El Compromiso

****El Novio****

Después de cenar, Aitana se sentó en el sofá con las piernas recogidas y cogió un libro. Justo cuando se sumergía en las aventuras de la protagonista, su madre entró en la habitación con el teléfono vibrando. En la pantalla sonreía Lucía Delgado.

Aitana dejó el libro a regañadientes y contestó, lanzando una mirada elocuente a su madre. Esta, por fin, comprendió que estorbaba y salió, aunque Aitana estaba segura de que se quedaría junto a la puerta escuchando.

Pasaron unos cinco minutos de charla intrascendente hasta que Lucía la invitó a su cumpleaños, que celebrarían el sábado en la casa de campo.

—Pero si ya lo celebraste hace un mes. ¿O no? —preguntó Aitana, extrañada.

—¿Qué más da? Estoy dispuesta a festejarlo todos los días. Es solo una excusa para vernos.

—Si quieres vernos, ¿para qué necesitas un pretexto? —replicó Aitana.

—No, tiene que haber intriga, emoción. Viene un amigo de mi Dani desde Alemania. No sabe cuándo es mi cumpleaños, y si nota demasiado interés, podría evitarnos. Pero un cumple es algo serio. Lola, mi amiga, ¿la recuerdas? Casi se desmayó cuando supo que venía. Es director de cine o algo así, no importa. Pero Lola está obsesionada con actuar. No me deja en paz, la pobre.

—Ah, ya entiendo. ¿Y yo para qué te sirvo?

—¡Pero bueno! Es mi cumpleaños —Lucía empezaba a exasperarse.

—¿Para hacer bulto? —se iluminó Aitana—. Y ¿por qué en la casa de campo? Si todavía hay nieve.

—No seas tonta —rió Lucía, satisfecha—. Para que no se escape. ¿Vienes o no? Nos divertiremos, haremos una barbacoa. Y ahí sigue el árbol de Navidad. Después de Reyes no volvimos. Con la nieve, no podríamos haber llegado de todos modos. Venga, por mí.

Aitana imaginó su labio inferior tembloroso de falsa tristeza.

—Vale —suspiró.

Aceptó porque quedaban cuatro días hasta el sábado. Mucho podía pasar: que se pusieran enfermas, que nevara más… cualquier cosa que cancelara el plan.

Colgó, y al instante entró su madre.

—¿Adónde te ha invitado?

—Mamá, lo has oído —sonrió Aitana con ironía.

Su madre ni se inmutó.

—Pues ve. Siempre encerrada. Casi cuarenta años y sin casarte. Quiero nietos.

—Mamá, los novios no crecen como margaritas en el campo —bromeó Aitana—. Tengo treinta y dos, faltan ocho para los cuarenta. Y los hijos deben nacer por amor, no porque tú quieras nietos…

Su madre frunció los labios, agitó una mano y salió, aunque regresó al momento.

—Todo el día leyendo. Vives vidas ajenas mientras la tuya pasa. Los libros no te darán marido. El tiempo vuela…

—Me has oído, iré. A lo mejor te traigo nietos —volvió a bromear.

Su madre movió la cabeza, dolida.

—Perdona, mamá. —Aitana se levantó y la abrazó.

El viernes, Lucía llamó para recordarle la salida. Le dijo que se vistiera elegante, que no podía quedar mal delante de un extranjero, y que pasarían por ella a las siete.

—¿Tan pronto? —protestó Aitana.

—El camino, hay que calentar la casa, preparar todo… Apenas llegaremos de día.

A las seis de la mañana sonó el despertador. Aitana tardó en recordar por qué lo había puesto tan temprano un sábado. Entonces entró su madre: el desayuno estaba listo.

Recordó la casa de campo, el cumpleaños, y gimió. Adiós al descanso. Se arrastró hasta el baño. Una hora después, al salir, el coche de Dani ya esperaba. Aitana se sentó atrás y saludó con mal humor.

—No te pongas así. Duerme si quieres —concedió Lucía con condescendencia.

No paró de parlotear durante el trayecto. «¿Cómo aguanta Dani esto?», pensó Aitana, hasta que finalmente se durmió.

En la urbanización reinaban la belleza y el silencio. La nieve virul blanca cubría los jardines, solo interrumpida por las huellas de los coches. No estarían solos.

En el salón seguía el árbol de Navidad, enorme y artificial. Por un instante, Aitana sintió que habían retrocedido dos meses y medio y estaban celebrando Nochevieja. Dani se ocupó de la chimenea, y el aroma a leña y resina le trajo recuerdos de la infancia.

Apenas prendió la lumbre cuando llegaron dos coches más. Aitana y Lucía observaron desde la ventana cómo bajaban unas amigas y Lola. Del otro salió un desconocido alto, con gafas.

—¿Ese es el director? No parece —dudó Aitana.

—¿Cuántos directores conoces? —replicó Lucía.

El grupo se acercaba. Lola saltaba como una cabrita, se hundía en la nieve y reía con estridencia, anunciando su llegada a todo el vecindario.

—Deja de mirar —dijo Lucía, y se apartó.

Fue a recibir a los invitados mientras Aitana se encargaba de sacar la comida.

—¿Tu amigo es realmente director? —le preguntó a Dani.

No tuvo tiempo de responder. El alboroto llenó la casa, encabezado por la risa de Lola, que corrió hacia el árbol de Navidad, casi tirándolo. Varias bolas se rompieron, y todos se apresuraron a recoger los trozos.

Aprovechando la confusión, Aitana se puso el abrigo, las botas y salió. Ya era de noche. Alzó la cara al cielo, abrasada por el frío, y descubrió un manto de estrellas invisible en la ciudad.

—Bonito, ¿verdad? —sonó una voz tras ella.

Lo reconoció al instante.

—Hacía tiempo que no veía tantas estrellas.

—¿No hay en Alemania?

—Las hay, pero nunca tengo tiempo de mirar. Aquí parecen más cercanas.

—¿Echas de menos España? —preguntó.

—Al principio quería volver, pero luego me acostumbré. Allí también tiene sus cosas buenas.

—¿En qué estás trabajando ahora? ¿Qué película ruedas?

—¡Ahí estáis! —Dani asomó en la puerta—. Venid, no os perdáis lo mejor.

—Ahora vamos —contestó Pablo por los dos.

—Veo que esto tampoco es lo tuyo —dijo cuando Dani se fue.

—El ruido me agota —Aitana se encogió—. Ojalá pudiera escaparme.

—¿Por qué no? Tengo coche. ¿Quieres que nos vayamos?

—¿Adónde?

—Donde quieras. A la ciudad, por ejemplo. Te llevo a casa.

—¿Y mis cosas? Lucía se enfadará.

—Llama después, disculpate, dile que las recoja otro día. Que te he secuestrado. ¿Vamos?

—¿En serio? —Lo miró buscando alguna broma—. Vale, vamos. —Caminó hacia la verja.

Dentro nadie oyó el motor, y si lo hicieron, era tarde. Con todos borrachos, nadie los seguiría.

Aitana recostó la cabeza y cerró los ojos, durmiéndose casi al instante. Despertó al entrar en la ciudad.

—Perdona. ¿He roncado? —se arregló el pelo avergonzada.

—¿Adónde vamos?

DAl llegar a su portal, Pablo le tomó la mano y, sin soltarla, le dijo con voz suave: “Te prometo que esta vez no perderé tu número ni tu dirección, porque me he dado cuenta de que no quiero perderte a ti”.

Rate article
MagistrUm
El Compromiso