**Clases de Conducción**
Lucía aparcó su coche frente a la oficina y corrió hacia la entrada del edificio. Delante iban dos chicas caminando despacio, charlando. Justo antes de las puertas, se detuvieron de golpe, bloqueándole el paso. Sin miramientos, Lucía se coló entre ellas, las apartó de un empujón y tiró de la puerta hacia sí misma.
—¡Oye, ¿adónde vas…?!— le gritaron a su espalda junto con algún que otro insulto.
En otro momento, les habría contestado con la misma moneda, pero hoy llegaba tarde y no tenía tiempo para peleas. Salió corriendo hacia el ascensor, donde la gente ya entraba en la cabina de puertas abiertas. En el último segundo, Lucía se coló dentro, tropezando con un hombre y empujándolo hacia atrás.
—Perdón— masculló, dándose la vuelta hacia las puertas que se cerraban. Entre los huecos, por un instante, vislumbró las caras enfadadas de las chicas que la perseguían. El ascensor comenzó a subir. «Debería haberles sacado la lengua», pensó demasiado tarde.
El sprint la dejó con las mejillas arreboladas y el pelo revuelto. Había un espejo en la parte trasera, pero el ascensor estaba hasta los topes y no podía abrirse paso. Se alisó el pelo con una mano.
Alguien resopló a su espalda. Lucía estaba segura de que era el mismo hombre al que había empujado. Se giró para comprobarlo y lo encontró mirándola con el mentón levantado—o quizá solo parecía así por la diferencia de altura. Un aroma agradable a colonia flotaba alrededor de él. Se miraron un instante. Ella se volvió bruscamente, haciendo volar su melena.
El ascensor se detuvo con un ligero tirón, las puertas se abrieron y Lucía salió, sintiendo su mirada en la nuca.
—¿Qué, te ha gustado?— le preguntó Nicolás a Adrián cuando el ascensor reanudó su marcha. —A ella le gustas. Se moría de ganas de soltarte una indirecta, ¿no te has dado cuenta?
—Déjalo. Con pestañas y piernas largas no me ganan. Ya verás cuando se case y muestre su verdadero carácter. *«Cariño, Marina y su marido estuvieron en las Maldivas, y nosotros en Tenerife otra vez… ¡Qué aburrido!». *«Rocío tiene tres abrigos de piel, y yo solo uno… Me siento una pobretona…»— Adrián hizo un puchero exagerado, imitando la voz de su ex, lo que provocó risitas a su alrededor.
—Simplemente tuviste mala suerte con Laura— dijo Nicolás.
En ese momento, el ascensor se detuvo y salieron.
—Por aquí a la derecha— indicó Nicolás.
—Vale. Después de ella, no puedo ni mirar a otras mujeres. Y basta, ¿eh?— Adrián se detuvo frente a una puerta de cristal.
Mientras tanto, Lucía recibía una bronca monumental de su jefe.
—¡¿Dónde demonios te metes?! ¡El cliente ha colgado, estás hundiendo el trato!— gritaba, casi echando espuma por la boca.
—Jaime Eduardo, lo juro, es la última vez. Había atasco…
—No me interesan excusas. Duerme menos y sal antes de casa. Si vuelves a llegar tarde, te juro, Molina, que aunque tu madre esté enferma, te despido. Ahora lárgate. Coge las muestras y ve a ver al cliente.
Lucía retrocedió hacia la puerta.
—Gracias, Jaime Eduardo. Me piro, va. Lo juro, no volveré a…— Abrió la puerta con la espalda y salió al pasillo, dejando escapar un suspiro de alivio.
—Te buscaba Delgado. Estaba que echaba chispas— le soltó una compañera al entrar en la oficina.
—Ya me ha encontrado— Lucía agarró una carpeta de su mesa y salió de nuevo.
No esperó al ascensor; bajó las escaleras de dos en dos, salió del edificio y se quedó petrificada frente a su coche. En su prisa, había aparcado su pequeño *Seat Ibiza* demasiado cerca del *Peugeot* que tenía delante. Confiaba en que quien aparcase detrás dejaría espacio suficiente.
Obviamente, aquel conductor también iba con prisas. Un enorme *Mercedes* negro se alzaba amenazante sobre su humilde *Ibiza*, rozando casi el paragolpes trasero. Su coche estaba atrapado. «¿Y ahora qué? ¿Cómo salgo? Si yo hubiese aparcado así, me habrían crucificado…» Aunque, técnicamente, así *había* aparcado ella.
No podía ir caminando a la reunión. Lucía se subió al coche, tiró la carpeta en el asiento del copiloto, arrancó y comenzó a maniobrar con cuidado. Daba pequeños toques atrás, girando el volante milímetro a milímetro para liberar el coche.
Estaba nerviosa. Le retumbaban en los oídos las amenazas de despido por llegar tarde. Seguro que Jaime Eduardo ya había avisado al cliente de que iba en camino. Y ahí estaba ella, perdiendo tiempo intentando salir del aparcamiento.
Calculó que podría salir sin rozar el coche de delante, así que dio un último toque atrás. Pero fue demasiado brusco. Sintió un leve golpe. La alarma del *Mercedes* aulló indignada. «Justo lo que me faltaba». Avanzó un poquito, rezando para que no hubiera marca. Bajó y miró: un rayón y una pequeña abolladura en el ala delantera. Por suerte, no había tocado el faro. El *Mercedes* parpadeó furioso y se calló.
Lucía miró alrededor, desesperada. No había nadie. Había cámaras, pero estaban lejos, y su coche estaba de lado; difícil que captasen la matrícula. Suspiró, se subió de nuevo y salió pitando. Ya no tenía nada que perder.
Al volver a la oficina, pasó junto al lugar del «incidente». El *Mercedes* ya no estaba. «A lo mejor el dueño no vio la abolladura; si no, no se habría ido. Pero si la vio, me localizará fácil. Todo el mundo conoce mi *Ibiza**». Se encogió de hombros, subiendo en el ascensor hacia la agencia de publicidad donde trabajaba. Y, sin saber por qué, recordó al hombre del ascensor.
Pasó una semana sin noticias, y Lucía se relajó. Hasta que un día recibió una llamada de un número desconocido.
—¿Lucía Isabel Molina?… Capitán Ruiz… — Estaba tecleando en el ordenador, con el teléfono entre el hombro y la oreja, casi sin prestar atención. Pero al oír «capitán», se sobresaltó. — ¿El vehículo con matrícula… es suyo?
—Sí— respondió, ignorando la alarma roja que sonaba en su cabeza. Demasiado tarde. Lo había admitido.
—Le espero en la comisaría… despacho seis… pase en recepción… — Lucía dejó de teclear. — Si no se presenta, enviaré una citación.
—Iré… — prometió.
Tenía la cara ardiendo y la mano pegajosa al apartar el móvil. El dueño lo había visto. ¡Maldición! Un *Mercedes* así no era para cualquiera. ¿Cómo había podido llegar tarde, aparcar mal y encima tocarle el coche a alguien? Pero él también tenía culpa. ¿No vio que dejaba su coche pegado al suyo? Un nudo se formó en su estómago.
—El veinticuatro de julio golpeó un vehículo en el aparcamiento de su oficina. Y además, huyó. Eso ya es un delito grave. ¿Qué me dice, Lucía Isabel?
Lucía tragó saliva. Sentada frente al capitán Ruiz, se sentía como un conejo frente a unaLucía respiró hondo, miró a Adrián a los ojos y, con una sonrisa tímida, murmuró: “La próxima vez aparcaré mejor… y tal vez acepte ese café que me ofreciste”.