¡Espérame, amiga!

**¡Espérame, Adelina Romero!**

Sonó el timbre y los pasillos del colegio se fueron vaciando poco a poco. Los profesores se dirigían a sus aulas, apurando a los alumnos rezagados.

Fuera, las hojas nuevas susurraban bajo el sol primaveral, invitando a todo el mundo a salir. Adelina Romero se detuvo frente a la puerta del aula. Como sus alumnos, deseaba dejarlo todo y perderse por las calles de Madrid bajo ese cielo radiante. Suspiró y entró. El 2ºB se levantó con estrépito.

—Buenos días. Sentaos, por favor —dijo mientras se acercaba al escritorio.

—¿Quién falta hoy? —preguntó, recorriendo la clase con una mirada rápida.

La empollona Lucía Herrera se levantó y, en un inglés fluido, anunció que Laura Fernández estaba enferma y que faltaba también Andrés Molina. Siempre era la primera en responder, con ese inglés impecable que tanto la destacaba. Por la clase corrió un murmullo.

—Javi, ¿qué le pasa a Andrés? —preguntó Adelina, volviendo al castellano.

Javi Torres era su vecino.

Todos en el instituto sabían que el padre de Andrés había salido de la cárcel el año pasado, que no trabajaba, bebía y maltrataba a su mujer sin piedad. A Andrés también le caían golpes cuando intentaba defenderla. A menudo llegaba a clase con moratones, cambiándose en el último momento antes de gimnasia para que nadie viera las marcas. Pero todos lo sabían. Javi lo contaba.

Adelina sentía simpatía —y pena— por Andrés. Era un chico guapo, maduro para su edad. En las familias difíciles, los niños crecen antes. Aprendía rápido, sacaba buenas notas… menos en inglés. Pero se esforzaba.

Tras la universidad, Adelina había vuelto a su antiguo instituto como profesora de inglés. No quiso dejar sola a su madre, por eso no se mudó a Barcelona, ni buscó trabajo en un colegio privado como muchos de sus excompañeros.

Los cursos superiores los llevaba una profesora más experimentada. A ella le tocaron los primeros años. Al principio, claro, le hicieron la vida imposible, pero luego se acostumbraron y hasta le cogieron cariño. Vestía con formalidad, pero bajo esa seriedad impostada asomaban una sonrisa cálida y unos ojos llenos de chispa.

Las chicas copiaban sus gestos, los chicos escondían sus enamoramientos detrás de broncas. Este año, Adelina era la tutora del 2ºB.

—Señorita Romero —suspiró Javi—, ayer su padre se emborrachó otra vez y le pegó a su madre. Se oían los gritos en todo el edificio. Por la noche, una ambulancia se la llevó al hospital. Andrés llamó cuando su padre se durmió. Y ya avisaron a la policía. Se llevaron al padre… y a Andrés también, hasta que encuentren a algún familiar.

—¿Cómo? —Adelina se llevó una mano a la boca y miró de nuevo a la clase. Los alumnos, en silencio, esperaban alguna explicación. ¿Qué podía decirles?

—Vale, después de clase iré a comisaría a enterarme de todo.

Un murmullo de alivio recorrió el aula.

En la mente de Adelina flotaba el rostro de Andrés, de trece años, con esa mirada penetrante que tantas veces la había hecho ruborizarse durante las clases.

—Bueno, empecemos —dijo, fingiendo un tono animado.

En el recreo, Adelina fue a ver al director.

—Don Manuel, lo de Andrés Molina…

—Ya lo sé, Adelina. Me ha llamado la policía. Buscan a sus familiares. Si no aparecen, irá a un centro de menores. Al padre le caerá condena, y la madre… Bueno, ojalá se recupere. Ya sabes, los centros tampoco son un picnic. Quién sabe qué es peor, un padre bestia o adolescentes resentidos.

—Quiero ir a verlo, apoyarlo.

—Como tutora, tienes derecho. Inténtalo. Pero no te metas en líos. En mis años he visto de todo. —Bajó la vista, dando por terminada la conversación.

Le permitieron ver a Andrés. Se encontraron en una habitación de paredes verdes chillones y muebles incómodos.

—¿Cómo está mi madre? —preguntó él al instante.

Adelina se sintió torpe. No había pensado en preguntar por ella.

—Está en la UCI. No dejan visitas. Pero no te preocupes, estará bien —dijo, intentando sonar convincente.

—¿Encerrarán a mi padre? Ojalá lo encierren —masculló Andrés con rabia, ajustándose la manga de la sudadera para ocultar moretones.

—¿Tienes familia? Tíos, abuelos… —preguntó Adelina, con dulzura.

—No lo sé. Y si la tengo, no creo que les importe. Gracias por venir, señorita —su mirada la erizó—. ¿Puedo escribirle?

—Claro —respondió tras una pausa—. No sé si tendrás internet allí… Te dejo mi dirección y teléfono. —Le entregó un papel doblado.

—Gracias. Es usted muy buena. Me gusta. Mucho. Sé que soy pequeño para usted, pero creceré y volveré. Espéreme.

Adelina sintió ternura y dolor a la vez. Quiso abrazarlo, acariciarle esos rizos rebeldes, calmarle. Pero se contuvo. Podría malinterpretar su gesto maternal.

Una agente asomó por la puerta.

—Disculpe, ha llegado la comida…

Adelina entendió que era hora de irse.

—Ánimo. Llámame o escríbeme si necesitas algo —dijo ya en la puerta.

—¡Señorita Romero! —su voz adolescente se quebró—. Espéreme.

Asintió y salió.

Las lágrimas asomaban en sus ojos. “Tratado como un delincuente. ¿Qué será de él?”

Dos días después, el director la paró en el pasillo.

—Adelina, pásate por mi despacho.

Por cómo la llamó, supo que era mala noticia.

—La madre de Andrés ha muerto. Ya la han enterrado. La psicóloga no le dejó despedirse. Pero hay algo bueno: ha venido su abuela, la madre del padre. Se lo lleva a Toledo. Ya le hemos dado los papeles.

Así que todo ha salido mejor de lo que temíamos. Ojalá el chico esté bien. —Hizo una pausa—. Eres joven, guapa, los alumnos te adoran… Ya sabes a qué me refiero, ¿no?

—No —respondió con desafío, aunque sospechaba que alguien había hablado de las miradas de Andrés.

—Los alumnos se enamoran de los profes, más si la diferencia de edad es poca. Andrés buscaba cariño, el que no tuvo en casa.

—No se preocupe, lo entiendo —contestó fríamente.

—Me alegro. Puedes irte.

Salió del despacho roja como un tomate. Andrés era un chico listo, con mala suerte en familia. Y era bueno que supiera querer. Con el tiempo, lo superaría.

Al día siguiente, les explicó a los alumnos que Andrés se iba con su abuela a Toledo, que estaría bien, que prometía escribir.

La primera carta llegó tres semanas después, breve, con letra torpe.

Decía que todo iba bien, que el colegio estaba cerca, aunque él aún no iba. Que Toledo le gustaba, que la abuela era seria pero no le pegaba. Que echaba de menos la clase… Y al final, una advertencia: “Volveré”.

Adelina respondió al instante. Le habló de los compañeros, del final de curso, le recomendó libros…

El tono era distante. Mejor así, pensó.

Un año después, conoció a un chico. A los seis meses, se casóCon el tiempo, las cartas de Andrés dejaron de llegar, pero su promesa de volver, como la primavera, floreció años después en un encuentro casual frente a aquel café donde todo había cambiado.

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¡Espérame, amiga!