**De Vacaciones por Felicidad**
Todo el año soñamos con las vacaciones, las planeamos, esperamos volver felices. Pero a menudo sucede lo contrario…
Desde mayo, Javier y Ana comenzaron a organizar su viaje. Discutían adónde ir, dónde alojarse. Ana quería las playas de arena de Cádiz. Allí, el agua es poco profunda casi un kilómetro, cálida y perfecta para el pequeño Lucas.
—¿Quieres viajar con el niño? —preguntó Javier con sequedad.
—Parece que solo es mi hijo. Claro que sí. ¿Qué pasa? La gente viaja hasta con bebés.
—Si no tenemos con quién dejarlo. Pero tenemos a tu madre. Pídele que se quede con él, verás cómo no dice que no. ¿Qué clase de vacaciones serían con noches sin dormir, pañales y rabietas?
Ana estaba de acuerdo con su marido, pero no imaginaba separarse de Lucas diez días enteros. Su madre apoyó a Javier.
—Id solos, descansad. Él es pequeño, no os entendería y solo os cansaríais.
—Mira el hotel que elegí. ¿Y la vista? Desde los pisos altos se ve el mar —dijo Javier, girando la pantalla del portátil hacia Ana.
—¿Qué importa la vista? Vas a la playa, no a mirar el mar desde la ventana —replicó Ana—. Son playas de piedras, no se puede descansar bien.
—¿Para qué están las tumbonas? Al menos no llevaremos arena a la habitación.
Javier siempre tenía argumentos convincentes. Y Ana cedía, porque lo quería locamente. Al fin y al cabo, qué más daba el destino, con tal de estar con él. En dos años y medio de relación, nada había cambiado.
—Creo que lo mejor es volar. Es más caro, pero más rápido —dijo Javier.
Mientras, Ana pensaba en Lucas. Él, aunque pequeño, notaría su ausencia, la echaría de menos, lloraría. ¿Podría su madre manejarlo?
—¿Reservo el hotel? —la sacó de sus pensamientos Javier.
—Sí, claro.
Sus perspectivas eran distintas en todo, incluso sobre la familia. Javier había perdido a sus padres de niño, lo criaron sus abuelos. El abuelo murió cuando él terminaba el instituto. Su abuela lo sobrevivió dos años.
Cuando se conocieron, Javier ya vivía solo. Pronto Ana se mudó con él. Juntos decoraron su futuro nido. Todos envidiaban a Ana.
—Qué suerte tienes, Anita. Un novio guapo y con piso, sin suegra molesta. No te confíes, que te lo quitan —le aconsejaba su amiga.
—¿Acaso tú? —se reía Ana.
—¡Pues claro! Yo también soy guapa.
La primera decepción llegó un mes después de la boda, antes del cumpleaños de Ana, cuando Javier le dijo sin rodeos que no invitara a su madre.
—Vendrán amigos, se aburrirá con nosotros.
—Es su día también. Me dio a luz, me crió. ¿Cómo le digo que no venga? —protestó Ana.
—Invítala al día siguiente. Tomaremos café con pastel.
A Ana no le gustó, pero lo amaba y no quería discutir. Su madre, si se sintió dolida, no lo mostró. Llegó al día siguiente con un juego de té precioso. Javier la colmó de halagos, la besó en la mejilla y le agradeció por su hija. El conflicto quedó atrás.
Así se convirtió en costumbre: en todas las celebraciones, los amigos de Javier llenaban la casa. Muchos no tenían piso propio, vivían de alquiler o con sus padres. A su madre no la invitaban.
—Si lo amas, debes aceptarlo como es. Creció sin padres, no valora la familia —decía su madre—. No pelees por mí. Total, es solo un cumpleaños. Una esposa debe ser sabia y paciente. Si empiezan a discutir, no terminará bien. Tienes un hijo, necesita a su padre. Créeme, es duro criarlo sola.
Ana dejaba a Lucas con su madre y salía de compras. Tras el parto había engordado, necesitaba ropa nueva. Un día se miró en el espejo con un vestido blanco.
—¿Te gusta? Cuando me ponga morena, será espectacular —dijo Ana, girándose hacia Javier.
—No está mal. Te ves pálida. Además, te hace ver más rellenita —respondió él casi sin mirarla.
La comentario la heló. Se volvió al espejo y revisó su reflejo con ojos críticos. Antes de la boda era delgada, ágil. La lactancia la había curvado.
—Antes te gustaba que tuviera más pecho —dijo ofendida.
El vestido ya no le agradaba. Lo guardó en el armario.
—No te enfades. Pero el color no te favorece —intentó arreglarlo Javier.
Se acercaba el día del viaje. Ana preparaba las malas despacio. Aprovechaba cada momento con Lucas, lo abrazaba sin soltarlo. Se arrepentía de ir sin él. Mejor habrían pospuesto el viaje un año. A Lucas también le haría bien el mar, la arena caliente, el sol. Ya irían juntos cuando fuera mayor. Javier le enseñaría a nadar. Si es que…
Ana apartó de golpe el pensamiento. ¿De dónde venía? Nunca habían discutido de verdad. Se amaban. *”Nada de ‘si es que’…”* —se ordenó.
Intentó comer menos, se pesaba cada día. Sabía que, aunque adelgazara, nunca volvería a ser la chica de la que Javier se enamoró.
Dejaron a Lucas con su madre de camino al aeropuerto. Javier esperaba impaciente mientras Ana lo besaba una y otra vez.
—Basta. Parece que te vas para siempre —su madre le quitó al niño—. Ya se pone triste, lo nota. Idos ahora antes de que llore.
Javier estaba emocionado como un niño. En el avión, bromeaba con las azafatas. Ana había notado antes cómo coqueteaba si había una mujer atractiva cerca. Llevaban poco tiempo casados y ya miraba a otras. ¿Qué sería después?
—Ana, ¿quieres zumo? ¡Ana! —la llamó Javier.
—No, gracias.
—Deja de preocuparte. Lucas está bien con su abuela. Le llevaremos conchas del mar…
Ana le sonrió, ahuyentando los malos pensamientos.
La habitación del hotel era pequeña pero cómoda, con aire acondicionado. El mar estaba cerca.
—¡Libertad! —exclamó Javier, levantándola en brazos y girando con ella antes de dejarla caer en la cama—. ¿Vamos a la playa? —preguntó, levantándose ágil.
—Sí. Ahora me cambio…
La playa estaba llena de gente bronceadísima. Ana dudaba en quitarse la ropa, mostrando su piel pálida.
—Venga, desvístete. Así te pondrás morena antes —dijo Javier, quitándose los pantalones. Sus piernas blancas contrastaban, pero no parecía importarle. O fingía. Ana se desvistió. Al menos había elegido un bañador entero, que ocultaba su vientre. Miraba con envidia a las chicas esbeltas y fibradas.
El mar era cálido, suave, refrescante. Los niños entraban al agua con cangrejeras. *”A Lucas le costaría caminar aquí…”*, pensó Ana, recordando a su hijo.
Por supuesto, se quemó enseguida. Javier no quería irse. Ana se sentía culpable. En el restaurante, él observaba a cada chica que pasaba. Esa noche, la abrazó e intentó besarla.
—Cuidado, me duele —susurró Ana.
Su piel quemada ardía. Cada roce de Javier le producía dolor.
Él se apartó, se dio la vuelta y se quedó mirando al techo con las manos tras la nuca.
—Javi, no es mi culpa…
JJavier se levantó sin decir palabra, tomó sus cosas y se marchó para siempre, dejando a Ana con el corazón roto pero la determinación de criar a su hijo con todo el amor que un hombre como él nunca supo dar.