**El pañuelo rosa**
Hace dos años, Valentina enterró a su marido. Él era diecisiete años mayor que ella. Y cuando se conocieron, ella tenía veintinueve años.
Nunca había llamado la atención de los chicos. Era tímida, hogareña, evitaba las discotecas y las fiestas. En el instituto y la universidad, los chicos la veían como una compañera, le pedían que les dejara copiar los deberes o los apuntes de clase. Pero salían con chicas guapas y divertidas, sin preocupaciones morales.
Con Eugenio se cruzó en la calle. Era un mayo cálido, las flores del cerezo perfumaban el aire, el verde nuevo alegraba la vista. El sol bañaba todo con una luz generosa.
Valentina decidió caminar hacia casa. Iba disfrutando del buen tiempo, entrecerrando los ojos por el resplandor y sonriendo sin motivo.
Él venía hacia ella, alto, atractivo, con una gabardina negra abierta. Al pasar a su lado, le sonrió y dijo:
—Qué buen día. Parece verano. Y yo aquí, con la gabardina puesta.
Tenía una voz grave y cálida.
—Pues quítesela—respondió ella, sonriendo.
El hombre se la quitó al instante y la colgó del brazo. Valentina no siguió caminando, se quedó quieta, como embobada.
—Tiene razón, así mejor. ¿Quiere un helado?—Sin esperar respuesta, se dirigió al puesto cercano.
Valentina pensó en irse, pero le pareció descortés.
Él regresó y le tendió un cucurucho de crema catalana.
—¡Cómo lo sabía? ¡Es mi favorito!—dijo ella.
—También es el mío—contestó él.
Caminaron juntos, comiendo helado y hablando de todo. Llegó a casa más tarde de lo habitual y, además, rechazó la cena. Ya había cenado helado.
—¿Por qué tienes esa mirada?—le preguntó su madre, entornando los ojos.
—No tengo ninguna mirada—dijo Valentina, ruborizándose sin saber por qué.
Al día siguiente, Eugenio la llamó para quedar.
—Está lloviendo. ¿Lo sabía? No he cogido el paraguas—protestó ella.
—No importa, vayamos al cine. ¿Dónde trabajas? Pasaré a buscarte.
De camino, Valentina supo que su esposa había muerto un año atrás. Tenía un problema cardiaco, los médicos le prohibieron tener hijos.
—La amaba mucho. La ausencia de hijos nunca me importó. La cuidaba como un tesoro. Después de su muerte, apenas sobreviví. Pensé que envejecería solo. Pero al verte… Valentina…
—Valentina—lo corrigió ella.
—Es que me recordaste a ella. No físicamente, pero tu mirada es igual de pura, como un manantial. No estás corrompida por la sociedad. Es raro hoy en día.
Al volver del trabajo al día siguiente, encontró a Eugenio tomando té con su madre en la cocina. Había un ramo de rosas sobre la mesa.
—Hija, Eugenio y yo estamos charlando—dijo su madre con dulzura, lanzándole miradas significativas: *No seas tonta*.
Eugenio era un hombre agradable. Vestía bien, las canas le daban distinción. Su madre lo aprobaba: aparte de su aspecto elegante, tenía piso, coche y un buen sueldo. La falta de hijos también lo favorecía. No tendría que lidiar con hijastros. Además, su hija podría tener los suyos.
—Mamá, lo conozco solo una semana y ya planeas el futuro—se quejó Valentina. —Sí, es simpático, pero no lo amo.
—Sin amor, no hay decepciones. Los matrimonios por conveniencia son los más sólidos. Con él estarás protegida. No eres una niña para soñar con amor. Es un hombre serio.
Al irse, Eugenio le pidió que lo acompañara al coche.
—Mañana invito a tu madre y a ti a mi casa. Verás cómo vivo. Valentina, una cosa: si quieres hijos, lo entenderé. Pero para mí es tarde ser padre. A mi edad, no es bueno pasar noches en vela por un bebé.
Al menos fue honesto. Valentina no volvió a mencionar el tema.
Con él se sentía segura. Sus compañeras envidiaban. Los maridos jóvenes solían salir de juerga, pero el suyo la llevaba y traía del trabajo. Su madre creía que había ganado la lotería. Sí, le habría gustado ser abuela, pero no todo puede ser perfecto.
Vivió tranquila, sin arrepentirse de su decisión. Entre ellos había respeto y confianza, algo valioso en un matrimonio.
Un día, su marido volvió del trabajo, cenó y se recostó a descansar. Valentina evitó hacer ruido para no despertarlo. Cuando notó que algo andaba mal, ya estaba muerto.
Llevaban tres años casados. Valentina lo lloró sinceramente.
Tras su muerte, siguió la rutina. Los comentarios de su madre sobre “cambiar de vida” la molestaban. ¿Tener un hijo sola? ¿De quién, por Dios?
Eugenio no quería que vistiera llamativo o usara maquillaje.
—¿Para qué? Estás casada. Solo se maquillan las que buscan llamar la atención.
Guardó su ropa de antes en el armario. Vestía de forma discreta, peinada en una coleta. Parecía mayor de lo que era.
A finales de abril, hacía un día primaveral. Los árboles estaban verdes, los pájaros cantaban. El sol parecía derretir hasta el hielo del alma.
Al prepararse para el trabajo, vio el pañuelo rosa de su vida pasada. ¿Cómo había terminado entre sus vestidos sin gracia? Se lo anudó al cuello.
En hora punta, el autobús iba lleno. Valentina se abrió paso hacia la salida, pero sintió que el pañuelo se atascó, apretándole el cuello. La gente empujaba, ella tiraba, pero el nudo se cerraba más. Retrocedió a contracorriente, entre empujones y maldiciones.
De pronto, vio que el pañuelo estaba enganchado en el cierre de la mochila de un chico. Él forcejeaba para soltarlo.
—Cuidado, lo romperá—protestó ella.
Las puertas se cerraron y el autobús arrancó.
—Por su culpa me he pasado la parada—refunfuñó.
—¿Yo? Con esa ropa, deberías ir en taxi—replicó él, tirando con fuerza. —¿Qué pasa, es un regalo de tu marido?
Discutiendo, llegaron a la siguiente parada y bajaron juntos. En la calle, el chico liberó el pañuelo con facilidad.
—Gracias—murmuró ella, molesta. —Ahora tendré que volver andando.
—Te acompaño—se ofreció él.
—No hace falta. Tu madre te estará esperando.
—No tengo madre—dijo él a sus espaldas. —Murió cuando tenía quince. Mi padre se volvió a casar. Vivo solo.
—Lo siento. Mi marido también murió. Pero este pañuelo no es suyo. Me lo compré en la universidad—se justificó, sin saber por qué.
—Creo que no fue casualidad—sonrió él. —Es el destino. En el bus había decenas de personas, pero se enganchó en mi mochila.
Ella se detuvo, indignada.
—No digas tonterías. Fue casualidad, no destino.
—Piensa lo quieras. Pero me gustaría saber con quién me ha cruzado el destino. Me llamo Javier, pero mis amigos me dicen Javi. ¿Y tú?
Valentina no respondió y entró en su portal. Al subir, miró hacia atrás. Javi estaba en la esquAl girar la llave en su puerta, sintió por primera vez en años que la vida, como su pañuelo rosa, podía desenredarse y volver a brillar.