La Llamada
María había almorzado, lavado los platos y se había echado una siesta. Su marido, Fernando, se había ido a la casa de campo de un amigo para ayudarle a arreglar una valla. No volvería hasta mañana por la tarde, antes de que empezara su turno en la fábrica. María llevaba un año jubilada, pero a Fernando aún le quedaban dos para poder hacer lo mismo.
Un repentino timbrazo la arrancó del sopor. María tardó unos segundos en darse cuenta de que era el teléfono.
—Dígame… —contestó con voz ronca, sin mirar la pantalla.
¿Quién iba a llamarla si no era su hija o su marido? Fernando casi nunca llamaba, así que debía de ser su hija, Lucía, que vivía en otra ciudad con su marido y estaba a punto de dar a luz.
—¿María? ¿Estabas durmiendo? —sonó una voz femenina desconocida al otro lado de la línea.
—¿Con quién hablo? —preguntó María, alerta.
Se oyó un suspiro exagerado.
—¿No me reconoces? ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—¿Lola? —María frunció el ceño—. ¿Cómo conseguiste mi número?
—¿Eso importa? Hace años me encontré con tu madre en el mercado, y ella me lo dio.
María recordó vagamente algo así.
—¿Estás en la ciudad? —Sabía que era una pregunta tonta. Si llamaba, era porque quería verse—. Se decía que te habías ido a Estados Unidos… —añadió.
Una risa seca resonó en el auricular, seguida de un gemido.
—¿Qué te pasa? ¿Dónde estás? —María se incorporó, preocupada.
—En el hospital. Por eso he llamado. ¿Puedes venir? Quiero decirte algo. No, no traigas nada, no es necesario.
—¿En el hospital? ¿Estás enferma? —María se despertó del todo.
—Me cuesta hablar. Te mando la dirección por mensaje.
—Pero ¿qué…? —No terminó la frase. La llamada se cortó.
Un minuto después, llegó el mensaje con el nombre del hospital. «Dios mío, ¿Lola tendrá cáncer?» María releyó el mensaje, aturdida.
Miró el reloj: las cinco y media. Para cuando llegara, la hora de visita habría terminado. Fue a la cocina, sacó un pollo del congelador para hacer caldo. Lola había dicho que no llevara nada, pero ¿qué clase de persona iba al hospital con las manos vacías? El caldo casero no era comida, era medicina. Mientras el pollo se descongelaba, se sentó a la mesa. Su hija tenía veintiocho años, así que hacía al menos ese tiempo que no veía a Lola.
Con la edad, cualquier noticia, incluso las buenas, María las recibía con cautela. Aquella llamada le había dejado un nudo en el estómago. Y, como si fuera poco, Fernando no estaba en casa. Quizá era mejor así. Mañana haría el caldo, iría a ver a Lola y lo descubriría todo. Pero, por más que lo intentaba, no podía calmarse.
Lola había sido criada por su abuela paterna desde los diez años. No conocía el cariño y pasaba las tardes en casa de María haciendo los deberes juntas. La abuela destilaba aguardiente clandestinamente y abastecía a medio barrio de borrachos. Sus padres, como era de esperar, también bebían. Las vecinas amenazaban con quemar el alambique de la abuela. Tal vez alguien lo hizo, o quizá, como dijo la policía, su padre se durmió con un cigarrillo encendido, pero los padres de Lola no lograron salir de la casa en llamas. La abuela estaba en no sé dónde, y Lola, como siempre, estaba en casa de María. Ellas se salvaron.
Después del incendio, a la abuela y a Lola las alojaron en una residencia pública. Sin cocina común, no podía seguir destilando. La abuela se volvió amarga, contando cada céntimo y regañando a la nieta por cada trozo de pan que se comía. Lola siguió comiendo en casa de María.
La abuela odiaba a la madre de Lola, la llamaba bruja, decía que había hechizado a su hijo, que por su culpa se había perdido, que por ella maldita había caído en la bebida. No mencionaba que en casa hubiera aguardiente gratis. La madre de Lola era una belleza. Pocos hombres pasaban a su lado sin volverse a mirarla. Su padre la celaba tanto que hasta la pegaba.
Lola creció pareciéndose cada vez más a su madre: alta, esbelta, con una melena rizada y pelirroja, ojos negros y labios carnosos. Las pecas que le salpicaban el rostro no la afeaban, sino que le daban un toque dorado.
Nada más terminar el instituto, Lola huyó de casa con un chico de fuera. «Una descarriada, como su madre», suspiraba la abuela.
A la madre de María no le gustaba su amistad con Lola, aunque sentía lástima por la pobre chica. Cuando Lola se marchó, incluso respiró aliviada. Siempre tuvo miedo de que arrastrara a María por mal camino. ¿Qué las unía? Ni la propia María lo sabía, aunque con Lola siempre se reía.
María terminó un ciclo formativo, empezó a trabajar, conoció a Fernando y se casó con él. Al año nació su hija. De Lola solo oía rumores.
Su madre trabajaba y no podía ayudarla, y por las tardes, cuando Fernando estaba en casa, le daba vergüenza ir. Así que María se las arreglaba sola, cayéndose de cansancio.
Lo único que deseaba entonces era dormir. Bastaba con cerrar los ojos mientras amamantaba a la niña para que se durmiera. Se despertaba sobresaltada, temiendo haberla solpado o que se hubiera asfixiado bajo el peso de sus pechos. La niña, una vez saciada, dormía plácidamente en sus brazos. María la acostaba en la cuna y se ponía a sacarse leche, cocinar o lavar los pañales, obligándose a mantenerse despierta.
Fue en esos días difíciles cuando Lola reapareció. Se parecía más que nunca a su madre, incluso más bonita, si eso era posible.
—Vaya pintas, amiga. Siempre supe que el matrimonio y la maternidad no sentaban bien a las mujeres. Nunca tendré hijos —dijo Lola, sin saludar ni preámbulos, al ver a María.
—No digas eso —respondió María con una sonrisa cansada.
Lola le contó entonces que había tenido varios abortos y que ya no podría ser madre. Pero los instintos maternales estaban ahí. A Lola le encantaba cuidar de la niña, pasear con ella mientras María cocinaba o, simplemente, dormía.
Pronto Lola dejó al chico con el que se había escapado, después del primer aborto. El siguiente hombre era mucho mayor. Le alquiló un piso en el centro de Madrid y la visitaba dos veces por semana.
—Vivía como una reina —susurraba Lola, recordando esos días.
—¿Por qué «como»? —preguntaba María. Le aburrían las historias de los hombres de su amiga, pero por educación seguía la conversación.
—Viejo y asqueroso —ponía cara de asco—. Pero no era tacaño, me daba dinero, joyas, abrigos de piel…
—¿Y su familia?
—¿Qué tiene que ver? —se encogía de hombros.
Cuando el hombre descubrió que Lola veía a otros, la echó del piso. Luego vinieron más, hasta un extranjero. De ahí salió el rumor de que se había ido a América, aunque en realidad era noruego.
—Pero, ¿a ti qué te pasó para acabar así, convertida en una fábrica de leche? ¿Y a esto leMaría suspiró, miró por última vez la tumba de Lola y, con el corazón más ligero, siguió su camino hacia casa, donde la esperaba la vida que tanto había envidiado su amiga.