**«Hola, Martina»**
El teléfono vibra en la mesilla. Martina apenas ha llegado a casa después de un turno agotador en el hospital.
—Marti, ¿hola? ¿Qué haces? —la voz de Lucía, su amiga desde la infancia, suena alegre al otro lado.
—Acabo de llegar. ¿Pasa algo? Lo siento, estoy muerta, hoy ha sido un día infernal.
—Te llamo para recordarte que mañana es mi cumple. A las ocho en el restaurante «El Caballo Blanco». No acepto un no por respuesta. Hasta mañana. —Lucía cuelga antes de que Martina pueda protestar.
—¿Quién era? —su madre aparece en el umbral de la habitación, los brazos cruzados.
—Lo has oído todo —responde Martina, seca. Su madre frunce los labios, ofendida. —Lucía me ha invitado a su cumple —aclara, más suave.
—Mira que te dije que compraras ese vestido azul, ahora te habría venido bien —el reproche en su voz es evidente.
—Mamá, se me ha olvidado por completo. Ni siquiera tengo regalo. Y la verdad, no me apetece salir. Ya la felicitaré otro día.
—¿Otro día? Lucía es tu única amiga, y vas a hacerle esto. Así acabarás completamente sola. Mañana compraré yo el regalo, no te preocupes. Ve, distráete un poco, que solo piensas en trabajar. Pronto cumplirás treinta, y ni familia, ni hijos… ¿Qué digo? Ni siquiera has tenido una relación seria.
—¿Y eso qué tiene que ver? No son treinta, solo veintisiete.
—No ‘solo’, ya veintisiete. Lucía tiene montones de pretendientes. Quizá te presente a alguien —refunfuña su madre.
—Parece que quieres deshacerte de mí, como decía la abuela —Martina no oculta su irritación.
—¿Y qué tiene de malo? Las hijas de tus compañeras del instituto ya van a acabar el colegio…
—Por cierto, Lucía, con todos sus pretendientes, tampoco está casada —replica Martina con sorna.
—Ella se casará, no lo dudes. Pero tú…
—Ahí vamos —Martina pone los ojos en blanco. El eterno tema de su madre, doloroso e irresoluble.
—¿Vas a decirme también que te vas a morir y que no me has ‘colocado’? —ahora la ira le brota sin control.
—No pienso morirme aún, pero el tiempo pasa. Me gustaría disfrutar de mis nietos —insiste su madre, igual de enfadada.
—Dios, mamá, ¡solo tienes cincuenta y tres!
—Exacto. Pronto me jubilaré, y sin nietos. Así que mañana vas a esa fiesta. ¡Ay, las croquetas se queman! —su madre sale disparada hacia la cocina.
Al día siguiente, Martina entra en el restaurante con un regalo en la mano. Lleva el vestido azul, el que su madre tanto le insistió en comprar. El pelo, rizado y suelto, también por recomendación materna. Se siente incómoda, como si fuera una niña disfrazada de adulta. Ha llegado tarde gracias a la discusión con su madre.
El local está lleno. Entre las mesas, camareros jóvenes se deslizan con bandejas. El murmullo de las conversaciones la envuelve como el rumor del mar.
—¿Tiene reserva o viene a reunirse con alguien? —un maître impecable, con una sonrisa profesional, aparece a su lado.
—Sí, es el cumpleaños de una amiga… —contesta Martina, sintiéndose fuera de lugar. No está acostumbrada a restaurantes elegantes.
—Por aquí, por favor. —La guía hasta una mesa donde Lucía brilla, rodeada de dos hombres. A uno lo reconoce: Adrián Cortés, hijo de un conocido banquero. El otro parece más sencillo, algo perdido. *Claro. Lucía lo ha invitado para mí.*
—¡Por fin, Marti! Ya hemos pedido, perdona —susurra Lucía entre dientes—. Te ves genial.
Martina desearía desaparecer. Se disculpa por la tardanza, felicita a Lucía y le pasa el regalo. Su amiga lo deja a sus pies sin mirarlo.
Adrián sirve champán.
—Solo un poco —advierte Martina cuando la botella se acerca a su copa—. Esta noche tengo guardia.
—Martina es enfermera —explica Lucía con falso orgullo.
Brindan. Martina bebe un sorbo y deja la copa. Pronto llega la comida.
—Te presento a Javier. Es marinero, ¿te imaginas? —Lucía corta su filete con elegancia.
—¿En mercantes? —pregunta Adrián.
—En un pesquero —responde Javier, algo incómodo.
—¿Y se gana bien?
—No me quejo.
—Debe ser duro, meses en el mar. Sin mujeres, sin fiestas. No sé cómo no os volvéis locos.
—Después de la guardia, solo quieres dormir. Al principio cuesta, luego te acostumbras.
Javier come con apetito, pero apenas mira a Martina. Sus ojos, sin embargo, se posan una y otra vez en Lucía. *Nada nuevo. Todos se enamoran de ella.*
La orquesta empieza a tocar. Lucía arrastra a Adrián a la pista.
—Me tengo que ir —dice Martina al rato—. Tengo que cambiarme antes del turno.
—Javier, acompaña a Martina —ordena Lucía, como una reina concediendo un favor.
—No hace falta —protesta Martina, levantándose rápido.
—Claro que sí —insiste Lucía, lanzándole una mirada a Javier.
En la calle, la noche es fresca.
—No me acompañes, vivo cerca —dice Martina, volviéndose brusca.
—Te acompaño —responde él, terco.
—Como quieras.
Llegan en silencio a su portal.
—Hasta aquí —dice Martina—. Adiós.
—Me voy dentro de dos días. A Cádiz. Tengo que pasar revisión antes de zarpar —mira el edificio—. ¿En qué piso vives?
—Buen viaje —responde ella, y entra sin mirar atrás.
—¿Quién te acompañaba? —su madre la espera en el recibidor.
—Ya lo has visto. —Martina se quita los tacones con alivio.
—He mirado por la ventana, solo eso —se justifica su madre.
—Claro, casualidad —Martina pasa de largo, hacia su habitación.
—¿Y bien? ¿Quién era? —su madre le alcanza un tupper con bocadillos cuando sale, ya en jeans y zapatillas.
—Un pretendiente de Lucía. —Martina coge el tupper—. Gracias, me voy. —Le da un beso en la mejilla y sale.
Más tarde, Lucía le confiesa que invitó a Javier *para ella*.
El verano pasa rápido. En noviembre, el viento frío azota las ventanas del hospital cuando llega un joven con el brazo roto y una conmoción.
Martina reconoce a Javier. Mientras el doctor le coloca el yeso, ella limpia los rasguños en su cara.
—¿Cómo ha sido? ¿Llamamos a la policía?
—No. Volví del barco y fui a ver a mi novia… pero estaba con otro. Su ‘prometido’ se puso celoso y aquí estoy. Pero él tampoco salió bien parado.
—Cosas que pasan —dice el doctor—. ¿Era guapa, al menos?
—Dígame, doctor, ¿las mujeres no saben esperar? ¿O es que yo…?
—Eso pregúntaselo a Martina.
—Estáis dos meses en tierra y seis en el mar, ¿no? —dice Martina.
—Algo así.
—No da tiempo a que os quieran. Además, dicen que los marineros tienen una mujer en cada puertoY así, entre risas y miradas cómplices, Martina y Javier supieron que, aunque el amor a veces llega tarde, cuando es verdadero, siempre encuentra su puerto.