**Diario de una noche en el hospital**
La chica estaba al otro lado de la barandilla. No había duda de su intención de saltar del puente…
Al comienzo de mi turno de noche, llegó una ambulancia con un hombre joven. Su coche había chocado contra un todoterreno en un cruce. Tras horas de cirugía, lo llevaron a la UCI, y yo, la cirujana Leonor Martínez, me senté en la sala de guardia a escribir el informe.
—Un café, Leonor—. La enfermera María Luisa, veterana en el hospital, dejó una taza humeante sobre la mesa.
—Gracias. Avísame cuando despierte—, respondí sin levantar la vista del papel.
—Descansa un poco si puedes. Parece que va a ser una noche tranquila.
—Un comienzo así nunca es buena señal—, murmuré, y no me equivocaba. Apenas terminé el café cuando llegó otro paciente.
Al amanecer, el cansancio me venció. Me quedé dormida sobre los papeles, hasta que María Luisa me despertó: el chico del accidente había recuperado el conocimiento.
Podría haber dicho que mi turno había terminado, que otro médico lo revisaría, pero no era mi estilo irme sin asegurarme de que estuviera bien.
El linóleo del pasillo brillaba bajo las luces fluorescentes como la superficie de un estanque. Entré en silencio a la habitación. La noche anterior no lo había visto bien, pero ahora distinguí a un hombre atractivo, rodeado de cables y monitores. Revisé sus constantes y, al volver a mirarlo, sus ojos ya me estudiaban.
Incluso tumbado en la cama del hospital, irradiaba seguridad, observándome con superioridad. Ojalá yo tuviera una pizca de esa confianza. Apenas logré sostener su mirada.
—¿Cómo se encuentra, Alejandro García? Tuvimos que extirparle el bazo. Perdió mucha sangre. Tiene dos costillas rotas, pero el pulmón está bien. No hay peligro. Ha tenido suerte. La policía quiere hablar con usted, pero les pedí que esperaran.
—Gracias—, contestó con voz ronca.
—Mi turno ha terminado. Nos vemos mañana—. Salí de la habitación.
La ambulancia que traía a otro paciente me dejó en casa. En la entrada, me recibió Peluso, mi gato pelirrojo. Se frotó contra mis piernas y, con la cola en alto, se dirigió a la cocina. Moría de sueño, pero primero debía alimentarlo o no me dejaría descansar. Me dormí antes de tocar la almohada.
Al día siguiente, el paciente parecía mejor, incluso me sonrió al entrar.
—Buenos días. Veo que se recupera bien. Hoy lo trasladarán a una habitación y le devolverán el teléfono. Podrá avisar a su familia.
—No tengo a nadie en esta ciudad. ¿Le causé muchos problemas ayer?—. Seguía mirándome con esa actitud… ¿Cómo lo hacía?
—¿Cuándo me darán el alta?— preguntó.
—Acaba de ser operado, tiene las costillas fracturadas… Al menos una semana aquí. Disculpe, tengo otros pacientes—. Me marché sin mirar atrás.
Antes de irme, pasé a verlo otra vez. Revisé los monitores y el gotero. Cuando al fin me atreví a mirarlo, sus ojos seguían clavados en mí. Esbozó una sonrisa.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Había visto esa sonrisa antes. No recordaba su rostro, pero esa mueca me resultaba familiar.
Toda la tarde intenté recordar dónde la había visto. Al día siguiente, lo encontré sentado en la cama, con una camiseta limpia.
—Me la trajo la enfermera. Mi ropa estaba llena de sangre— explicó al verme sorprendida—. Tengo la sensación…— miró mi tarjeta identificativa—, Leonor, de que quiere preguntarme algo.
—No… bueno, sí. ¿Nos hemos visto antes?—.
—No lo recuerdo. Tengo buena memoria para los rostros, y no olvidaría a una mujer tan guapa. Aunque esa mirada suya… solo la he visto una vez, en otra ciudad, hace años—. Volvió a sonreír, pero una mueca de dolor lo traicionó. Las costillas aún le molestaban.
—Puede levantarse, pero con cuidado—.
—¿Volverá a visitarme?— preguntó de pronto.
—Si el turno lo permite—.
¿Qué clase de juego era este? ¿Por qué actuaba como si le debiera algo?
—¿Ya recordó dónde nos vimos, doctora?— insistió al día siguiente.
—Creí que sí— mentí.
—Yo sí creo que nos conocemos. Sus ojos no los olvido.
—¿Qué pasa con mis ojos?— No quería seguir el tema, pero la curiosidad me ganó.
—El primer día pensé que era cansancio, pero ayer estaba descansada y seguía con esa mirada… alerta, como si esperara un ataque, lista para huir.
—No diga tonterías. No voy a huir. Se recupera rápido; en tres días le daré el alta—.
—Gracias por eso— comenzó, pero ya me iba.
Tres días después, la enfermera le llevó el alta y las radiografías.
—¿Y Leonor?— preguntó, decepcionado.
—Está en quirófano.
Alejandro recogió sus cosas, pero no se fue. Se sentó en el pasillo, frente a la sala de guardia. Cuando me vio, se levantó.
—Tanto prisa por irse y aquí sigue—.
—¿Me está evitando?— preguntó sin pudor—. No podía irme sin agradecerle. Me salvó la vida.
—Exagera.
—Si no me opera a tiempo, habría muerto, ¿no? Entonces, sí, me salvó. QuieroFinalmente, Leonor comprendió que, a veces, el destino teje sus hilos de maneras inesperadas, y aquel encuentro en el hospital era solo el comienzo de algo que ninguno de los dos podría haber imaginado.