Mi hijo y yo tenemos la capacidad de ver a los difuntos. Con los años, nos han sucedido incontables experiencias sobrenaturales. He contemplado ángeles, también demonios, y en más de una ocasión, la Santa Muerte se me ha manifestado en sueños. Aunque nunca he sido devota suya, ni lo seré.
Mi pequeño también percibe espíritus. A menudo, al despertar, relata con gran detalle cómo durante el sueño visita el cielo y se encuentra con Dios y Jesús, como si realmente hubiera estado allí. Hemos presenciado tantas cosas que, al final, la gente ya no nos cree. Piensan que exageramos o inventamos historias. Pero no es así. Da igual si estamos en una casa o en la calle: siempre escuchamos o vemos algo.
Podría decirse que tenemos un don de clarividencia, aunque yo no lo acepto. No deseo esta facultad. Una vez, una mujer con pinta de hechicera me habló sobre ello. Me dijo que mi don era poderoso y que, si quería, podía desarrollarlo aún más. Pero no quiero. Me aterra. Quizá mi hijo sí lo asuma algún día. Él no les teme. Cuando percibe presencias, les habla, incluso las sigue.
Yo no. Yo solo les suplico que no puedo ayudarlas, que me dejen en paz. Y entonces se quedan… ahí, plantadas frente a mi habitación, mirándome en plena noche. A veces se demoran días. Otras, se esfuman en minutos. Pero siempre regresan.
Y yo solo anhelo dormir en paz.