El Hombre Verdadero

**Diario de una madre**

Llevábamos dos años juntos, Carla y Enrique. Mi madre ya empezaba a preocuparse, diciendo que su hija perdía el tiempo con él, que nunca llegarían al altar. Enrique insistía en que no había prisa, que ya llegarían, que estaban bien así…

Pasó el verano, las hojas cayeron de los árboles, cubriendo las aceras con un manto dorado. Llegaron las lluvias. Y en uno de esos días fríos y húmedos de octubre, Enrique, torpemente, le hizo la propuesta a Carla, entregándole un anillo pequeño y humilde.

Ella le rodeó el cuello con los brazos y susurró al oído: «Sí». Luego, se puso el anillo y gritó con alegría: «¡Sí!», alzando los brazos y saltando de felicidad.

Al día siguiente, fueron al registro civil y, nerviosos, presentaron los papeles. La boda se fijó para mediados de diciembre.

Carla soñaba con una boda en verano, para que todos la vieran radiante en su vestido blanco. Pero no discutió. ¿Y si él lo posponía hasta el año siguiente? ¿Y si cambiaba de idea? Lo amaba demasiado como para soportar perderlo.

El día de la boda, una ventisca azotaba las calles. El viento despeinó su recogido cuidadosamente arreglado. La falda del vestido blanco se hinchaba como una campana, como si en cualquier momento la arrastrase el viento. En la puerta de la iglesia, Enrique la levantó en brazos y la llevó hasta el coche. Ni la ventisca ni el pelo revuelto pudieron empañar su felicidad.

Al principio, Carla vivía en un mar de amor. Pensaba que así sería siempre. Claro, hubo pequeñas peleas, pero por la noche siempre se reconciliaban.

Un año después, nació Daniel.

El niño era tranquilo y listo, la alegría de sus padres. Enrique, como tantos hombres, apenas ayudaba con el niño. Tenía miedo de cargarlo, y cuando lo hacía, Daniel lloraba, y Carla lo tomaba de inmediato.

—Tú sabes cuidarlo mejor. Cuando crezca, jugaré al fútbol con él. Yo me encargaré de mantenernos— decía Enrique, aunque su sueldo apenas alcanzaba.

Daniel creció, fue al parvulario y Carla volvió a trabajar. Pero el dinero seguía sin sobrar. No podían ahorrar para la hipoteca. Empezaron los reproches, las peleas. Ya no se reconciliaban como antes.

—¡Ya está bien! Trabajo sin parar, y nunca tienes suficiente. ¿Te los comes o qué? —le espetó Enrique un día.

—Más bien tú —replicó Carla—. Mira la barriga que has sacado.

—¿No te gusta? Pues tú tampoco eres la misma. Me casé con una mariposa y te has convertido en una oruga.

La discusión escaló. Carla, limpiándose las lágrimas, fue a buscar a Daniel al parvulario. De camino a casa, escuchando el parloteo del niño, sintió que no podía perder a Enrique. Al llegar, lo abrazaría, lo besaría y todo volvería a ser como antes. «Riñas de enamorados, caricias de por medio», pensó, animándose. Apuró el paso, casi arrastrando a Daniel.

Pero la casa estaba a oscuras y en silencio. El abrigo y los zapatos de Enrique habían desaparecido. «Se le pasará, volverá», pensó Carla, y se puso a freír patatas con chorizo, como le gustaban a él.

Pero no regresó. A la mañana siguiente, agotada y con la mente en sombras, llevó a Daniel al parvulario y fue al trabajo. A la hora de comer, se excusó diciendo que se encontraba mal y fue directa a la oficina de Enrique.

Al abrir la puerta, lo vio de espaldas, besando a una mujer. Las manos de ella, con unas uñas rojas llamativas, sobresalían contra su chaqueta oscura, como hojas de arce abiertas.

La mujer abrió los ojos, vio a Carla, pero no se apartó. Al contrario, lo abrazó con más fuerza.

Carla salió despavorida. Caminó sin rumbo, tropezando con gente, ciega por las lágrimas. Sin darse cuenta, terminó en casa de su madre.

—Mamá, ¿por qué me hace esto? ¿Todos los hombres son así? —preguntó entre sollozos.

—¿Así cómo? —respondió su madre.

—Infieles. ¿Cuánto llevará engañándome? ¿O será cosa de ahora?

—No lo sé, hija. Cuando amas, todo tu mundo es ese hombre. Por eso, si él te falla, piensas que todos fallarán —suspiró—. Tranquila, volverá.

—¿Y si no lo hace?

—El dolor pasará. Tienes a tu hijo. Ocúpate de él. Y si no regresa, quizá sea lo mejor. Eres joven, encontrarás otra felicidad.

—Tú no lo hiciste.

—¿Cómo lo sabes? Quizá solo me dio miedo que todo se repitiera. Y ya eras mayor, pensaba en ti. Pero tú tienes un hijo, él necesita un padre…

Algo más calmada, Carla recogió a Daniel.

—Mamá, ¿jugamos? —pidió él en casa.

—Déjame en paz —le espetó ella, brusca.

—No me gusta cuando hablas así —murmuró el niño, alejándose.

Enrique apareció cuando Carla acostaba a Daniel. Sacó una maleta y empezó a meter ropa.

—¿Adónde vas? —preguntó Carla, aunque ya lo sabía.

—Me voy. Estoy harto. De las peleas, de este piso minúsculo, de tu cara —evitaba su mirada.

—¿Y nosotros?

—Querías boda, hijo… Pues ya los tienes. —Cerró la maleta, miró alrededor y salió. La puerta se cerró de golpe.

Carla se desplomó en el sofá, llorando. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista, esperando ver a Enrique, pero era Daniel, en pijama.

—Mamá, no llores. Yo nunca te dejaré como papá —dijo, acariciándole el hombro.

Ella lo abrazó y lloró aún más. Luego, lo acostó y se quedó dormida a su lado.

Enrique no regresó. Inició el divorcio.

Daniel preguntó una vez por él, pero la reacción de Carla lo silenció para siempre. Poco a poco, la vida mejoró. Cuando Daniel empezó primaria, Carla conoció a Álvaro. Era más joven, y enseguida hizo buenas migas con el niño.

Álvaro le pidió matrimonio varias veces, pero ella dudaba. Temía que, si tenían un hijo, Daniel se sintiera desplazado. Además, la diferencia de edad le daba miedo.

Un día, mientras limpiaba, dejó a Álvaro y a Daniel jugando en el parque. De pronto, la puerta se abrió: Álvaro traía a Daniel, sangrando por una herida en la ceja. Había caído del tobogán. Hasta lo tuvieron que suturar.

Sabía que no era culpa de Álvaro. Daniel ya se había caído mil veces con ella. Pero no podía evitar pensar: «Si fuese su hijo, esto no habría pasado».

Poco después, su relación se enfrió.

—Mamá, no te preocupes. Yo nunca te dejaré —repitió Daniel.

Carla no volvió a traer a nadie a casa.

Daniel creció, se convirtió en un joven apuesto y, sin darse cuenta, en un hombre. Carla estaba orgullosa, pero la asustaba que se casase y la dejase sola.

—Es el destino de las madres. Criarlos y soltarlos. Yo vivo sola. Te acostumbrarás. Luego vendrán los nietos —la consolaba su madre.

«Tengo que pensar en ella también —reflexionó Carla—. Se hace mayor, necesita ayuda. Me mudCon el tiempo, Daniel se casó, le dio dos nietos a Carla y, aunque al principio temió sentirse desplazada, descubrió que su hogar se había agrandado, llenándose de risas y nuevos lazos de amor.

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