¡Espérame, por favor!

**Diario: Una promesa cumplida**

El timbre sonó, y los pasillos del instituto fueron vaciándose poco a poco. Los profesores se dirigían a sus aulas, apurando a los rezagados. Fuera, el sol primaveral se filtraba entre las hojas tiernas, invitando a pasear. Laura Martínez se detuvo ante la puerta de su clase. Como a sus alumnos, le tentaba dejarlo todo y perderse por las calles de Madrid. Respiró hondo y entró.

“Buenos días. Siéntense, por favor”, dijo, dirigiéndose a su mesa.

“¿Quién falta hoy?”, preguntó mientras recorría el aula con una mirada rápida.

Lucía Ruiz, la alumna más aplicada, se levantó en seguida: “Falta Sara López y… Adrián Méndez”. Su inglés era impecable, como siempre. Un murmullo recorrió la clase.

“Carlos, ¿qué pasa con Adrián?”, preguntó Laura en español.

Carlos Domínguez, su vecino, bajó la voz.

Todos sabían que el padre de Adrián había salido de la cárcel el año pasado. No trabajaba, bebía y maltrataba a su mujer. A Adrián también le tocaba cuando intentaba defenderla. A menudo llegaba a clase con moratones. Antes de gimnasia, esperaba a que todos se cambiaran para que no los vieran. Pero todos lo sabían. Carlos lo contaba a veces.

Laura sentía lástima por Adrián. Era un chico inteligente, maduro para su edad. En casas así, los niños crecen rápido. Aprendía con facilidad, aunque el inglés se le resistía. Aun así, se esforzaba.

Tras la universidad, Laura había vuelto a su antiguo instituto. No quiso dejar sola a su madre, por eso rechazó ofertas en colegios privados, como hicieron muchos de sus compañeros.

“La señorita Laura…”, Carlos tragó saliva. “Anoche su padre llegó borracho otra vez. La madre de Adrián… La golpeó tanto que tuvieron que llevarla al hospital. Llamaron a la policía. Se lo llevaron a él… y al chico también, hasta que encuentren a algún familiar”.

“¿Qué?”, exclamó Laura, mirando a la clase. Los alumnos, callados, esperaban una explicación. ¿Qué podía decirles?

“Bien… después de clase iré a comisaría a ver qué pasa”.

Un suspiro colectivo de alivio recorrió el aula.

En su mente apareció el rostro de Adrián. Cuántas veces le había preguntado si necesitaba ayuda, pero él negaba con miedo. A veces, en clase, sus miradas se cruzaban, y ella, sin saber por qué, se ruborizaba y perdía el hilo.

“Vale, empecemos”, dijo con voz forzadamente animada.

En el recreo, fue a hablar con el director.

“Don Antonio, lo de Adrián…”

“Ya lo sé, Laura. Me han llamado de comisaría. Si no encuentran a nadie, lo llevarán a un centro. A su padre le caerá condena, y la madre… Dios sabe si sobrevivirá. Un orfanato no es mejor, la verdad. No sé qué es peor: un padre así o chavales resentidos por falta de cariño”.

“Quiero ir a verlo, acompañarlo”.

“Como tutora, puedes. Pero no te metas en líos. He visto muchas cosas”. Bajó la vista, dando por terminada la conversación.

La visita a Adrián le fue permitida. La sala tenía paredes verdes pálido y muebles incómodos.

“¿Cómo está mi madre?”, preguntó él en cuanto la vio.

Laura se sorprendió. No había preguntado por ella.

“Está en la UCI… pero se pondrá bien”, mintió, intentando sonar convincente.

“¿A él lo meterán en la cárcel? Ojalá”, dijo Adrián con rabia, ajustándose la manga de la sudadera para ocultar moretones.

“¿Tienes familia? ¿Tíos, abuelos…?”

“No lo sé. Y aunque la tuviera, nadie me quiere. Gracias por venir, señorita Laura”. Su mirada la atravesó. “¿Puedo escribirte?”.

“Sí, claro”. Dudó un instante. “No sé si tendrás ordenador allí… Aquí tienes mi dirección y teléfono”. Le entregó un papel doblado.

“Gracias. Eres buena. Me gustas. Mucho. Sé que soy pequeño para ti, pero creceré y volveré. Espérame”.

A Laura le dio risa su torpe declaración, pero también pena. Quiso abrazarlo, acariciarle esos rizos rebeldes, pero se contuvo. Podría malinterpretarlo.

Una agente asomó.

“Disculpe, es la hora de comer…”

“Agúntate fuerte. Llámame si necesitas algo”, dijo Laura al salir.

“¡Señorita Laura!”, su voz quebrada la detuvo. “Espérame”.

Asintió y salió, con los ojos brillantes. *”¿Qué será de él?”*

Dos días después, el director la llamó.

“Laura, pasa”. Su tono, al usar su nombre, la alertó.

“La madre de Adrián ha muerto. Ya la han enterrado. No le dejaron verla. Pero hay algo bueno: su abuela paterna lo llevará a Toledo. Ya le han entregado sus papeles”.

Laura respiró aliviada.

“Los chicos a menudo se enamoran de sus profes”, dijo él, mirándola fijamente. “Sobretodo cuando hay poca diferencia de edad. Adrián buscaba en ti el cariño que no tuvo en casa”.

“No se preocupe, lo entiendo”, respondió fría.

Al día siguiente, les dijo a sus alumnos que Adrián se iba con su abuela, que estaría bien. Prometió mantenerles informados.

La primera carta llegó tres semanas después, en una letra temblorosa.

Adrián escribió que Toledo le gustaba. Que la abuela era estricta pero no le pegaba. Que echaba de menos la clase… Y al final: *”Volveré”*.

Laura contestó con cautela, contándole del curso, recomendándole libros. Un año después, conoció a Pablo. Se casaron, pero él despreciaba su trabajo.

“Podrías ganar más en una empresa, viajar… Pero prefieres perder el tiempo con esos críos”, le espetaba.

Un día, volviendo temprano a casa, lo vio en un café, tomando la mano de otra mujer. Esa noche, él la echó de su piso.

“Estás embarazada”, dijo su madre al verla vomitar. “Llama a Pablo”.

Se negó. Él, al enterarse, la acusó de infidelidad.

Seis años después, una primavera radiante, Adrián apareció ante ella. Alto, seguro.

“Hola, señorita Laura”.

No lo reconoció hasta que él sonrió. Seis años, un coche, un trabajo en la fábrica de Toledo…

“Te escribí. ¿Por qué no contestaste?”, preguntó en el café donde alguna vez Laura había visto a Pablo.

“¿Escribiste?”. Recordó que pidió a su madre avisarle si llegaban cartas… Pero su madre nunca le dijo nada.

“Pensé que me olvidaste”. Su voz se quebró como el día en la comisaría. “No lo hice. Tu hija necesita un padre. Yo viví sin uno… Seré bueno con ella. Contigo”.

“Adrián, soy tu profe…”.

“Ya no. ¿El qué dirán? Podemos irnos a Toledo. La diferencia de edad… No importa”.

Esa noche, Laura dudó. *”Está obsesionado con una idea de mí. Se le pasará”*.

Pero siguió hablando con él. Horas por teléfono. Aprendió que hablaba inglés casi fluido. Que leía mucho. Que, cuando no llamaba, ella lo echaba de menos.

Una tarde, Adrián llegó con rosas y una casa de muñecas para Carla.

“Vente a Toledo. Si no te gusta, te traigo de vuelta”.

Cedió.

En Toledo, durmió con Carla en su antigua habitación. Hasta que una noche, él la llevó en brazos al salón, donde había velas y sábanY allí, entre suspiros y promesas, descubrieron que el amor, cuando es verdadero, no conoce de edades ni de convenciones, sino solo de corazones que laten al unísono.

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