La Heredera

Lucía se durmió casi al amanecer. Cuando abrió los ojos, la habitación estaba bañada de luz solar y junto a la cama estaba Adrián, sonriente.

—Te esperé toda la noche. ¿Dónde estabas?

—Mi niña, ves que no me ha pasado nada. Arréglate y salgamos a desayunar —dijo Adrián mientras le acariciaba el pelo.

Fuera hacía un calor veraniego.

—¿Quieres un helado? —Sin esperar respuesta, Adrián se acercó al quiosco y le compró su favorito, el de crema catalana en cucurucho.

—Estás de buen humor. ¿Ganaste en las cartas? —preguntó Lucía, lamiendo la punta del helado.

—No has acertado. Tengo una idea, y necesito tu ayuda para llevarla a cabo.

—Pero nunca me has llevado contigo. ¿Qué debo hacer?

—Nada. Solo estar ahí. Pero si no quieres, puedo hacerlo solo.

—No, iré contigo —aceptó rápidamente Lucía.

—Sabía que dirías que sí. Puedes elegir un vestido blanco —dijo Adrián con indulgencia, disfrutando de su propio ingenio.

—¿En serio? ¿Me estás pidiendo matrimonio? —La chica sonrió, olvidándose incluso del helado en su mano.

Ninguna mujer había logrado siquiera mencionarle el matrimonio a Adrián. Pero Lucía era diferente. Se había convertido en su talismán, su buena suerte. Hacía un año, la había rescatado de tres matones en una estación de tren.

Lucía vivía con su madre en un pueblo pequeño. Tras la marcha de su padre, su madre empezó a beber. Todo empeoró cuando llevó a un hombre a casa, diciendo que viviría con ellas. Aquel tipo la miraba con descaro, y una noche intentó arrastrarla a su cama. Lucía escapó, tomó un cercanías y acabó en Barcelona.

Sin dinero, sin familia. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Su desesperación llamó la atención de un grupo de chicos que merodeaban por la estación en busca de víctimas. Todo pudo terminar mal, pero Adrián apareció al oír sus gritos y la rescató. Desde entonces, estaban juntos.

Lucía se enamoró de él. Alto, fuerte, bien vestido, atractivo. Su sola presencia inspiraba confianza. Con él se sentía segura, aunque Adrián nunca ocultó que sus negocios no eran del todo legales. Pero jamás la involucró.

Se sentaron en un banco del paseo marítimo. Bajo el sol, el helado se derretía rápido, el cucurucho se ablandaba y un hilo dulce le resbaló por la muñeca hasta mancharle el vestido.

—¡Maldita sea! —Lucía se levantó bruscamente, alejando el helado.

—Tíralo —dijo Adrián, cerrando los ojos al sol como un gato satisfecho.

Ella lo arrojó a una papelera y se limpió la mano. «Qué niña todavía», pensó él con ternura.

—El negocio es seguro, pero hay que planearlo bien. No podemos fallar. Un chico con su prometida inspira más confianza que yo solo.

—¿Con su prometida? —repitió Lucía, volviendo a sentarse.

—Tú eres mi prometida —dijo Adrián, rodeándola con el brazo.

—Ayer me enteré de una vieja olvidada. No tiene a nadie. Su marido murió, y su único hijo cayó en una misión militar. Ella lo olvida y cada tarde espera su regreso. Lleva siempre un anillo en el dedo. Seguro que tiene más joyas.

—¿Quieres robárselas? —adivinó Lucía.

—No. Que nos las dé. Seremos su nieto y su futura nuera. Tu trabajo es hacer que quiera regalarte sus joyas.

Lucía dudó. Engañar a políticos era una cosa, pero a una anciana sola…

—Cómp—Compra un vestido sencillo, del que ella se enamorará —ordenó Adrián, sin notar su vacilación.

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