El Tío y la Vida que Persiste…

**Tío Pepe, o La vida sigue…**

Antonio se quedó sentado en la cocina, mirando la pared sin ver nada. No había respuestas allí, solo el vacío. Suspiró y miró con desdén el té frío y aguado en el vaso. No quedaba más infusión, ni dinero para comprarla. Se levantó, tiró el líquido al fregadero, enjuagó el vaso y lo llenó con agua tibia del hervidor. La bebió de un trago.

¿Cómo había acabado así? Todo lo tenía: trabajo, piso, mujer, hija… Y ahora no le quedaba nada.

***

Antonio tenía quince años cuando su madre trajo a casa a un hombre. Iba pegada a él, cogida de su brazo.

—Este es tío Pepe. Vivirá con nosotros. Nos hemos casado —dijo con timidez, jugueteando con el cuello de su vestido de flores.

Tío Pepe parecía mucho mayor que su madre, más bajito y delgado. Lo observó con calma, ignorando el ceño fruncido del chico.

Antonio no era un niño, sabía que su madre tenía a alguien. Salía por las noches, mentía diciendo que iba con amigas. Volvía con esa mirada perdida, esa sonrisa culpable y el carmín borrado. A él hasta le gustaba quedarse solo.

Todos decían que su madre era guapa y joven. Le halagaba escucharlo, aunque él no lo veía así. Era su madre, ni mejor ni peor que las demás. ¿Pero joven? Cualquiera mayor de treinta le parecía anciano.

No conoció a su padre. Su madre evitaba hablar de él. Y ahora traía a casa a tío Pepe. ¿Acaso no eran felices los dos? Antonio giró y se encerró en su cuarto.

—¡Antonio! —lo llamó su madre con voz quebrada.
La puerta se cerró de un portazo.

—Hijo, es bueno, responsable, con él viviremos mejor. No tengas celos, para mí tú siempre serás lo más importante —dijo después, entrando en su habitación—. Voy a freír unas patatas y cenamos. Y por favor, compórtate con él.

Su madre revoloteaba alrededor de tío Pepe, las mejillas encendidas, la mirada perdida. Antonio ardía de celos. Sintiéndose culpable, ella le daba más dinero para sus gastos. Era su forma de compensarlo.

—No te enfades con tu madre. Es buena mujer. Ya eres mayor. En unos años tendrás tu propia familia, ¿crees que será fácil para ella estar sola? Ahí lo tienes. Yo no la haré sufrir —intentó hablar con él.

Antonio calló, aunque sabía que tenía razón. Había que darle mérito a tío Pepe: nunca le preguntó por los estudios ni por sus sueños.

Al terminar el instituto, Antonio anunció que no iba a la universidad, que se alistaría al ejército. Se sentía de más en casa.

—Bien hecho. El ejército enseña mucho. Te respeto. Ya estudiarás después, a distancia. La educación es importante. Sirve, y luego verás qué hacer —dijo tío Pepe, cortando los lamentos de su madre.

Un año después, Antonio volvió más fuerte. Su madre no paraba de abrazarlo, preparó una cena como se merecía. Por primera vez, dejó que tío Pepe lo abrazara también. Bebieron como iguales, y él, sin costumbre, pronto se mareó.

—¿Y ahora qué? —preguntó tío Pepe—. La universidad ya está empezando. ¿Qué sabes hacer?

—Déjalo descansar —intervino su madre, acariciándole el hombro.

Antonio contó que en el ejército sacó el carné, podía manejar casi cualquier vehículo y arreglarlo.

—Pues mira, un amigo tiene un taller. Hablaré con él. El sueldo es bueno, pero habrá que currar —dijo tío Pepe.

—Vale —asintió Antonio.

Un mes después, con su primer sueldo, anunció que quería alquilar un piso y vivir solo.

—¡No te dejo! —protestó su madre—. ¿Quién te va a cocinar? Te rodearás de malas compañías, de mujeres…

—Cálmate, Luisa. ¿Tú no fuiste joven? —la calmó tío Pepe—. Tiene razón. Aquí no puede traer a nadie. Pero no alquiles. —Salió al recibidor y volvió con unas llaves—. Quédate en mi piso. Es pequeño, en las afueras. Para ti solo basta. Me lo quedé en el divorcio. Hay inquilinos, pero les avisaré.

—Con las mujeres, ve con cuidado. Elige bien. Si algo sale mal, no pierdas el piso. Y no te aficiones a la botella —le aconsejó.

Con esas palabras, Antonio empezó su vida independiente. Su madre al principio iba, le llevaba comida caliente mientras él trabajaba. «Un chico no puede vivir sin un plato caliente». Luego apareció Elena, y su madre dejó de ir. Estuvieron juntos casi dos años. Antonio ya estudiaba ingeniería industrial a distancia.

No recordaba por qué discutieron. Pero se separaron sin dolor. Hasta le pareció que Elena provocó la pelea para irse. Luego vinieron otras, hasta que conoció a Carla, una belleza pelirroja que volvía cabezas por la calle. Antonio ardía de celos; ella se reía y lo provocaba.

Le faltaba un año para graduarse. Temiendo que se la llevaran, le propuso matrimonio. Para su alegría, aceptó. Tras la boda, Carla anunció que estaba embarazada. Elena se cuidaba; él asumió que Carla también, así que la noticia lo sorprendió.

Su madre dudó que el bebé fuera suyo, se lo insinuó. Antonio lo ignoró. Su preocupación era otra. Un piso de una habitación bastaba para dos, pero con un niño sería pequeño. Habló con tío Pepe, quien accedió a vender el suyo. Añadió dinero, y Antonio compró uno de dos habitaciones.

Cuando nació Lucía, su madre murmuró que la niña no se parecía a él. ¿De dónde salió ese pelo negro? Él era castaño; Carla, pelirroja. Nació antes de tiempo, pero parecía fuerte y saludable. Le sugirió una prueba de paternidad.

Antonio no compartía sus dudas, no hizo la prueba. Todos los bebés le parecían iguales. ¿Y qué si Lucía tenía el pelo oscuro? Cambiaría mil veces.

Pero un año después, al volver del trabajo, vio a Carla con un hombre moreno en el parque. Hablaban como viejos conocidos. Al verlo, ella se puso nerviosa, balbuceando que el hombre preguntaba por una dirección. Recordó las dudas de su madre, pero no dijo nada. Hasta que lo vio otra vez.

—Eh —lo llamó.

—¿Qué quieres? —respondió el hombre con un leve acento.

—Aléjate de Carla y de mi hija. Si te vuelvo a ver cerca, te rompo las piernas. —Antonio estaba más alto y fuerte. El hombre se fue rápidamente.

En casa, Carla freía filetes, Lucía jugaba en el suelo. Todo normal. ¿Quizá lo imaginó? Se calmó. Hasta que ella misma confesó que no podía olvidar al verdadero padre de Lucía. Que se fue sin saber del embarazo. Y entonces apareció él con su propuesta. Ahora el hombre volvió, la encontró, supo de la niña y le pedía que se divorciara.

—Vete —dijo Antonio.

Miró por la ventana cómo Carla, Lucía y sus cosas se subían al coche del otro, sin creerlo. Esperó que volviera, pero no fue así. Y empezó a beber. Lo despidieron.

En una entrevista se topó con un excompañero. Tenía una tienda de repuestos y le ofreció trabajo. Aceptó. Meses después, desapareció dinero de la caja fuerte. El excompañero dijo a la policía que Antonio lo vio guardarlo.

No encontrAntonio miró hacia el futuro, agarró fuerte la mano de Nadia y supo que, aunque la vida lo había golpeado, siempre habría alguien dispuesto a tenderle una mano en medio de la tormenta.

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