Lección escolar, o el misterioso encuentro

**Diario de un día inesperado**

Salía del comedor cuando escuché un susurro bajo las escaleras. Me agaché y encontré a Esteban y Paco escondidos.

—¿Qué hacéis aquí?

—Nada. Sigue tu camino —respondió Esteban con desdén.

En ese momento, sonó el timbre. Salieron corriendo, ocultando algo en los bolsillos, y subimos las escaleras de dos en dos. Entramos los últimos al aula.

La señorita Lucía escribía en la pizarra los ejercicios del examen. Los compañeros se apresuraron a sentarse, moviendo libros bajo los pupitres. Ella se giró bruscamente y el aula enmudeció.

—Si veo a alguien copiando, suspenso directo —dijo con firmeza, enrojeciendo.

Lucía Martínez era nueva en el colegio, recién salida de la universidad. Disimulaba su juventud con gafas grandes y actitud severa, pero siempre se ruborizaba al alzar la voz. A mí me gustaba. Desde que la llamé cariñosamente “Lucita”, el apodo se extendió.

Un día, los chicos armaron jaleo, interrumpiendo la clase. Ella casi lloraba. No lo soporté.

—¡Basta! ¿No veis que se esfuerza por vosotros? —dije, levantándome.

El silencio fue instantáneo. Solo Paco soltó una risita: “¿Te gusta, eh?”. Pero desde entonces, respetaron más.

Aquella tarde, durante el examen, unos papelillos mojados volaron hacia Lucita. Se clavaron en su pelo. Ella los sacudió con asco. Miré a Esteban y Paco, imperturbables, pero sus miradas los delataron.

—Abrid los cuadernos —ordenó ella con voz tensa.

Los papelillos siguieron. Una chica protestó:

—¡Señorita, son ellos!

—¿Nosotros? ¡Mentira! —gritó Esteban.

Antes de que acabara la frase, le lancé una bola de papel.

—¡Antonio! —Lucita se levantó, furiosa—. Jamás lo hubiera esperado de ti. Dame tu agenda. ¡Suspenso!

Esa noche, mi padre preguntó:

—¿Problemas en clase?

Le conté todo. Él frunció el ceño.

—Mañana iré al colegio.

Al día siguiente, lo vi entrar en la sala de profesores durante el recreo. Lucita estaba sola, corrigiendo.

—Soy Javier Molina —dijo él sin llamar.

Ella se ajustó las gafas. Mi padre era alto, seguro de sí mismo. Lucita se puso nerviosa.

—Antonio no tiene culpa —explicó él—. Defendió a una profesora, y usted lo castigó.

Ella tartamudeó una excusa, pero mi padre no cedió. Hubo un silencio incómodo. De pronto, él confesó:

—Hace seis meses perdimos a mi esposa. Es duro para él.

Lucita palideció.

—No lo sabía…

Al salir, él sonrió. Ella se quedó pensativa.

Por la tarde, me llevó a su casa.

—Harás el examen aquí —dijo.

Su madre, Carmen, nos sirvió sopa de cocido. Lucita me dio problemas más difíciles. Sin copiar, me esforcé. Al terminar, ella me puso un sobresaliente.

—Mira esto —dijo, dándome un libro.

Dentro había una foto de un hombre con uniforme naval.

—Mi padre. Era capitán —susurró.

—¿Era?

—Sí. Murió.

Sentí que algo cambiaba entre nosotros.

De pronto, sonó mi móvil.

—Sí, papá. Estoy en casa de la señorita Lucía… —dije.

Minutos después, tocaron el timbre. Mi padre no la reconoció sin gafas.

—¿Ha hecho algo más? —preguntó él, incómodo.

—No se vayan —intervino Carmen—. ¡Quedaos a cenar!

—Otro día —contestó él, mirando a Lucita.

Dos días después, él la esperaba a la salida del colegio. Empezaron a verse, pero los rumores crecieron. En clase, Esteban se burló:

—¿Cómo va tu futura madrastra?

Le di un puñetazo. El director llamó a mi padre… y a Lucita.

—Es inapropio —le espetó—. Busque otro colegio.

Esa noche, mi padre me confesó:

—Me he enamorado de ella, hijo.

Al día siguiente, fuimos a su casa.

—Me han echado —dijo Lucita, sin gafas, vulnerable.

—Lo siento —murmuró mi padre.

—Podemos irnos —propuso ella.

—¿Dejarías todo? —preguntó él.

—Te quiero.

—Yo también —dije, rompiendo el momento.

—¿Qué? —preguntaron al unísono.

—Que os quiero a los dos.

Se casaron en tres meses. Nos mudamos a otra ciudad. Lucita dio clases en mi nuevo instituto. Nació mi hermanita.

¿Fue casualidad? Quizá no. A veces, la vida te sorprende donde menos lo esperas.

**Lección:** El amor y la lealtad no entienden de normas. Cuando algo es verdadero, encuentra su camino.

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