El embotellamiento

**El Embotellamiento**

Los coches formaban una hilera compacta, inmóviles como piedras. Ni hacia adelante ni hacia atrás había movimiento desde hacía media hora. Todos llevaban las ventanillas subidas, con el aire acondicionado a todo trapo. Fuera, el calor era insoportable, más de treinta grados, tal como había anunciado la Agencia Estatal de Meteorología.

El aire, caliente por el sol y el asfalto recalentado por los neumáticos, temblaba como si fuera agua. Dentro del *Seat* hacía fresco, pero estar ahí, quieto, mirando aquel paisaje congelado como una fotografía, empezaba a ser exasperante.

Laura destapó la botella de plástico y dio varios tragos. Adrián notó que quedaba menos de un tercio. Ella bebía sin parar y ni siquiera le ofrecía. No, él habría rechazado el último sorbo, claro, pero hubiera preferido que al menos se lo preguntara. Como si no existiera dentro del coche.

—¿Y esto cuánto va a durar? —preguntó Laura, irritada.

Eran sus primeras palabras desde que salieron de la casa rural. Su silencio era peor que un grito. Hubiera preferido que se pusiera a chillar. No discutían abiertamente, pero cuando algo iba mal, Laura se encerraba en su mutismo durante horas o días, dejando claro con su actitud que la culpa era suya. Adrián solía admitir su error, pedir perdón, escuchar su sermón monocorde y, entonces, se reconciliaban.

—¿Qué haces ahí sentado? Haz algo —se lanzó de nuevo contra él, como si el atasco en la M-30 fuera culpa suya.

Esta vez fue él quien calló. No sabía qué decir ni hacer.

—¿Y para qué hemos ido a esa casita absurda? Bueno, tú, ¿pero yo? ¿Para estar al otro lado de la valla mientras te pones tierno con tu hija? Mejor habría ido de compras. O con Lucía a un café, a tomar un helado —resopló, molesta—. Mira, ahora se me ha tapado la nariz. Lo que me faltaba, pillar un resfriado por culpa de este aire acondicionado.

Adrián lo apagó.

—¿Estás bromeando? En dos minutos el coche será un horno. ¿Quieres que nos asemos o que nos ahoguemos? —protestó Laura.

No recordaba que hablara tanto. Le sorprendió y le inquietó. Pero no dijo nada y volvió a encender el aire.

Más adelante, un hombre caminaba entre los coches. Sin llegar al *Seat* de Adrián, se metió en un vehículo del carril de al lado.

—¿Lo has visto? Venía de ahí. ¿Sabrá qué pasa? —preguntó Laura.

—Puede —asintió él.

—Bueno, ¿qué haces parado? Ve a preguntar —dijo ella, sin mirarlo.

—¿Qué voy a preguntar? El atasco puede ser de kilómetros. ¿Crees que ha ido y vuelto en media hora? Lo dudo —Adrián la miró y, otra vez, se sintió culpable.

—No, pero no podemos quedarnos aquí eternamente. Antes o después se moverá. Todos están esperando tranquilos. Esto es la M-30, no una carreterucha secundaria. Media Madrid está aquí estancada —calló. Laura también, con la mirada clavada al frente.

—Vale —dijo él, saliendo del coche.

Miró hacia atrás, más filas y filas de coches, igual que delante. El hombre había entrado en un *Seat* rojo. Adrián golpeó el cristal lateral, que bajó a medias.

—Perdone, ¿ha ido usted hacia adelante? ¿Sabe qué pasa? —preguntó al conductor.

—Parece que toda la M-30 está parada. Nadie sabe. Quizá un accidente o un atentado.

Nada nuevo. Él ya lo suponía. El calor fuera era sofocante, como una sauna. Mientras se inclinaba hacia la ventanilla, la camisa se le pegó a la espalda, empapada en sudor. Volvió al coche. En la radio no mencionaban ni el atasco ni su causa.

—¿Y? ¿Qué ha dicho? —preguntó Laura, impaciente.

—Nada. Todo parado, quizá toda la M-30. Alguien dice que es un atentado.

—Lo sabía. ¿Y para qué te hice caso y vine contigo? —se lamentó.

Adrián estuvo de acuerdo. No debió insistir. Él no habría acabado en el atasco, se habría quedado en la casa rural con su hija, como ella quería. Habría vuelto a Madrid al anochecer, cuando el tráfico ya estaría fluido.

Y todo había empezado tan bien…

***

El móvil despertó a Adrián. Medio dormido, contestó sin mirar la pantalla.

—Papá, ¿vienes? —era la voz de Sara.

—Hola. ¿Se te ha olvidado que hoy es el cumpleaños de tu hija? —Ahora hablaba su exmujer—. Apuesto a que ni siquiera tienes regalo —su tono rezumaba reproche.

—No, no lo he olvidado, salgo ahora —dijo rápido, abriendo los ojos.

El sol ya estaba alto. Alejó el teléfono de la oreja y vio la hora: las nueve y media.

Recordaba el cumpleaños hasta la noche anterior. Pero estuvieron con Laura y sus amigos en una discoteca, y se le fue de la cabeza.

—¡Papá, no quiero regalo, solo ven, te echo de menos! —gritó Sara al fondo, antes de que la llamada se cortara.

Se casaron hace casi trece años. Diez de ellos fueron una pelea constante, desgastándose mutuamente. Él nunca estuvo enamorado. Solo era un universitario que despertó en la cama de una chica que apenas conocía, cuyo nombre ni recordaba.

Un mes después, ella lo encontró en la facultad y le dijo que estaba embarazada. *”Bueno, no está mal”*, pensó Adrián y se ofreció a casarse. Sus padres se horrorizaron, intentaron disuadirlo. Su madre dudaba que fuera suyo, le pidió una prueba de paternidad antes del matrimonio.

La hizo, pero después de que naciera Sara. Era suya sin duda. Adrián se enamoró de ella en cuanto la tuvo en brazos en el hospital. Ni siquiera sabía que podía pasar algo así. Por eso aguantó los pleitos con su mujer, sus celos y reproches. Quizá habría seguido aguantando de no ser por Laura.

Arrogante, fría y atractiva como una diosa griega, no gritaba como su ex. Callaba, y con eso castigaba a Adrián. Era su único defecto. Caminaba por el piso en pantalones cortos y camiseta, como provocándolo. Él pedía perdón aunque no tuviera culpa.

Hasta se envidiaba a sí mismo por tenerla a su lado, viviendo en su casa.

Tras la llamada, Laura le preguntó qué pasaba. Le confesó que había olvidado el cumpleaños de su hija, que debía ir a la casa rural donde ellas pasaban el verano.

—¿Te vas? ¿Ahora? ¿Y yo me quedo sola todo el día? —Laura frunció el ceño, se levantó y caminó desnuda hacia el baño.

La imagen de su cuerpo desnudo le hizo perder el sentido. La siguió.

—Ven conmigo —rogó, esperanzado.

—¿Me invitas a la casa rural de tu hija y tu ex?

—Sí. ¿Y qué? Estamos divorciados… —sonrojado, pero seguro de que Laura rechazaría, continuó—: Es precioso, hay río, bosque, podemos bañarnos…

—¿En serio?

—Claro. Pero date prisa.

Compraron un regalo para Sara y salieron. Como Adrián imaginaba, Laura se echó atrás a último momento y esperó en el coche.

Sara se colgó de su cuelloSara lo abrazó con fuerza, y mientras Adrián la apretaba contra sí, supo que, por fin, había encontrado su lugar en el mundo.

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El embotellamiento