**La Casa de la Esperanza**
Isabel permanecía despierta, observando los destellos de los faros de los coches que se deslizaban por la calle. En el alféizar, la lluvia repiqueteaba con insistencia. En el sofá, Gonzalo resopló y volvió a caer en silencio. Cuánto tiempo llevaban sin dormir juntos…
Se conocieron catorce años atrás. Isabel llegó tarde al cumpleaños de su amiga Laura, corriendo y con las mejillas arreboladas. Los invitados ya estaban sentados a la mesa cuando entró.
—Venga, date prisa —la arrastró Laura sin dejarle ni quitarse el abrigo.
Isabel saludó con timidez, incómoda bajo las miradas curiosas. Le entregó el regalo a Laura con torpeza, sin atreverse a levantar la vista.
—Laurita, no dejes a Isabellita de pie —intervino la madre de la cumpleañera—. Gonzalito, tráele una silla de la cocina.
Un chico alto y sonriente le cedió su asiento. Apenas lo reconoció: era el hermano mayor de Laura, recién llegado del servicio militar, más maduro y seguro. Regresó con una silla y la acomodó junto a ella.
Alguien brindó, todos chocaron las copas. Gonzalo le alcanzó una a Isabel.
—No voy a beber —murmuró ella, negando con la cabeza.
—Es zumo —susurró él al oído, y sus copas tintinearon suavemente.
Le sirvió porciones de cada ensalada en el plato. Las amigas de Laura no dejaban de mirarlo, cuchicheando y riéndose entre dientes. Más tarde, los padres se retiraron discretamente, los jóvenes subieron la música, apartaron la mesa y bailaron. Gonzalo la invitó a escapar. Caminaron por la ciudad hasta tarde, hablando sin parar. Desde entonces, no se separaron.
—Podemos casarnos. ¿Qué dices? —preguntó Gonzalo después del baile de graduación.
¿Qué decía? Estaba perdidamente enamorada. Solo faltaba convencer a su madre…
—¿Qué boda ni qué niño muerto? Él al menos tiene un oficio gracias al servicio, pero tú tienes que estudiar. ¿Tanta prisa? Esperen un par de años, asentarse… —suplicaba su madre, las manos sobre el pecho, conteniendo las lágrimas.
—Lo siento, pero no podemos esperar —cortó Gonzalo.
Su madre ahogó un grito, comprendiendo, y rompió a llorar.
Así fue como, en lugar de ir a la universidad, Isabel dio a luz a un niño siete meses después. Gonzalo trabajaba en un taller, ella cuidaba del pequeño. Resultó ser una madre excelente y una esposa entregada.
Vivían con la madre de Isabel. Cuando el niño empezó el jardín de infancia, ella también encontró trabajo como secretaria gracias a un cliente de Gonzalo. Por fin pudieron comprar un piso con hipoteca.
Un hijo creciendo, un matrimonio feliz. Isabel creyó que sería así para siempre. Hasta que, hace un año, una vecina guapa y simpática se mudó al lado. Una tarde, llamó a su puerta con un pastel y una botella de vino. Isabel puso la mesa, brindaron.
Olga, así se llamaba, contaba chistes con gracia. Ella y Gonzalo se reían a carcajadas. Luego preguntó si sabía montar muebles. Había comprado un armario y necesitaba ayuda.
—Claro que sabe, Gonzalo tiene manos de oro —respondió Isabel con naturalidad.
Al día siguiente, después de cenar, fue a ayudarla. Luego le pidió que trasladara cajas, que colgara una lámpara… Las ausencias de Gonzalo se hicieron frecuentes. A veces, Olga visitaba a Isabel para charlar.
—Tenéis una familia preciosa. Qué suerte has tenido con tu marido —suspiraba—. Yo ni tengo marido ni hijos.
—No te preocupes, estás en la flor de la vida. Lo encontrarás —la consolaba Isabel.
—Ya lo he encontrado —confesó Olga de pronto, bajando la mirada.
Isabel, educadamente, no indagó. Pero algo en el temblor de la taza de Olga la dejó intranquila.
Una tarde, una vecina la detuvo en la calle.
—Hola, Isabellita. ¿Del trabajo?
—Sí, disculpa, tengo que irme…
—Espera. No es asunto mío, pero deberías saberlo. Mi piso está frente al de Olga. No es que la espíe, pero cuando oyes pasos a medianoche… En fin, salva a tu marido antes de que sea tarde.
—¿De qué hablas? —preguntó Isabel, confundida.
—De lo que imaginas. Anoche, al ir a por leche calma, vi salir a alguien de su piso… y entrar en el vuestro —susurró la vecina, con los ojos como platos.
Isabel se liberó de su mano y retrocedió.
—Gonzalo es un buen partido, y mujeres como Olga siempre estarán al acecho. Piénsalo bien. Pero no actúes con prisas. Los hombres son así… —su voz taladraba como un martillo.
Aturdida, Isabel subió las escaleras sin despedirse. “Es mentira, Gonzalo no haría eso…” Pero la duda ya se había instalado.
Cuando Gonzalo llegó del trabajo, estalló. Le lanzó un jarrón, que estalló en mil pedazos contra la pared. El sonido la hizo recapacitar.
—Vete. No quiero verte. ¿Cómo mirarás a tu hijo a los ojos? —preguntó con voz muerta.
Él no gritó, no se defendió. Solo calló. Más tarde, mientras Isabel lloraba en el baño, recogió los trozos y se acostó en el sofá.
A la mañana siguiente, entró en la cocina y anunció que no se iría. Ella no tuvo tiempo de responder.
Olga desapareció. Su madre llamó, pidiéndole que no actuara impulsivamente. “Gonzalo es un buen hombre, los errores ocurren, piensa en tu hijo…”
—No puedo perdonar, mamá. Tú no perdonaste a papá.
—No lo hice. Y me arrepentí —susurró su madre.
Isabel se negaba a reconciliarse. Vivían como extraños.
—Lava la camisa.
—Saca la basura.
—Habla con Dani, se peleó en el colegio…
Gonzalo seguía durmiendo en el sofá.
Llegó la primavera. Antes, ya estarían planeando las vacaciones. Extrañaba sus conversaciones, pero… ¿cómo confiar de nuevo?
Un día, su madre llamó con noticias: su padre había muerto.
—¿Qué padre? —preguntó Isabel, desconcertada.
—El tuyo, claro. Te ha dejado su casa en el pueblo. Era de tu abuela. Él mismo me lo dijo…
—¿Hablabas con él?
—A veces llamaba, preguntaba por ti y por Dani.
Esa noche, llamó a Gonzalo a cenar y le contó lo ocurrido.
—Es tu casa —dijo él, levantándose.
—No puedo ir sola.
—Pensaré en ello.
Días después, él preguntó:
—¿Vamos a verla?
Prepararon el viaje. Dani no quería ir, pero terminó durmiendo en el coche mientras atravesaban caminos rurales.
El pueblo estaba casi vacío. Una vecina, Valentina, los recibió.
—¡Isabel! Por fin. Vicente te esperaba… —Les abrió la puerta de una casa vieja pero acogedora—. Buena madera, buen suelo. Podríais venir en verano, es precioso.
—¿Nos quedamos hasta mañana? —propuso Isabel.
Gonzalo asintió. Trajo leña, encendió la chimenea. Ella descubrió una foto suya de niña, clavada en la pared. Su padre la había conservado todo ese tiempo…
Por la noche, durmieron enAl salir el sol, con las maletas ya en el coche, Isabel miró por última vez la casa que les había devuelto el amor, sabiendo que allí, entre esas paredes llenas de recuerdos, siempre encontrarían refugio cuando la vida volviera a golpear.