Hoy escribo en mi diario con el corazón aún tembloroso, como si el destino hubiera tejido esta historia en secreto. Cada día, Lucía volvía a casa esperando, contra toda lógica, que Adrián apareciera. Sabía que él había dejado las llaves al marcharse, pero seguía imaginando sus zapatillas deportivas junto a la puerta. La ilusión, como siempre, se desvaneció en el aire.
Llevaban dos años juntos. Él fue el bálsamo tras la muerte de su madre. ¿Y por qué tuvo que iniciar aquella conversación? Nunca hubo pasión entre ellos, solo comodidad. Pero Adrián nunca habló de matrimonio, de futuro.
—¿Qué será de nosotros? —preguntó Lucía una tarde.
—¿Te refieres al papel, al sello en el documento? ¿Qué cambiaría eso?
—Para una mujer, es importante. Si no lo es para ti, quizá deberíamos terminar —dijo, mitad en broma, para asustarlo, para empujarlo.
—Pues terminemos —respondió él, abruptamente, y se fue.
Siete días sola. Siete días esperando. ¿Llamarlo? ¿Suplicarle que volviera? Pero si un hombre se va tan fácil, es que nunca amó.
Adrián llegó cuando más lo necesitaba. Dos años atrás, el conductor de una furgoneta sufrió un infarto, perdió el control y embistió una parada de autobús. Su madre y otra mujer murieron al instante. El conductor falleció en el hospital al enterarse. Un infarto masivo.
Las noticias hablaron del suceso durante días. Tras el entierro, Lucía caminaba como sonámbula. Casi la atropella Adrián. Frenó a tiempo, le gritó, pero al ver su rostro, se calló. La llevó a casa y se quedó.
Él era tres años menor. La diferencia no era mucha, pero Lucía sentía que los separaba una década. Vivía al día, evitaba hablar de hijos. «¿Hijos? Ya habrá tiempo. Lucía, ¿acaso no estamos bien así?», se reía él.
Pero ella quería una familia, elegir cochecitos y bodys. A él le irritaba el tema.
En casa, dejaba el móvil en el bolso para no mirarlo cada minuto. Por las mañanas, revisaba los mensajes con el corazón en vilo. Adrián no escribía.
Otra noche vacía. En la tele, una película que no veía. Tan ensimismada estaba que casi no escucha el tono de llamada. Rebusco entre monedero, peine y mil chismes femeninos. No era Adrián. Contestó, imaginando que su batería se había agotado o que había tenido un accidente…
—¿Lucía? —una voz femenina, madura.
De pronto, todo le dio igual.
—Soy la vecina de tu tía Carmen. Murió esta mañana.
¿Qué tía Carmen? ¿Qué vecina? Pero entonces recordó: una mujer menuda y redonda, como una magdalena, que se tapaba la boca al reír. Le faltaban dientes —su marido se los arrancó a golpes en una borrachera—. Olía a horno de leña y a pasteles.
Lucía esperaba cada verano para visitarla, hasta que su madre dijo que no volverían. No recordaba por qué. Luego, olvidó a la tía Carmen.
—¿Me oyes? —insistió la voz.
—Sí. ¿Cómo murió?
—El médico dijo que fue un trombo. El hospital del pueblo no es como los de la ciudad. ¿Vendrás?
—¿Cuándo es el entierro? —preguntó, sin intención de ir.
—Pasado mañana, al tercer día, como manda la tradición. Si no puedes, lo retrasamos…
—No, iré. ¿Cómo llego? Hace tanto que no voy…
—Claro. El pueblo es Valdeflores. En autobús son dos horas; en coche, menos.
—Iré en autobús —dijo, recordando que ya no tenía el coche de Adrián.
—Compra billete hasta Las Cumbres, el autobús no llega hasta aquí. Hay que caminar. ¿Quieres que te espere?
—No hace falta.
—Ven. No tenía a nadie más…
*No iré. ¿Para qué? Casi no la recuerdo.* Abrió el armario. Vio el vestido negro que llevó en el entierro de su madre. *Ella sí habría ido.*
Metió en una bolsa una falda azul con flores blancas y una camiseta negra. Lo demás era demasiado colorido para un funeral.
Al día siguiente, pidió tres días libres sin sueldo.
—Si necesitas más, avísame —dijo su jefa, comprensiva.
Recogió lo necesario y fue a la estación. El autobús ya había partido; el siguiente salía en dos horas. Mató el tiempo en una cafetería, compró vino, galletas. No podía llegar con las manos vacías.
Durante el viaje, dudó de la utilidad de su viaje. Al bajar, el sol caía, pero el calor seguía aplastante. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo. Un coche se detuvo cerca. Un hombre joven bajó.
—¿Lucía?
—Sí. ¿Cómo…?
—¿No me recuerdas? Soy Javier.
En su memoria apareció un niño enclenque, siempre mocoso. Jamás hubiera imaginado que se convertiría en este hombre atractivo.
—Sube, te acerco. Todos te esperan.
—¿A mí?
—Sí. Tu tía ha muerto. Lo siento por tu madre. La vecina, tía Rosa, temía no encontrar familiares. Pero te localizó.
—¿Ella me llamó? ¿Cómo consiguió mi número?
—Quizá lo dejó tu madre cuando vino. Ah, llegamos.
Antes de bajarse, una mujer bajita y bondadosa la abrazó. Olía a leche fresca y a algo profundamente familiar.
—Pasa, esta es tu casa. Carmen no tenía más familia. Su marido murió. Tu madre, su hermana, también. Descansen en paz. No tuvieron hijos. Eres la única heredera.
—¿Y mi número?
—Tu madre lo dejó en su última visita. Llamé al suyo, pero estaba desconectado. No se hablaban desde hacía años, hasta que tu madre apareció… Creo que lo presentía.
—¿Por qué dejaron de hablarse?
—Por un hombre. El marido de Carmen, Antonio, amaba a tu madre. Pero ella se mudó a la ciudad. Él la siguió, pero ella lo rechazó. Volvió, se casó con Carmen y se entregó a la bebida. La maltrataba tanto que ella perdió varios embarazos.
Un verano, tu madre te llevó de visita. Carmen le pidió que te dejara con ella. Discutieron. Tu madre era orgullosa, y Carmen también. Dos meses después, te recogió y no volvieron. Antonio murió. Carmen se quedó sola. Te adoraba. Cuando tu madre vino antes de morir, hicieron las paces…
—No sabía que había venido —murmuró Lucía.
—Habría sus razones. Ayer encontré una nota con tu dirección y teléfono entre sus cosas. Por eso llamé. Se estaba preparando… —suspiró la vecina—. Dicen que las muertes vienen de tres en tres. Antonio partió hace cuatro años. Luego tu madre. Ahora Carmen. Tiene una olla de cocido en la nevera… La fuente está tres casas más allá… Mañana vendrán las vecinas a preparar el banquete… ¿Te quedarás mucho?
—Me iré tras el entierro.
—Descansa, es tu casa. Carmen quería dejártelo en herencia. Revisa los papeles.
La vecina se marchó. Lucía recorrió la casa sin reconocer nada. Vio fotos, revistas viejas. En una, garabatos infantiles. ¿Suyos? No hubo otros niños.
En el armario, la ropa limpia aún conservaba el olor a Carmen. En la nevera, encontró el cocido. No pudo probar bocado.
Se sentía una intrusa. *Al día siguiente, mientras el sol se alzaba sobre Valdeflores, Lucía entendió que algunas pérdidas traen consigo nuevos comienzos, y cerró la puerta de la casa con un susurro de gratitud hacia el pasado que la había guiado hasta Javier y un futuro que ahora le sonreía.