Todo es posible

Todo puede ocurrir

Cristina se despertó unos minutos antes de que sonara el despertador. Permaneció quieta, preparándose para un nuevo día, idéntico al de ayer, a la semana, al mes, al año pasado. Su vida transcurría sin sobresaltos, marcada por el mismo orden establecido, sin sorpresas.

Excepto una. Hacía años, su hijo les había dado un vuelco a ella y a su marido. Entró en la universidad y anunció que quería vivir solo. Cuánto sufrió ella, cuánto intentó disuadirlo. Pero él amenazó con dejar los estudios y alistarse en el ejército. ¿Qué podían hacer? Se resignaron, incluso le pagaron un piso. Tras graduarse, consiguió trabajo y rechazó su ayuda.

Cristina se levantó con cuidado para no despertar a su marido y se dirigió a la cocina. Pronto, el aroma del café recién hecho, auténtico, no ese sucedáneo soluble, impregnó todo el piso.

Cuando su marido apareció en la cocina, oliendo a gel de ducha, le esperaban una taza humeante y unos sándwiches. Desayunó en silencio y, sin decir palabra, se marchó.

—Hoy llegaré tarde, tenemos reunión del consejo académico—, gritó desde el recibidor.
Ella salió a su encuentro, le ajustó la corbata, el cuello de la camisa, y le limpió un polvo imaginario del hombro, como el último y más importante trazo de un cuadro. Era un ritual, solo cambiaba el detalle: en invierno arreglaba su bufanda; en verano, la corbata.

Tras su partida, Cristina se arregló, bebió un té con limón y se sentó frente al ordenador. Trabajaba desde casa, traduciendo artículos y libros del inglés y el francés.

El trabajo fluía; el libro le gustaba. Revisaba diccionarios constantemente, buscando el término exacto. Un timbre telefónico la sacó de concentración.

—Cristina Romero, buenos días. Soy Valeria Montes, del departamento—, se presentó una voz al otro lado.

Al oír el tono plano de esa profesora del departamento de su marido, Cristina imaginó a una mujer alta, de pecho plano, poco agraciada, rondando los cuarenta y cinco.

—¿Ocurre algo? ¿Con Javier?—, preguntó, alarmada.

—No, con él todo bien—. La mujer hizo una pausa—. Necesito hablar con usted. Estoy cerca. ¿Puedo pasar en cinco minutos?

—Sí, claro—, contestó Cristina, preguntándose qué hacía la profesora allí en pleno horario lectivo.

Cinco minutos después, sonó el timbre. Cristina abrió y dejó entrar a su visitante.

—¿Un café, un té?—, ofreció.

—No, gracias. Tengo poco tiempo—. Se sentaron en el sofá—. Esto es desagradable, pero no puedo callarlo. Su marido tiene una relación con una alumna, una chica de veinte años. Vive con su madre inválida.

—No necesito detalles.

—Bien. Lo oí hablando por teléfono. La chica está embarazada. Él le prometió ayudarla, no abandonarla…

Cristina guardó silencio. Valeria continuó:

—No es la primera vez. Antes tuvo líos con Vera, del departamento, con Nina, de Sociología… Perdone, pero debía decírselo.

—¿Y cómo sabe lo de la excursión a Austria?—, preguntó Cristina, incrédula.

—Ni siquiera fue. Alquiló una cabaña y pasó tres días con ella.

—¿Y usted cómo lo sabe?—

—No me cree. Piensa que soy una solterona envidiosa—, dijo Valeria, leyendo su mente—. Pero imagínese el escándalo: él le dobla la edad.

Cristina reaccionó.

—Gracias. Si no tiene nada más…

—Sí, me voy—, dijo Valeria, levantándose.

Tras despedirla, Cristina se quedó inmóvil, incapaz de trabajar. Llevaban demasiado tiempo en esa calma. Algo así lo esperaba. ¿Pero una alumna?

Recordó cuando su padre llevó a casa a un estudiante torpe, de gafas feas, su tutor de tesis.

—Es brillante—, decía su padre—. Será alguien importante.

Ese «genio» comía cabizbajo, como si no hablaran de él, pero miraba a escondidas a Cristina, entonces estudiante de Filología. Se llamaba Javier, venía de un pueblo perdido en Castilla. Su padre lo tomó bajo su protección. Al graduarse, le ayudó con el doctorado. Pronto, Javier se hizo habitual en casa.

Un día, con su padre fuera, él apareció.

—Vine a verla a usted—, dijo, ruborizándose—. Quiero invitarla a una exposición. Monet, Sorolla…

Aceptó. Y descubrió que era interesante, culto. No se enamoró, pero sintió curiosidad.

—Fíjate en él—, le aconsejó su padre—. Te dará la vida que mereces.

Cuando Javier le propuso matrimonio, aceptó. La boda se pospuso: su padre murió. Un año después, se casaron.

Su madre también murió poco después, cuando Cristina estaba embarazada. Su vida cambió. Se adaptó: traducciones, casa, hijo. Pensó que eran felices… hasta ahora.

—Te equivocaste con él, papá—, murmuró—. Usó tu nombre, ocupó tu puesto, vivió en nuestro piso y me engañó.

Las clases de Javier eran legendarias. Los alumnos no las faltaban. Cristina misma disfrutaba escuchándolo. Cambió las gafas por lentillas.

Calentó té, echó dos azucarillos (algo que no hacía años) y sacó un bollo. Después, sacó una maleta, metió las cosas de Javier y la dejó en la entrada.

—¿Te vas de viaje?—, preguntó él al llegar.

—No, tú—, respondió—. El piso es mío. Ve con tu… Leticia, ¿no? Tiene un hijo tuyo.

—¡Tonterías!—, fingió indignación.

—No somos personajes de telenovela. Vete—, dijo ella, exhausta.

Cuando al fin se fue, lloró. Por su juventud perdida, por haberle creído.

Días después, su hijo llegó, intentando convencerla de perdonarlo.

—Vive en un minúsculo piso con su madre inválida. ¿Y el bebé?

—Que piense ahora—, cortó ella.

Él se quedó con ella. Cuatro meses después, Javier murió de un infarto en plena clase.

En el funeral, todos elogiaron su legado, omitiendo sus aventuras. Cristina no se sintió culpable. La austeridad acabó con él.

Un mes más tarde, su hijo llevó a Leticia a casa.

—Mamá, se queda. No la eches, o me iré con ella.

Ella no pudo negarse.

—Viviré en la casa del pueblo hasta el invierno—, le dijo después—. No soporto verla.

Allí encontró paz. Una mañana, un vecino la saludó desde la valla.

—¿Puedo plantar patatas atrás? Le daré parte de la cosecha.

Aceptó. Le observó trabajar, bronceado, sudoroso. Él la sorprendió mirándolo y sonrió.

Charlaron. Era divorciado; dejó el piso a su ex. Ella le contó todo.

—Intercambien el piso—, sugirió él—. Así vivirán mejor.

Era obvio. ¿Por qué no lo pensó antes?

Su hijo llamó:

—Vuelve, mamá.

Regresó brevemente. Leticia ni salió de su cuarto.

—Busca pisos—, le dijo—. Será lo mejor.

En diciembre, hicieron el intercambio. El vecino llevó patatas a la ciudad.

—Pensé que venía a pedirte matrimonio—, bromeó su hijo.

—No. Bastante tuve—.

Esa noche, élY, mientras escuchaba a su hijo hablar emocionado de su futuro con Leticia, Cristina comprendió que, después de todo, la vida siempre encuentra la manera de seguir adelante.

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