La búsqueda de la felicidad

**Diario de un hombre que casi lo pierde todo**

Dicen que esperar la felicidad es mejor que la felicidad misma. Porque mientras la esperas, la imaginas, la vistes con ilusión, ya estás feliz. Pero el momento de tenerla es tan breve. No da tiempo a saborearla, a disfrutarla, y ya deja de ser algo especial para convertirse en rutina. Y vuelves a esperar…

Marcos Fernández lo tenía todo: un piso en Madrid, un Audi en el garaje, un trabajo estable con un sueldo más que decente, una mujer guapa, por cierto, con la que llevaba desde el instituto. Un amor de juventud que se convirtió en familia contra viento y marea.

Y además tenía a su hija, Lucita, de cuatro años. Su mujer, Raquel, se quedaba en casa cuidando de ella. Lucita, su sol, su alegría, su razón de ser… La adoraba.

¿Qué más podía pedir? Solo vivir y ser feliz. Pero así es el ser humano: cuando lo tiene todo, quiere más.

Con Raquel, la convivencia era cómoda. Se entendían sin palabras, con una mirada, incluso con el silencio. La pasión de los primeros años se había calmado, dando paso a una relación tranquila, predecible.

Por las mañanas, Marcos tomaba su taza de café fuerte, que le esperaba en la mesa después de la ducha, se ponía una camisa recién planchada con aroma a limpio, daba un beso en la mejilla a Raquel y salía hacia el trabajo en su Audi.

Las noches terminaban con una cena casera. Los fines de semana, iban a la casa de campo de sus padres a hacer una barbacoa o, en invierno, se escapaban a Sierra Nevada a esquiar. No, Marcos no se quejaba. Pocos tenían una vida tan resuelta como la suya.

Y sin embargo…

Un día llegó una nueva empleada a la oficina, joven, fresca, con unos ojos negros, algo almendrados y asustadizos como los de una gacela. Se llamaba Lucía. Lucía Mendoza. “Lucía”. No era un nombre, era una melodía. Quizá esos ojos, quizá la musicalidad de su nombre, o tal vez solo la sed de algo nuevo, pero Marcos no pudo evitar quedar prendado. De repente, supo que ella era lo que había estado esperando. Su corazón la reconoció y latió con fuerza, anticipando la felicidad.

Empezó a cruzarse con ella en el pasillo, en la máquina de café, en el bar de al lado a la hora de comer. No eran casualidades: Lucía también buscaba esos encuentros. Y Marcos decidió ayudar.

Una mañana, al llegar a la oficina, esperó en el coche hasta verla caminar ligera hacia el edificio. Bajó y “casualmente” coincidieron en la entrada. Le abrió la puerta, dejándola pasar primero.

En el ascensor, la miraba de reojo. A veces, incluso captaba miradas rápidas, curiosas, de ella. Pero hablar era difícil. La oficina estaba llena de gente, y el ascensor nunca iba vacío.

Hasta que un día subieron solos al octavo piso. Marcos le preguntó si le gustaba el trabajo, habló del tiempo, de los planes para el fin de semana. Ella le respondía, sonriendo, con una mirada algo burlona.

Así pasó el otoño, llegó el invierno. Antes de Navidad, hubo una fiesta de empresa. Marcos depositó en ella todas sus esperanzas. Podría llegar tarde a casa, incluso de madrugada, sin que Raquel sospechara nada.

No la perdió de vista en toda la noche. Cuando empezó la música, fue el primero en invitarla a bailar, adelantándose a los demás. Al estrecharla, su corazón latió tan fuerte como cuando, en el instituto, bailó por primera vez con Raquel, su entonces futura esposa. Lucía lo miró con esos ojos de gacela, prometiéndole todo en un instante.

Calientes por el baile y el vino, salieron al pasillo a tomar aire. Marcos le propuso huir. Y ella aceptó sin dudar. Se abrigaron, salieron a la calle riendo, mirando atrás por si alguien los seguía.

El vigilante, abandonado en su puesto, los vio marcharse con envidia. Nadie lo había invitado a la fiesta. Nadie le había llevado una botella de cava o una caja de turrones para hacerle el turno más llevadero. Se resignó y volvió a su crucigrama.

Marcos y Lucía caminaban por Madrid, charlando de todo. Él evitaba mencionar a su familia; ella fingía no saber nada, como si no le importara.

Con Lucía era fácil, divertido. “Qué suerte, qué suerte…”, martilleaba su corazón al ritmo de sus pasos en la nieve pisada.

Marcos ya estaba cansado y se arrepentía de haber dejado el coche en la oficina. Pero Lucía no decía: “Ahí vivo”.

—Dime, Luci… ¿vives en las afueras? —preguntó al fin.

—Vivo en Carabanchel, en una de esas urbanizaciones nuevas —rió ella—. Yo también estoy agotada. ¿Pedimos un taxi?

Delante de su portal, Marcos tardaba en despedirse. El alcohol ya se había esfumado, y la conciencia le susurró que aún llegaría a tiempo para leerle un cuento a Lucita. Pero entonces Lucía, astuta, lo invitó a tomar un café. “Solo un momento, descansamos y luego te vas”, le dijo. Y Marcos despidió al taxi, prometiéndose a sí mismo que en quince minutos se iría.

El café nunca llegó. Nada más entrar en el piso del treceavo piso, se abrazaron y despertaron dos horas después, en la cama de Lucía.

Al levantarse y acercarse a la ventana, solo vio oscuridad. Ni luna, ni estrellas, ni luces en los edificios. Nada. Le faltó el aire. Lucía se acercó, y por un momento, sintieron que flotaban sobre la ciudad, solos en el universo. Fue una felicidad indescriptible. Justo lo que había anhelado todos esos meses.

No quería irse, pero era mejor no dar motivos a Raquel desde el primer día. Se duchó, se vistió y se despidió de Lucía con promesas de volver pronto, de que no podía vivir sin ella. Llamó a un taxi y regresó al coche. La fiesta había terminado hacía horas; el edificio estaba a oscuras. Se subió al Audi y se fue a casa.

Entró al piso a las dos y media de la madrugada. La luz de la farola iluminaba la habitación. Raquel estaba en la cama, con los ojos cerrados, pero él sabía que no dormía. Fingió creerlo. Así que se desvistió en silencio y se metió en la cama sin rozarla.

Pensó que no dormiría, pero se durmió al instante. Nunca habían discutido, nunca alzaban la voz. Las paredes eran finas, y no querían que los vecinos supieran de sus problemas. Hasta creía que, si le confesaba la infidelidad, Raquel ni siquiera gritaría.

Cuando los compañeros iban a cenar a su casa, siempre alababan a su mujer. En la oficina lo envidiaban. Marcos había visto cómo llegaban otros después de peleas conyugales. Raquel no lo humillaba, no le controlaba las copas. Él no bebía demasiado. Para el mundo, eran la familia perfecta. Hasta que llegó Lucía.

Por la mañana, se levantó rejuvenecido, feliz. Hasta tarareaba en la ducha. Raquel, como siempre, le preparó el café y le ofreció la mejilla para el beso de rutina.

Desde entonces, seguía viendo a Lucía en su piso. En Carabanchel, las posibilidades de encontrarse a alguien conocido eran nulas. Solo vivían allí familias humildes o chicas jóvenes como ella.

A veces, la culpa lo corroía. No estaba bien vivir una doble vida. Si al menos Raquel fuera insoportable, pero… ¿para qué arriesgarlo todo? En esos momentos, sopesaba pros y contras. En una balanzaMarcos abrió los ojos una mañana, miró a Raquel dormir tranquila junto a él y supo que, después de tanto buscar fuera, la felicidad siempre había estado allí, en la sencillez de su hogar.

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