Mi madre sí me dio crédito.
Ocurrió durante la Semana Santa del año pasado, una noche de Jueves Santo, cerca de las diez. Caminaba por una calle apenas iluminada por una sola farola, el resto sumido en tinieblas. A lo lejos, distinguí una figura enorme, sin forma humana. No caminaba, sino que parecía deslizarse hacia mí, silenciosa, sin alterarse.
Cuanto más avanzaba, más cerca la percibía, hasta que, en un instante, se esfumó. Como si nunca hubiera estado ahí. Me quedé paralizado, sin asimilar lo que había presenciado. Para colmo, a escasos metros se alzaba el cementerio del pueblo.
Desde aquel día, siempre que cruzo por esa calle, evito mirar hacia el fondo. No vaya a ser que regrese. A veces, el miedo nos enseña que hay cosas que, aunque no las entendamos, es mejor respetar su misterio.