**Diario de Iván**
El pasado no te suelta hasta que lo arreglas…
El café estaba a rebosar. Víctor había reservado mesa con antelación para celebrar su cumpleaños; si no, no habrían conseguido entrar. Llegaron cuando aún brillaba el sol, y ahora la oscuridad envolvía las calles. Los aires acondicionados funcionaban a todo trapo, la música sonaba baja pero constante. Las guirnaldas navideñas alrededor de las ventanas parpadeaban con luz azulada, dando al local un ambiente festivo. Solo faltaba el árbol.
—Víctor, ven a bailar conmigo—, murmuró su esposa, Victoria, apoyando la cabeza en su hombro. En el pequeño espacio junto a la barra, dos parejas ya movían sus cuerpos al ritmo de la música.
—Invita a Juan, yo me quedo aquí—, respondió Víctor, guiñándole un ojo a su amigo.
—Quiero bailar contigo. Solo un ratito—, insistió ella, sin ceder.
—De verdad, chicos, no os preocupéis por mí. Yo me voy. Mi madre ya me ha enviado mil mensajes. No quiero probar su paciencia. Víctor, feliz cumpleaños otra vez—, dijo Juan levantándose, estrechando la mano de su amigo y dirigiéndose hacia la salida.
—Nos quedamos un poco más, ¿vale? Aquí hace fresco—, escuchó Juan a sus espaldas la voz de Victoria.
La calle lo recibió con una humedad pegajosa, pese a ser ya tarde. Apenas había bebido, pero la cabeza le pesaba y las piernas le flaqueaban. Seguramente el calor. Notó el móvil vibrar en su bolsillo y, con dificultad, lo sacó.
—Juanito, ¿dónde estás? ¿Vas a llegar pronto? Estoy preocupada—, la voz de su madre sonaba angustiada.
—Mamá, ya voy, no te agobies.
—¿Cómo no voy a agobiarme? Son casi las once—, el reproche en su tono era evidente.
—Voy enseguida…—, cortó la llamada.
Caminó más rápido, respirando hondo para que se le pasara el mareo.
Le irritaba. Con veinticuatro años, un hombre adulto, y su madre llamándole como si siguiera siendo un crío. ¿Cómo iba a tener novia así? “Lo siento, cariño, mi madre dice que tengo que volver temprano”. Se enfadaba consigo mismo, pero en el fondo la entendía. Sabía por qué ella vivía con tanto miedo.
Hace trece años, su hermana Lucía había muerto. Y al día siguiente del entierro, su padre, de un infarto, incapaz de sobrellevar la pérdida. Y él, Juan, se sentía culpable de ambas muertes. Nada podía borrar ese peso.
—Solo tenías once años. ¿Qué podías hacer contra tres tipos? Además, ya era tarde. No fuiste cobarde, corriste a buscar ayuda—, le decía Víctor.
La lógica era clara, pero la culpa seguía ahí. Le impedía tener relaciones serias con mujeres. Sentía que todas sabían de su cobardía. Hasta Victoria. Él la conoció primero. Salieron un par de veces al cine, incluso se besaron en la oscuridad de la sala, fue ella quien le cogió la mano. Pero luego la presentó a Víctor.
—Victoria y Víctor… parece cosa del destino—, bromeó su amigo.
Poco después, Victoria le confesó que estaba enamorada de Víctor y que lo elegía a él. ¿Qué podía hacer? Medio año después se casaron, y Juan fue su padrino. Sintió un pellizco de pena. Victoria, con su vestido blanco, estaba deslumbrante.
—¿Cuándo vas a traer una novia a casa?—, preguntaba su madre.
—Cuando encuentre una como tú, me caso—, respondía él, bromeando.
Y no mentía. Su madre era elegante, bella incluso a sus cincuenta y dos años, a pesar del dolor y las canas prematuras. Lucía se parecía mucho a ella. Delgada como un junco, piel morena, ojos grises. A Juan le encantaba verla cepillar su larga melena. En casa siempre la recogía en una coleta o un moño; al salir, la soltaba y sacudía la cabeza, dejando que las hebras doradas cayeran como una cascada. Seguro que, con los años, se habría parecido aún más a su madre.
Su familia era unida. Su padre adoraba a su madre, estaba orgulloso de Lucía y feliz con su heredero. Ella acababa el instituto, incluso había aprobado ya un examen final. Quería estudiar Magisterio, pero la vida la arrancó brutalmente en una noche igual de cálida. Siempre tendría diecisiete años.
Las calles vacías traían recuerdos que quería olvidar. Pero la culpa no lo soltaba. No pasaba un día sin que pensara en su hermana, sin que se reprochara su cobardía.
Lucía era tranquila, delgaducha, casera. Se burlaba de él, le llamaba “enano”. Él presumía ante los amigos de tener una hermana tan guapa, como si fuera mérito suyo.
Si no hubiera huido aquella noche… Cuando su padre murió, pensó que debía arreglarlo todo. Si él moría, el castigo se cumpliría, limpiaría su culpa, y todo volvería a ser como antes. Con once años, le parecía la solución perfecta.
Su madre, a pesar de su dolor, notó su obsesión. Una noche entró en su habitación, la que antes compartía con Lucía, se sentó en su cama y le pidió que no la abandonara. Si él también se iba, ella no tendría razón para seguir viviendo.
A veces creía que su madre nunca se recuperó. Y por ella, pospuso sus planes.
***
Los árboles formaban un túnel sobre la acera. La luz de las farolas apenas se filtraba. Las calles eran una sucesión de claroscuros. Los pocos coches que pasaban iban rápido.
En tres meses celebraría su cumpleaños. No en un café. Su madre cocinaría. Los amigos de Juan y de Lucía siempre venían a su casa. Lucía. ¿Por qué volvía a pensar en ella?
***
Aquel día había sido igual de caluroso. Lucía se quedó a estudiar con una amiga.
—¿Dónde estará? Se le ha olvidado el móvil. Juan, ¿sabes dónde vive Elena? Ve a buscarla—, dijo su madre. —No, mejor vamos juntos—. Se levantó para cambiarse.
—¿Adónde vas? Ya es mayorcita, no la avergüences. Está cerca, Juanito irá—, gruñó su padre, pasando la página del periódico.
A Juan le encantó la idea. Nunca le dejaban salir de noche. Por primera vez, iba solo. Se sintió importante. Aunque, ¿qué importancia tenía con once años?
Corrió hasta el edificio de Elena. Su madre le dijo que Lucía había salido hacía rato.
En el camino de vuelta, escuchó un grito ahogado, ruidos entre los arbustos, golpes. Se detuvo. Algo malo pasaba allí. Su corazón latió con fuerza. Y supo, sin saber cómo, que era Lucía.
Avanzó hacia los murmullos. No había farolas. Solo algunas ventanas encendidas frente a ellos.
Se abrió paso entre los arbustos y se paralizó. Tres chicos forcejeaban con alguien. No vio a Lucía, pero supo que era ella. Uno de ellos, agachado, sintió su mirada y se volvió.
—Lárgate, enano—, escupió, acercándose con los ojos encendidos.
Juan retrocedió, tropezó y cayó hacia atrás, pero las ramas lo sostuvieron, arañándole los brazos, rompiéndole la camiseta mientras forcejeaba por salir.
Huyó. Más tarde se convenció de que no había visto a Lucía, de que esos hombres hacían otra cosa.
Llamó a la puerta de su casa. Su padre abrió.
—Allí…—Allí pasa algo—, balbuceó Juan, y su padre salió corriendo tras él mientras el eco de las sirenas empezaba a llenar la noche.