Espejismo

**El Espejismo**

Durante la cena, el padre lanzaba miradas de desaprobación a su hijo. Adrián sospechó que su madre le había contado sus planes de estudiar en la Universidad Complutense de Madrid al terminar el instituto.

El padre apartó bruscamente su plato vacío y lo miró fijamente. “Ahora va a empezar”, pensó Adrián. Deseó hundirse en el suelo o volverse invisible. Bajo la mirada furiosa de su padre, los espaguetis se le atragantaban en la garganta, incapaz de tragarlos o escupirlos.

Su madre lo salvó. Distrajo al padre, le acercó una taza de té y un plato con magdalenas y polvorones.

—Gracias, mamá, ya estoy lleno. Tomaré el té más tarde —dijo Adrián, levantándose de la mesa.

—¡Siéntate! —le gritó el padre.
Adrián sabía que no convenía discutir con él, así que obedeció.

—Tengo que hacer los deberes… —comenzó a decir.

—Ya tendrás tiempo. Tu madre me dijo que quieres irte a Madrid. ¿Qué te falta aquí? Te criamos pensando que nos ayudarías en la vejez, y ahora quieres escaparte.

—No me escapo… —murmuró.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué tiene Madrid que no tengamos aquí?

—Hay más oportunidades para hacer carrera. Quiero ser arquitecto, y aquí no hay esa especialidad —respondió Adrián, alzando la voz.

—Paco, déjalo ir, sus profesores lo elogian —intervino la madre, calmante, posando una mano en el hombro de su marido.

—No tenemos dinero para pagar tus estudios. Allá todo es caro, aquí es gratis. ¿No lo ves? —se exasperó el padre.

—Entraré en la pública —replicó Adrián con terquedad—. Me iré igual.

—Paco, cálmate, no se va mañana, todavía faltan los exámenes. Ve, hijo, haz tus tareas —la madre le indicó con la mirada hacia la puerta. Adrián no necesitó que se lo repitieran y salió rápidamente de la cocina.

—¡Basta de consentirlo! Lo criamos para que nos dejara solos. ¿Quién nos dará un vaso de agua en la vejez?…
Adrián se quedó quieto junto a la puerta de su habitación, escuchando, la mano en el pomo.

—Tranquilo. Es pronto para hablar de la vejez. Madrid está cerca, solo dos horas y media en cercanías, vendrá a visitarnos…

El padre refunfuñó algo ininteligible.

—Tómate el té, que se enfría. ¿Quieres azúcar? —preguntó la madre.

—Por favor, no soy un niño… Yo mismo… —respondió él, irritado.

Parecía que la tormenta había pasado. Adrián se encerró en su habitación. Su corazón cantaba de alegría. Era finales de marzo, quedaban dos meses de clases y exámenes, pero eso no importaba. Lo importante era que iría a Madrid, le esperaba una vida interesante, cientos de oportunidades. Él lo lograría todo…

Después de la fiesta de graduación, Adrián y su madre viajaron a la capital para entregar los documentos. La prima de su madre, una mujer poco agraciada y solitaria, los recibió con frialdad. Se quejó de que todos querían mudarse a Madrid, como si la ciudad no tuviera límites…

—Bueno, que se quede. Así tendré compañía. Pero tengo la presión alta, duermo mal. Nada de llegar tarde ni traer gente. Prepararé el desayuno y compartiré la cena, pero al mediodía te las arreglarás solo —explicó la prima con severidad.
La madre solo asentía.

—¿Cuánto quieres por el alquiler? —preguntó con cautela, esperando que su prima se negara o se ofendiera. ¿Dinero entre familiares? Pero no fue el caso.

—Ya sabes, esto es Madrid, no vuestro pueblo… —la prima torció los labios con desdén—. La vida aquí es cara. Así que, no te ofendas… —y mencionó una suma astronómica para sus modestos ahorros.

La madre dio un respingo y miró a su hijo.

—Mamá, mejor me quedo en la residencia…

—No digas tonterías, hijo. ¿Cómo vas a estudiar así? Tu padre y yo te enviaremos dinero, no te preocupes. Lo importante es que te apliques.

—Mira cómo habla. Hace poco que vive en Madrid y ya se cree alguien. Hijo, no le hables a tu padre del dinero. Yo me encargaré —suspiró su madre en el tren de vuelta.

Adrián aprobó el examen de ingreso. Llegó a Madrid unos días antes de empezar las clases para instalarse. El trayecto desde las afueras hasta la universidad, con transbordos, era largo e incómodo. ¡Pero era Madrid!

Salía temprano de casa y paseaba hasta el anochecer. En la Casa de Campo, le dejó sin aliento la vista de la ciudad. Un grupo de turistas se detuvo cerca, y una guía joven y simpática comenzó a explicarles algo.

Adrián se acercó para escuchar mejor. La guía lo notó, pero no dijo nada. Cuando el grupo se fue, ella se quedó revisando su teléfono.

—Cuenta muy bien las cosas —dijo Adrián.
Ella sonrió y le preguntó de dónde venía.

—¿Se nota tanto? —se desanimó él.

—A los forasteros se les ve en los ojos, entre asombrados y perdidos.

Adrián le contó que acababa de llegar para estudiar, pero vivía en las afueras, lejos del centro. Sentía que no había salido de su pueblo. Hablaron tanto que ni se dieron cuenta de cuándo abandonaron la Casa de Campo.

—Vivo por aquí —dijo de pronto su compañera—. ¿Cansado del cambio? Vamos a mi casa, te daré algo de té. Luego tengo que recoger a mi hija del colegio —se rió al ver su cara de sorpresa.

Se llamaba Diana. Era casi el doble de su edad. Le dio sopa y té. Adrián se sintió cómodo, sin ganas de irse.

—¿Puedo volver a verte? —preguntó al despedirse.
Diana lo miró con atención, sin burla ni condescendencia.

—Claro —respondió sencillamente.

Adrián aguantó un día; al tercero, fue. Se quedó frente a su casa, indeciso. De pronto la vio a ella con su hija. Intentó excusarse, pero Diana lo entendió todo. Mientras Adrián jugaba con Lúa, Diana preparó la cena. Comieron juntos, y la niña no quería que se fuera, pidió que la acostara y le leyera un cuento.

Y luego… Ya era tarde para regresar a casa de su prima.

—Quédate —dijo Diana.

Se quedó. A sus padres les dijo que alquilaba un piso con un compañero, pagado por su padre, porque el trayecto desde su prima era demasiado largo. Su madre siguió enviándole dinero a escondidas.

En vacaciones, volvía a su pueblo, pero contaba los días para regresar a Madrid, con Diana. Su ciudad natal ahora le parecía pequeña y aburrida.

Adrián recogía a Lúa del colegio, jugaba con ella. Los fines de semana paseaban por la ciudad, iban al cine. Le avergonzaba vivir a costa de Diana, así que, tras el primer año, se cambió a nocturno y empezó a trabajar. Y así, de una noche, se quedó con Diana varios años.

Al final del tercer curso, conoció a Lorena, una chica guapa y vivaracha. Empezó a llegar tarde, diciendo que tenía mucho trabajo. Diana asentía tristemente y le calentaba la cena. Por la noche, él se daba la espalda, fingiendo cansancio, pero soñaba con Lorena.

—¿Tienes a alguien? —preguntó Diana un día”Cuando años después, ya viejo y solo, Adrián paseaba por el Retiro bajo la lluvia, comprendió que todo lo que había buscado en otras mujeres no era más que un espejismo, y que el verdadero amor lo había dejado marchar dos veces.”

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