Ana entró en el piso, dejó las bolsas pesadas en el suelo y suspiró con fuerza.
—¿Hay alguien en casa? —gritó hacia la habitación—. Dos hombres en casa y yo cargando las bolsas —refunfuñó—. Todos quieren comer, pero cuando hay que ayudar, no hay nadie —añadió, hablando más alto para asegurarse de que la oían.
Se despojó del abrigo con ruido, resoplando y quejándose. Finalmente, su hijo apareció en el pasillo.
—Coge las bolsas y llévalas a la cocina. ¿Está tu padre?
David levantó las bolsas del suelo.
—Está viendo la tele —dijo por encima del hombro.
Podría haberse callado lo de la tele. Ana no había preguntado qué hacía su marido. Pero, ¿por qué iba a ser él el único en recibir el mal humor de su madre? Que le tocara también al padre.
—¿Por qué gritas? —apareció el padre en el pasillo.
—Nada. Estoy cansada —espetó Ana—. Ahora descanso cinco minutos y hago la cena. Todo yo. Ni siquiera se os ocurrió hacer unos macarrones. Se metió en las zapatillas y apagó la luz del recibidor.
—No lo dijiste. Lo habríamos hecho, ¿verdad, Davi? —el padre, consciente de que empezaba una discusión, intentó implicar a David.
De la cocina solo se oía el ruido de las bolsas y la nevera cerrándose. David prefirió mantenerse neutral. Era más seguro.
—Vaya, no los hicisteis —suspiró Ana—. Si tuviera una hija, ella sabría qué hacer. Pero vosotros no servís para nada —murmuró, pasando junto a su marido camino de la cocina.
—Ana, sé que estás cansada, pero ¿por qué descargarte con nosotros? No soy adivino, no sé si quieres macarrones o patatas. Si lo hubieras dicho, lo habríamos hecho. Yo también acabo de llegar del trabajo, estoy agotado. Y… —El padre hizo un gesto brusco con la mano y desapareció en la habitación.
—Por eso digo que hay que decíroslo todo. Claro, es más fácil tumbarse en el sofá —murmuró Ana, pero ya sin mala leche, más para sí misma.
No quería pelea. No tenía fuerzas. Solo necesitaba desahogarse.
—Gracias, hijo. Vete, haz los deberes. Yo me encargo.
David escapó corriendo al ordenador. Ana abrió la nevera, movió la cabeza y empezó a reorganizar los alimentos. Tras desahogarse, se calmó. Adoraba a su hijo y a su marido, solo que hoy había tenido un mal día. Cocinar no era cosa de hombres.
Después de cenar, guardó los macarrones que sobraron en un tupper y añadió una croqueta. Iba a poner otra, pero cambió de idea.
—¿Otra vez para los Martínez? Mira que la vas a malacostumbrar, luego te quejarás de que se te sube a la chepa —le reprochó su marido, vengándose por sus quejas anteriores.
—No para los Martínez, para Sonia. En su casa no tienen ni para comer. Su madre se lo gasta todo en alcohol. La pobre niña. La vi llevando a su madre borracha a casa. No se tenía en pie. Es lista, buena chica, pero no ha tenido suerte con sus padres —explicó Ana, cambiándose de zapatos.
El marido no contestó.
Ana bajó al tercer piso y llamó a la puerta desconchada que daba mala espina—un empujón y se abría. Pero, ¿para qué? En ese piso no había nada que robar, ni las cucarachas aguantaban el hambre.
—¿Quién es? —una vocecilla frágil salió desde dentro.
—Sonia, soy tía Ana. Ábreme, te he traído comida.
El pestillo sonó, la puerta se entreabrió y Ana vio el ojo curioso de Sonia, de nueve años.
—Toma, come. ¿Tu madre duerme?
La niña abrió un poco más la puerta, cogió el tupper y asintió.
—Bueno, me voy. Come algo, estás en los huesos —Ana la miró con compasión—. No le des nada a tu madre.
Sonia volvió a asentir y cerró la puerta.
«Ojalá tuviera una hija así», pensó Ana, subiendo las escaleras hacia su casa.
Entró en la habitación de su hijo. Este cerró rápidamente la tapa del portátil, pero Ana ya había visto que estaba jugando.
—Vale, no lo escondas. ¿Has hecho los deberes? —preguntó, acercándose al escritorio.
—Hace rato.
—Mañana, después del cole, invita a Sonia y dale de comer sopa. Su madre gasta todo en alcohol, solo comen pan, cuando lo hay. La pobre está siempre hambrienta, flaca como un palillo.
—Vale, mamá —David, de catorce años, accedió sin preguntar más.
—No juegues mucho, acuéstate pronto —dijo Ana desde la puerta.
—Vale. —David reanudó el juego, clavando la vista en la pantalla.
Al día siguiente, al pasar por la puerta de los Martínez, David pulsó el timbre.
—No está mi madre —contestó Sonia desde dentro.
—Oye, pequeña, mi madre me ha dicho que te lleve a casa.
—¿Para qué? —preguntó la niña tras una pausa.
—Venga, ya lo verás —dijo David.
La puerta se abrió lentamente. Sonia lo miraba con desconfianza.
—¿Vienes o no? Como quieras —dijo con fingida indiferencia y dio un paso hacia las escaleras.
—Ahora voy —gritó Sonia y desapareció. Volvió con el tupper vacío.
—Hay una olla con sopa en la nevera. ¿Sabes calentarla? —preguntó David, subiendo las escaleras e imitando el tono de su madre.
—No soy un bebé —se ofendió Sonia, siguiéndolo.
—Calienta dos platos. —David abrió la puerta de su casa—. Ve a la cocina, yo me cambio —ordenó antes de encerrarse en su cuarto.
Cuando entró en la cocina, ya humeaban dos platos de sopa, con cucharas y pan al lado.
—Bien. A ver quién termina antes. —David se sentó frente a Sonia, cogió la cuchara y empezó a comer rápido.
Sonia comía lento, mirándolo de reojo. Luego lavó los platos. David no le ofreció ayuda. ¿Para qué? Si había comido, que lavara.
—Ven, te enseño un juego en el ordenador —dijo cuando Sonia colgó el paño.
—Enséñame mejor cómo ganar dinero por Internet —respondió Sonia.
—Vaya, vas al grano —David soltó una carcajada—. ¿Tienes ordenador?
—¿De dónde?
—¿Entonces?
—Enséñamelo —insistió Sonia.
—Ni idea, la verdad. Le preguntaré a Javi. Él decía que sabía.
Desde entonces, casi todos los días, David pasaba a buscar a Sonia después del cole. Comían juntos y él le enseñaba informática. Sonia aprendía rápido, ruborizándose cuando David la elogiaba.
Una vez, abrió la madre, con Sonia asomándose tras ella.
—¿No serás muy joven para andar con chicos? —preguntó la madre con voz ronca, mirando a David.
—Le ayudo con los deberes —improvisó David.
Sonia miraba asustada de uno a otro.
—Vale, vete, pero no tardes —refunfuñó la madre, entrando tambaleándose en casa.
—No has cogido llave. ¿Cómo entrarás? Parece que hoy no está bebida —comentó David en las escaleras.
—Ahora se emborrachará —Sonia sacóCon el tiempo, Sonia terminó sus estudios, David consiguió un buen trabajo, y aunque Ana al principio seguía preocupada por los “genes malditos”, al final acabó aceptando que el amor de su hijo por Sonia era más fuerte que cualquier prejuicio, y juntos formaron una familia feliz.