El hogar de la esperanza

La Casa de la Esperanza

Lucía yacía con los ojos abiertos, siguiendo los destellos de los faros de los coches que pasaban frente a la casa. En el alféizar, la lluvia martilleaba con su ritmo constante. En el sofá, Javier resopló y volvió a quedarse quieto. Cuánto tiempo llevaban sin dormir juntos…

Se conocieron catorce años atrás. Lucía llegó tarde al cumpleaños de su amiga Sara, a pesar de haberse apresurado. Cuando entró, los invitados ya estaban sentados a la mesa.

—Venga, date prisa—, murmuró Sara, arrastrándola al salón sin dejarle quitarse el abrigo.

Lucía saludó con timidez, incómoda bajo las miradas curiosas. Le entregó el regalo a Sara con torpeza, evitando levantar la vista.

—Saritilla, no seas descortés, invita a Lucía a la mesa—, intercedió la madre de la cumpleañera—. Javi, trae otra silla de la cocina.

Un chico alto y de sonrisa fácil le cedió su asiento. Lucía apenas reconoció en él al hermano mayor de Sara. Acababa de regresar del servicio militar, más maduro, más fuerte. Pronto volvió con una silla plegable y la colocó junto a Lucía.

Alguien brindó, todos chocaron las copas. Javier le alcanzó una de vino tinto.

—No bebo—, negó con la cabeza.

—Es mosto—, susurró él junto a su oído, y sus copas tintinearon suavemente.

Le sirvió un poco de cada ensalada en el plato. Las amigas de Sara no dejaban de mirarlo, cuchicheando y riéndose entre dientes.

Más tarde, los padres se retiraron discretamente a la cocina, y los jóvenes subieron el volumen de la música, apartaron la mesa y empezaron a bailar. Javier le propuso escapar. Caminaron horas por las calles de Toledo, hablando sin parar. Desde entonces, no se separaron.

—Podemos casarnos. ¿Qué dices?—, le preguntó Javier después del baile de graduación.

¿Que qué decía? Estaba loca por él. Solo faltaba convencer a su madre…

—¿Qué boda ni qué niño muerto? Él al menos aprendió un oficio en el ejército, pero tú tienes que estudiar. ¿A qué viene tanta prisa? Esperad un par de años, asentaros…—, suplicó su madre, conteniendo las lágrimas.

—Lo siento, pero no podemos esperar—, cortó Javier con firmeza.

Su madre ahogó un grito, lo comprendió todo y rompió a llorar.

Así, en lugar de empezar la universidad, Lucía dio a luz a un niño siete meses después. Javier trabajaba en un taller mecánico, y ella cuidaba del pequeño. Se convirtió en una madre entregada y una esposa atenta.

Vivían con la madre de Lucía. Cuando el niño empezó el colegio, ella también encontró trabajo. Un cliente de Javier, a quien le arreglaba el coche, la contrató como secretaria. Con ese ingreso extra, consiguieron una hipoteca para un piso.

Un hijo que crecía, un marido amoroso, una familia unida. Lucía creía que siempre sería así. Hasta que, un año atrás, una mujer joven y hermosa se mudó al piso de al lado. Una tarde, apareció con un pastel y una botella de vino para presentarse. Lucía puso la mesa y brindaron.

La nueva vecina, Claudia, contaba chistes con gracia. Ella y Javier se reían a carcajadas. Después, Claudia preguntó si él sabía montar muebles. Había comprado un armario y necesitaba ayuda.

—Es un manitas, claro que te ayudará—, respondió Lucía sin pensar.

Al día siguiente, después de cenar, Javier fue a su casa a montar el armario. Luego Claudia pidió ayuda para mover cajas, colgar una lámpara, clavar algo… Pronto, empezó a pasar las tardes con ella. A veces, Claudia visitaba a Lucía para charlar.

—Tenéis una familia preciosa. Qué suerte tienes—, suspiraba Claudia—. Yo no tengo ni marido ni hijos.

—No te preocupes. Eres joven, simpática, guapa… Encontrarás el amor—, la consolaba Lucía.

—Ya lo he encontrado—, confesó Claudia de pronto.

Lucía, discretamente, no indagó. Pero notó cómo Claudia bajaba la mirada y cómo le temblaba la taza entre las manos.

Un día, otra vecina la detuvo en la calle.

—Hola, Luci. ¿Vienes del trabajo?

—Sí. Perdona, tengo prisa…

—Escucha. No es asunto mío, pero creo que deberías saberlo. Vivo frente al piso de Claudia. No es que la espíe, pero cuando vives sola y oyes pasos a altas horas… En fin, salva a tu marido antes de que sea tarde.

—¿De qué hablas? ¿Salvarlo de qué?—, preguntó Lucía, confundida.

—De lo que te imaginas. Una noche, me levanté a por leche calma, que me ayuda a dormir. Y oí un portazo muy suave. Miré por la mirilla…

Un escalofrío viscoso recorrió la espalda de Lucía. Quiso huir, pero la vecina, como si lo advirtiese, le agarró la mano.

—Vi a alguien salir del piso de Claudia y colarse en el vuestro—, susurró, abriendo los ojos como platos.

Lucía se soltó bruscamente y retrocedió.

—Javier es un buen hombre, el sueño de cualquiera. Mujeres como Claudia siempre irán detrás. Piensa qué harás. Pero no actúes con prisas. Los hombres son así, pocos resisten una tentación tan clara…— Su voz taladraba los oídos de Lucía.

Aturdida, entró en el portal con las piernas entumecidas. «Mentiras, cotilleos, Javier no haría eso…». Pero el malestar no se iba. Rabia, dolor y traición crecían dentro de ella.

Cuando Javier llegó del trabajo, estalló. Le lanzó un jarrón que rompió contra la pared. El estruendo la devolvió a la realidad.

—Vete. No te soporto. ¿Cómo mirarás a tu hijo a los ojos?—, preguntó con voz muerta.

Él no gritó, no se defendió. Solo calló. Más tarde, mientras Lucía lloraba en el baño, recogió los trozos y se acostó en el sofá.

Por la mañana, entró en la cocina y dijo que no se iría. Ella no respondió.

Claudia desapareció. Su madre llamó, rogándole que no tomase decisiones precipitadas.

—No puedo perdonarle, mamá. Tú no perdonaste a papá, y ahora me presionas.

—No lo perdoné. Y me arrepentí—, contestó su madre con tristeza.

Pero Lucía no quería oír hablar de reconciliación. Vivían como roommates, intercambiando frases cortantes.

Llegó la primavera.

Una llamada cambió todo. Su madre le informó de la muerte de su padre.

—Te ha dejado su casa en el pueblo. Debéis ir a verla.

Esperando indiferencia, Lucía le contó a Javier.

—Es tu casa—, dijo él, levantándose.

—No puedo ir sola.

—Pensaré en ello.

Días después, Javier preguntó:

—¿Vamos a ver esa casa?

El viaje fue silencioso. Su hijo, Dani, durmió casi todo el camino.

El pueblo estaba casi vacío. Una vecina, Carmen, les dio la bienvenida.

—¡Por fin! Tu padre os esperaba… La casa es vieja, pero sólida.

Decidieron quedarse una noche.

Al día siguiente, fueron a pescar. Javier parecía otro hombre, hablador, alegre.

—¿Y si nos quedamos un poco más?—, propuso él al atardecerAl volver a casa esa noche, bajo el cielo estrellado del pueblo, Javier tomó la mano de Lucía y, sin decir nada, sellaron con un beso silencioso el reencuentro de una familia que había aprendido a perdonar.

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