Nada de lo que arrepentirse

**Diario de una tarde frente al mar**

Sentados en el malecón, observábamos cómo los patos atrapaban al vuelo los trozos de pan que unos niños les lanzaban. Los exámenes habían terminado, y por delante nos esperaban dos meses de libertad: ni clases, ni aburridas lecciones, ni agotadores trabajos.

—¿Qué planes tienes? —preguntó él, sin apartar la vista del reflejo plateado del agua.

—Dormir, leer, pasear… —respondí sin dudar, como si recitara una lección aprendida. —¿Y tú? ¿Volverás a tu pueblo? —pregunté, sintiendo de pronto un nudo en la garganta.

—No. Siempre he soñado con el mar. ¿Te lo imaginas? Nunca lo he visto. Mis compañeros volvían morenos, presumían de conchas, contaban historias de delfines y medusas… Pero mis padres nunca tuvieron dinero. Y cuando murió mamá, el mar quedó en el olvido.

—Nosotros íbamos cada verano a Cádiz, cuando papá aún vivía con nosotras —dije, mirando al horizonte como si allí estuviera aquel pasado feliz. —¿Y… tienes dinero ahora? —volví a la realidad.

—No, pero puedo pedirlo prestado.

—¿A quién? La mitad de nuestros amigos ya están camino de sus casas, y la otra mitad gasta lo que le queda de la beca en celebraciones. Además, habría que devolverlo —repliqué, lanzando una mirada reprobatoria al perfil de Alejandro.

—No necesitamos mucho, solo para comer y los billetes. Allí hace calor. *”Bajo cada árbol, hallarás cobijo”* —citó, sonriendo—. Podemos alquilar algo barato. Pagaré todo cuando trabaje. Solo necesito tiempo.

—¿Y cómo lo sabes? En temporada alta no hay nada económico. No digas tonterías. Un colchón bajo un árbol costará como un hotel. ¿Recuerdas cómo termina ese refrán? —dije, sermonera.

—¿Por qué eres tan… prudente? Si consigo el dinero, ¿vendrás? —Alejandro se giró y captó mi mirada vacilante.

—Lo dudo. Mamá no me dejaría —admití con franqueza.

En ese momento, un pato abrió las alas y se elevó sobre el agua, asustando a los demás. Ambos nos distrajimos con él. El ave atrapó varios pedazos de pan y se alejó, satisfecho.

—Un momento… —Alejandro sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. —¿Jorge? Sí, ya aprobé… No importa, lo importante es que está hecho. Oye, ¿me prestas doscientos euros? ¿No? ¿Cuánto puedes darme? ¿Solo eso? Vale, gracias. ¿Estarás en casa esta noche? Pasaré a buscarlo. —Guardó el teléfono—. Ya tengo el dinero. ¿Vienes?

—¿En serio? Los trenes estarán llenos hasta septiembre —respondí, escéptica.

—Podemos hacer transbordos, ir en autostop. O dime la verdad: ¿tienes miedo? —sonrió burlón.

—No tengo miedo —dije, desafiante—. Pero… mamá no lo permitirá.

—¡¿Estás loca?! ¿Ir sola con un chico al sur? ¡Sabes qué clase de chicas hacen eso! No, ni hablar —mamá negó con firmeza.

—Mamá, soy adulta. No me obligues a escaparme a escondidas —mi voz tembló, las lágrimas asomando.

—¿Qué dices? ¿Escaparte de tu propia madre? ¿Por quién?

—Lo amo, mamá —susurré, pronunciando el argumento menos oportuno.

—Cariño, tienes toda la vida por delante. ¿Por qué tanta prisa? Acabad la carrera, casaos, y entonces id —dijo, cansada de discutir.

Sollocé.

—No voy a convencerte, ¿verdad? No quiero que nos enfademos. Ve, pero prométeme que si algo va mal, me llamarás.

—Lo prometo —corrí hacia ella y la abracé—. ¿Puedo preparar la maleta? —Me separé, buscando en sus ojos alguna señal de que no era una broma—. Nos vamos mañana.

—¿Cómo? Pensaba que al menos lo conocería…

—Vendrá a buscarme. Es un buen chico —dije camino de mi habitación.

Mamá negó con la cabeza y se fue a la cocina, atormentada por dudas y el miedo a los problemas que, sin duda, caerían sobre ella. Maldijo a papá por abandonarnos y no estar para guiarme. Con él aquí, jamás me habría atrevido a plantear semejante viaje. Pero… ¿acaso podía retenerme a la fuerza? Quizá exageraba. Los platos sonaron entre sus manos, como eco de su inquietud.

A la mañana siguiente, un timbre corto sonó en la puerta. Mamá dudó si habría imaginado el ruido. Yo estaba en el baño. Pero al repetirse, abrió y se sobresaltó. En el umbral, un chico atractivo con mochila sonreía.

—Buenos días. Soy Alejandro —dijo, mostrando una sonrisa blanca.

Ella no acababa de reaccionar. Tras una noche en vela, apenas podía pensar.

—¡Ya voy! —asomé con el cepillo de dientes en la mano.

Mamá le invitó a pasar.

—No se preocupe, todo irá bien, tendremos cuidado —dijo él, mientras yo lo arrastraba de la mano a mi cuarto. Minutos después, salimos, él con mi mochila al hombro.

—Nos vamos. Te llamaré —besé en la mejilla a mamá, aún confundida.

—¿Y el desayuno? —reaccionó.

—Si puede ser, ¿nos lo da para llevar? —pidió Alejandro con amabilidad.

—Claro, enseguida —corrió a la cocina y regresó con una bolsa de bocadillos y manzanas.

Al cerrar la puerta, pensó que entendía por qué me había enamorado.

—¿Adónde vamos? —pregunté en la calle—. Le caíste bien a mamá.

—Me alegro. A la estación.

Viajamos dos días haciendo autostop, sudando bajo el sol, pero al ver el mar, olvidamos el cansancio y corrimos hacia la orilla, dejando atrás las mochilas y las zapatillas. Chapoteamos, asustando a los bañistas, riendo como niños.

De día, nadábamos y paseábamos. De noche, soñábamos tumbados en la arena fresca, bajo un cielo estrellado. La habitación estrella y barata que alquilamos apenas nos servía para dormir.

A las dos semanas, la emoción decayó. El cansancio, el sol y la convivencia constante empezaron a pesar. Discutíamos por tonterías, pero al despedirnos en la estación, todo se olvidó. Alejandro seguía camino a su pueblo, donde vivía su padre.

—Volveré pronto, llamaré cada día —prometió, mientras yo sollozaba, aferrada a él.

—No sé vivir sin ti —murmuré.

—No puedo ir a vivir contigo y ser una carga para tu madre. Tampoco tenemos para un piso. Espera, cariño —dijo, como si retomáramos una vieja conversación.

En casa, dejé la mochila y recorrí las habitaciones, redescubriendo cada detalle. Metí la ropa sucia en la lavadora y me sumergí en la bañera, disfrutando de la espuma. Después, el té caliente en la cocina me devolvió la paz. La vida volvía a ser buena.

—¡Mari! ¡Qué morena estás! —mamá llegó del trabajo y me abrazó, escudriñando mi mirada—. Has cambiado, has madurado.

—Solo estoy cansada. Todo está bien —sonreí, aunque la tristeza pesMeses después, mientras caminaba sola por la misma playa donde una vez reímos juntos, entendí que algunos amores no se olvidan, pero sí se dejan ir, y que la vida, al final, siempre encuentra su propio camino.

Rate article
MagistrUm
Nada de lo que arrepentirse