**Simplemente así es el destino**
María se apresuraba hacia casa. Bajo la nieve derretida, aún quedaban parches de hielo que hacían resbalar sus pasos. En la calzada, los charcos eran inevitables, y los coches que pasaban velozmente salpicaban a los distraídos peatones con agua sucia. María se mantenía lejos del borde de la acera.
Cuando llegó a casa, la espalda le ardía de sudor y las piernas le zumbaban de cansancio. Además, los zapatos estaban empapados. Hacía tiempo que necesitaba comprarse unas botas nuevas.
En el recibidor, María se dejó caer sin fuerzas sobre el taburete. Se quitó los zapatos y movió los dedos dentro de los calcetines húmedos. Pensó que un té caliente con limón le sentaría bien para no enfermar. Pero antes de poner los zapatos junto al radiador, un golpe en la pared la llamó. Era su madre, que siempre avisaba así, golpeando una cuchara contra la pared. María suspiró y entró en su habitación.
—¿Qué pasa, mamá?
Su madre emitió un sonido incomprensible.
—Estaba trabajando —dijo María mientras arreglaba la manta que se había deslizado. Un olor a orine envolvía el aire. “El pañal está lleno”, comprendió. Sacó uno nuevo del paquete junto a la cama y apartó la manta. Conteniendo las náuseas por el fuerte olor, lo cambió. Su madre no podía hablar, solo murmuraba.
—Ya está. Ahora haré la cena y te daré de comer —levantó el pesado pañal del suelo y salió de la habitación, ignorando los sonidos de su madre. Había aprendido a no quejarse ni resentirse. No servía de nada, solo la hacía sentir peor. Le habría gustado sentarse un rato, pero el lujo del descanso no era para ella. Su madre no dejaba de golpear la pared, llamándola.
Antes habían sido una familia normal. Su padre era catedrático en la universidad, su madre se quedaba en casa cuidando de ellos. Pero todo se derrumbó de golpe. María acababa de terminar el instituto cuando su padre murió.
La madre de un aspirante a la universidad había intentado sobornarlo para que su hijo entrara. Él, que dirigía el tribunal de admisión, jamás se habría rebajado a eso. Pero la mujer, resentida, lo denunció falsamente, diciendo que había aceptado el dinero sin cumplir su palabra. La investigación que siguió le partió el corazón, literalmente. Murió de un infarto camino al hospital.
Su madre nunca superó la pérdida. Poco a poco, perdió la cabeza. Dejó de reconocer a María y a su hermano, Javier. Pasaba horas en el sofá, mirando al vacío, hasta que de repente se levantaba a cocinar como si esperara a su marido.
Antes, una chica llamada Lucía venía dos veces por semana a limpiar y hacer la compra. Su madre solo comía carne y verduras del mercado. Tras la muerte de su padre, tuvieron que prescindir de ella. Nadie en casa trabajaba excepto él. Ahora María se encargaba de todo, y su madre la trataba como a la empleada, llamándola “Lucía” y dándole órdenes.
Los ahorros se agotaron pronto. Su madre nunca había sabido economizar; se compraba vestidos y joyas. Era una mujer hermosa, y su padre nunca le negó nada.
Antes, los colegas de su padre visitaban a menudo. Y aún ahora, su madre obligaba a María a preparar mesas festivas y se vestía elegante, como si esperara invitados. Luego lo olvidaba y la regañaba por cocinar demasiado. La única tregua para María era el instituto, pero también tuvo que dejarlo.
Fue Javier quien propuso que María empezara a trabajar. Si él abandonaba la universidad, lo reclutarían para el ejército. Pero si se graduaba, podría ayudar económicamente.
En ese momento, parecía la única solución. María dejó los estudios y empezó a trabajar. Había estudiado música y tenía talento, así que la directora de una guardería la contrató para organizar actividades con los niños. El sueldo era pequeño, pero le permitía visitar a su madre durante la siesta de los pequeños.
Cuando Javier terminó la carrera, se fue a trabajar a Madrid. Las promesas de ayudar a su madre y hermana se esfumaron. Cuando María le pedía dinero para una cuidadora, él respondía que apenas podía pagar su alquiler.
En el fondo, siempre hubo tensión entre ellos. Javier heredó toda la belleza familiar: ojos marrones, pelo oscuro, una figura esbelta. Sus padres se casaron tarde. Su madre ya pasaba los cuarenta cuando quedó embarazada de María, y dudó en seguir adelante.
María nació débil y enfermiza. Cualquier corriente de aire le provocaba fiebre. Era delgada, con rasgos poco llamativos: ojos grises, pelo fino, labios delgados. De su madre no heredó ni un ápice de su belleza.
A veces, María sospechaba que su madre lamentaba no haberlo pensado mejor. En cambio, adoraba a Javier. Solo su padre la animaba, elogiando su talento musical. Ella practicaba horas solo por su aprobación. Pero él murió, y su madre la borró de su mente.
Javier apenas visitaba. Tras una de ellas, María descubrió que faltaban joyas del cofre de su madre. Su hermano se hizo el desentendido por teléfono. Su madre, por supuesto, la culpó a ella.
Un invierno, su madre se puso su abrigo de piel y lo que quedaba de sus joyas y salió de compras. Buscó regalos para su marido e hijo, como si siguieran vivos. María la encontró inconsciente en un parque. La habían robado y dejado a su suerte. Sobrevivió, pero quedó postrada, sin habla y con la memoria destrozada.
Los años pasaron, y su madre empeoró. Un día, Javier apareció y arrugó la nariz al entrar.
—Qué pestilencia. No cuidas bien a mamá.
María no aguantó más y estalló.
—Llévatela entonces. Seguro que tu mujer la cuidará mejor.
Javier entró un instante en la habitación y salió rápidamente. Ni siquiera lo reconoció.
—Allí no se puede respirar. Deberías internarla. Tendría atención constante, y tú podrías vivir.
—¿Qué dices? ¡Es nuestra madre! —gritó María.
—No es más que un vegetal. Tú te estás pudriendo aquí. Deberías casarte, tener hijos. Mira cómo estás.
La discusión continuó hasta que Javier soltó su verdad:
—Necesitamos vender el piso. Te compraré uno más pequeño y yo me quedo el resto. Es mi derecho.
María no durmió esa noche. Al final, cedió, con una condición: que la cocina fuera lo suficientemente grande para poner un sofá.
Javier accedió, hipócritamente cariñoso. Pero el nuevo piso era un infierno: estrecho, ruidoso, con ventanas que no podían abrirse por el humo.
Su madre murió tres meses después. Javier ni siquiera apareció en el funeral.
Una compañera del trabajo le aconsejó ir al sur, a Andalucía, para descansar. Allí, conoció a una mujer en silla de ruedas y a su hijo, Miguel. La invitaron a quedarse, pero tras un día agotador ayudando en el mercado, entendió que no era amor, sino necesidad.
Regresó a casa y, meses después, Javier llamó desde el hospital. Tras un accidente, estaba paralítico y abandonado por su esposa.
—¿Vendrás? No tengo a nadie.
Esta vez, María dijo no.
Más tarde, en la guardería, un niño quedó huérfano. La directora le sugirió adoptarlo, aunque necesitaba casarse. Su hermano accedió a un matrimonio de conveniencia que, con el tiempo, se convirtió en realCon el tiempo, María logró construir la familia que siempre soñó, llena de amor y música, mientras aprendió que su verdadera libertad estaba en elegir su propio destino.