El camino hacia la felicidad

**El Camino a la Felicidad**

Rodrigo volvía caminando del trabajo. Era un trayecto largo, pero la tarde era cálida, tranquila, sin viento. En días así, no lamentaba no tener coche. Caminaba, disfrutando del calor y la cercanía del verano.

Toda su vida había vivido con sus padres en el centro de Madrid, acostumbrado al bullicio. Pero hacía poco se había mudado a las afueras, a un barrio residencial. Llegaba a casa y casi enseguida se iba a dormir para despertarse temprano y volver al centro, lleno de vida.

Por la noche, la luna curiosa asomaba por su ventana, sin que árboles ni otros edificios la taparan, pues Rodrigo aún no había colgado cortinas gruesas. Vivía en un duodécimo piso de un edificio nuevo, con vistas a un descampado y, al fondo, una línea de bosque. Las primeras noches se despertaba sobresaltado, miraba la habitación bañada en luz azulada y no sabía dónde estaba. Luego lo recordaba, se calmaba y volvía a dormir.

***

Hasta dos años antes, no sabía que existían pisos compartidos. No como los de antes, con diez vecinas peleando en la cocina, pero igual de incómodo.

Rodri había crecido en una familia normal, en un piso de dos habitaciones en el centro, con techos altos, habitaciones amplias y un pasillo estrecho que desembocaba en una cocina pequeña. Su madre trabajaba en una guardería; su padre, de conductor de autobús. No vivían con lujos, pero podían permitirse vacaciones en la costa.

Todo se derrumbó en un día. Su padre no había saltado el semáforo en rojo. Esperó a que se pusiera verde y arrancó el autobús. De pronto, una mujer con una maleta con ruedas cruzó corriendo desde la acera. Su padre frenó, pero ¿quién puede parar un autobús de golpe? La mujer salió despedida como una pelota y murió camino al hospital.

Resultó que iba tarde al tren. Su yerno le había prometido llevarla en coche, pero cambió de planes. Discutieron, y ella, furiosa, corrió hacia la estación. Pensó que tendría tiempo de cruzar. El tren no la esperaría.

El mismo yerno, en el juicio, gritó que un conductor borracho había matado a su querida suegra y exigió un castigo ejemplar. Sí, la noche anterior habían celebrado la jubilación de un compañero y bebieron, pero el examen médico no detectó que su padre estuviera ebrio. Él apenas bebía. Sin embargo, aparecieron pruebas de que superaba el límite permitido.

Para no perjudicar a los demás conductores, su padre admitió que había bebido en el cumpleaños de una amiga de su esposa. Se sacrificó por todos y acabó en prisión. Su madre lloraba sin consuelo. El dinero escaseaba. El sueldo de una educadora no era mucho. Rodri anunció que no iría a la universidad, que trabajaría.

—¿Ah, sí? ¿Quieres irte al ejército? ¿No me basta con tu padre, ahora también necesito que te pase algo a ti? —lloró su madre.

Para calmarla, prometió seguir estudiando. Poco antes de la graduación, su padre murió en prisión de un infarto. Rodri, tal como le había jurado a su madre, entró en la universidad. Dos años después, ella se volvió a casar y se mudó con su nuevo marido. Rodri se quedó solo en el piso. Su madre pagaba el alquiler y le daba dinero, con tal de que estudiara. Su nuevo esposo era un alto funcionario, aunque a Rodri se le olvidó enseguida qué cargo exacto ocupaba.

Sus compañeros de clase descubrieron que tenía el piso libre y empezaron a organizar fiestas. Rodri, hospitalario, les dejaba quedarse a dormir.

Al principio le gustaba, pero luego el bullicio constante lo hartó. A menudo se despertaba con desconocidos en casa.

Los vecinos se quejaron a su madre. Ella apareció una mañana y una chica desnuda pasó por su lado, sin pudor, camino al baño.

Por supuesto, su madre montó un escándalo, echó a todos y amenazó a su hijo con cortarle el dinero si no acababa con las borracheras.

El piso estuvo en silencio dos semanas. Hasta que sus amigos pidieron celebrar un cumpleaños. Esta vez fueron discretos, aunque bebieron mucho.

A la mañana siguiente, Rodri despertó acompañado. Una chica dormía a su lado, cubierta hasta la cintura con la sábana, boca abajo, el rostro hacia la pared, con una melena pelirroja desparramada sobre la almohada. En su grupo, solo Marina la Pequeña tenía ese pelo.

Rodri salió de la cama con cuidado para no despertarla. No recordaba nada, pero si hubiera pasado algo, dudaba que luego se hubiera puesto los calzoncillos.

Revisó el piso. No había nadie más. Se duchó y preparó café. El aroma despertó a Marina, que entró en la cocina con su camiseta larga, murmurando tonterías. Rodri la apartó.

—¿Pero qué dices? Anoche me juraste que me querías —dijo Marina, ofendida—. Dame café. Y alargó la mano hacia su taza.

—No digas tonterías —mintió Rodri, inseguro—. No pasó nada. No soy tan tonto, si Álvaro se entera, me mata.

—Pero si hemos roto. ¿No lo sabías? ¿Crees que me emborraché ayer por gusto? Se lió con Laura, de quinto. Un cerdo.

Después de enviar a Marina, quejumbrosa, a la ducha, recogió las botellas, lavó los platos y ventilo. Su madre podía aparecer sin aviso.

Llegaron tarde a clase. Marina le propuso ir al cine, pero Rodri se negó y fue a la universidad. Cuando sus amigos preguntaron por Marina, él fingió no saber nada.

Ella no le dirigió la palabra en dos semanas. Hasta que un día se acercó y le dijo que tenía un retraso. Rodri se tensó, hizo como si no entendiera.

—Estoy embarazada. No te hagas el tonto —dijo Marina, irritada.

—¿Y yo qué tengo que ver? —preguntó Rodri, con un nudo en el estómago.

«Al final sí pasó», pensó, resignado como un conejo ante una serpiente, y le propuso abortar.

—Tengo Rh negativo. Luego puede que no pueda tener hijos —lloró Marina.

—¿Seguro que no es de Álvaro? —insinuó Rodri, con la esperanza de un náufrago.

—Con él usábamos protección. Pero aquella noche bebí demasiado, no me di cuenta. Tú también pudiste cuidarte. ¿Qué hacemos? —Marina se echó a llorar contra su pecho. La gente los miraba.

Rodri dijo que no se iba a escaquear, que no estaba preparado para ser padre, pero que se casarían si ella dejaba de llorar. Marina le dio un beso en la mejilla. Al día siguiente, se mudó de la residencia universitaria a su piso.

Su madre gritó que lo había visto venir. Pero, sorprendentemente, su padrastro lo apoyó. «Menos mal que es un hombre sensato», pensó Rodri. Se casaron después de los exámenes de verano, que Rodri casi suspendió.

Marina dio a luz en diciembre a una niña preciosa, con pelo rubio y ojos azules. Rodri la miró y no sintió nada. Su madre seguía trabajando y no podía cuidar de la bebé. Marina se negó a ir con sus padres, así que pidió una excedencia.

Después de clase, Rodri corría a casa. Marina, agotada, le entregaba a la niña en cuanto entraba. Así que estudiaba con el libro en una mano y su hija en la otra. Llegaba a la universidad con la cabeza embotada tras noches enCon el tiempo, Rodrigo aprendió que la felicidad no se busca, sino que llega cuando uno abre el corazón a lo inesperado.

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