por él.

“Sabía que llegarías lejos”, dijo, ajustándose las gafas.

“Yo también estoy contento”, sonrió él. “Ahora podré ofrecerte un puesto acorde a tu valía”.

“Gracias”, murmuró ella. “Pero quería hablar de otra cosa. ¿Recuerdas a Belén? Belén Varela. Estaba en nuestro grupo”.

Claro que la recordaba. Pero fingió dudar.

“Se casó en tercero con ese deportista, ¿no te acuerdas? Miguel Robles”.

Rodrigo sintió el mismo vacío que años atrás, cuando aquel tipo le cerró la puerta.

“La cosa no terminó bien”, continuó Lidia. “Belén quedó embarazada, pero él la convenció de abortar. Y luego no pudieron tener hijos. Hace un año descubrió que él tenía una amante con un niño. Se divorció. Vivió conmigo una semana”. Hizo una pausa. “Creí que tú también estuviste enamorado de ella”.

“¿Yo? No lo recuerdo”, mintió.

“Necesita trabajo. No era brillante, pero yo la ayudaré”, insistió Lidia.

Rodrigo fingió meditarlo mientras su corazón latía con fuerza. “Pronto la veré…”

***

Belén acudió a la entrevista. La belleza juvenil se había transformado en una elegancia madura, pero en sus gestos se adivinaba inseguridad.

“Hola, Rodrigo”, dijo tímidamente. “¿No me reconoces?”

“Claro que sí. ¿Cómo olvidarte?”

Ella bajó la mirada.

“¿Dónde trabajabas antes?”, preguntó él, retomando el control.

Belén enumeró varios empleos como secretaria. “Acepto cualquier puesto”, dijo al final.

“¿Incluso de limpiadora?”, soltó Rodrigo, saboreando la revancha por años de desprecio.

Ella palideció, pero no se movió. “Bromeaba”, dijo él al fin. “Puedes empezar como secretaria”.

Al día siguiente, Belén empezó a trabajar. Rodrigo la humillaba a diario: documentos perdidos, reuniones cambiadas sin aviso. Hasta que un día, tras buscar unos papeles que él había escondido, Belén estalló en lágrimas.

“¿Me estás haciendo esto por venganza?”, gritó.

“Quizá. ¿Creías que seguiría loco por ti? Ahora soy tu jefe. ¿Aceptarías cualquier cosa con tal de conservar el puesto?”, preguntó, cruel.

Ella lo miró, derrotada. “Mi padre murió. Mi madre está enferma. Gasté todo en sus tratamientos. No tengo opción”.

De pronto, se acercó y empezó a desabrocharse la blusa.

“¿Dormirías conmigo por dinero?”, la interrumpió Rodrigo, apartándole las manos. “No quiero que sea así”.

Al día siguiente, Belén volvió. Rodrigo la llamó a su despacho.

“Redacta esto: ‘Belén Varela queda relevada de su puesto…’”. Vio cómo se le helaba la sangre.

Rodrigo terminó la frase con un susurro suave: “…para ascender a gerente, con un sueldo que le permita cuidar de su madre y empezar de nuevo,” y al ver cómo los ojos de Belén se iluminaban tras años de oscuridad, supo que, al fin, la venganza había perdido su sabor, y solo quedaba el amor que nunca se había ido.

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