**Diario de una maestra**
El timbre sonó, los pasillos del instituto se vaciaron poco a poco. Los profesores entraban en sus aulas, apurando a los rezagados. Fuera, las hojas jóvenes susurraban bajo el sol primaveral, invitando a salir.
Sofía Martínez se detuvo frente a la puerta del aula. Como a sus alumnos, le tentaba dejarlo todo y pasear por la ciudad en abril. Respiró hondo y entró. El séptimo B se puso en pie con bullicio.
—Buenos días. Siéntense, por favor— dijo, acercándose a su mesa.
—¿Quién falta hoy?— repasó la clase con una mirada rápida.
La empollona Lucía Delgado se levantó y contestó en inglés que faltaban Vega y Adrián López. Siempre era la primera en responder, porque dominaba el idioma mejor que nadie. Un murmullo recorrió el aula.
—Javier, ¿qué le pasa a Adrián?— preguntó Sofía en español.
Javier Rueda era su vecino.
Todos sabían que el padre de Adrián había salido de la cárcel hacía un año. Sin trabajo, bebía y maltrataba a su mujer. Al chico también le tocaba cuando defendía a su madre. A menudo llegaba a clase con moratones. Antes de gimnasia, esperaba a que los demás se cambiaran para que no vieran los cardenales en su cuerpo. Pero todos sabían la verdad. Javier lo contaba.
Sofía sentía lástima por Adrián. Era un chico inteligente, maduro para su edad. En familias rotas, los niños crecen antes. Aprendía bien, todo le resultaba fácil. Solo el inglés se le resistía, aunque lo intentaba.
Tras la universidad, Sofía volvió a su antiguo instituto como profesora de inglés. No quiso dejar sola a su madre, por eso renunció a Madrid, a academias privadas, como habían hecho muchos de sus compañeros.
Los cursos superiores los llevaba una profesora más experimentada. A Sofía le tocaron los más jóvenes. Al principio, le liaron alguna, pero luego la quisieron. Vestía formal, aunque bajo su seriedad asomaban sonrisas y ojos brillantes.
Las chicas imitaban sus gestos; los chicos escondían su enamoramiento tras broncas. Este año, Sofía era tutora del séptimo B.
—Señorita Sofía, anoche su padre volvió borracho. Le pegó a su madre. Se oían los gritos en todo el edificio. Llegó una ambulancia y se la llevaron al hospital. Adrián llamó cuando su padre se durmió. La policía se lo llevó a él también, hasta localizar a algún familiar.
—¿Cómo?— Sofía palideció. Los alumnos esperaban una explicación. ¿Qué decir?
—Bien, después de clase iré a comisaría a informarme.
Un suspiro colectivo aliviado recorrió el aula.
En su mente, veía el rostro de Adrián, de trece años. Cuántas veces le había preguntado si necesitaba ayuda, pero él negaba asustado. En clase, a veces sentía su mirada intensa, que la ponía nerviosa, haciéndola tropezar en las explicaciones.
—Empecemos— dijo con falsa energía.
En el recreo, habló con el director.
—Don Antonio, lo de López…
—Ya lo sé, Sofía. Me ha llamado la policía. Mientras buscan a su familia, si no aparece, irá a un centro. A su padre le caerá condena; su madre… Dios dirá. Ya sabes cómo son esos sitios. No sé qué es peor: un padre bestia o adolescentes resentidos.
—Quiero ir, estar con él, saber cómo está.
—Como tutora, puedes. Pero no te metas en líos. En mis años, he visto de todo— cerró el tema con gesto cansado.
Le permitieron verlo. La habitación tenía paredes verdes chirriantes y muebles incómodos.
—¿Cómo está mi madre?— preguntó Adrián al instante.
Sofía se sorprendió. No había preguntado por ella.
—Está en la UCI. No dejan visitas. Tranquilo, todo irá bien— intentó sonar convincente.
—¿Lo encerrarán? Ojalá— dijo con rabia, mientras subía la manga de la sudadera, ocultando marcas de dedos.
—¿Tienes familia? Abuelos, tíos…?
—No sé. Aunque los tuviera, no querrían cuidarme. Gracias por venir— su mirada la estremeció—. ¿Puedo escribirte?
—Claro— vaciló—. No sé si tendrás ordenador… Aquí tienes mi dirección y teléfono— le entregó un papel doblado.
—Eres buena. Me gustas. Mucho. Sé que soy pequeño, pero creceré. Espérame— sus palabras sonaron a súplica.
A Sofía le hizo gracia su confesión infantil, pero también le dolió. Quiso abrazarlo, acariciarle el pelo rebelde, calmarlo. Pero se contuvo. Podría malinterpretar su gesto maternal.
Una policía asomó.
—Perdone, es la hora de comer…
Era momento de irse.
—Llámame si necesitas algo— dijo en la puerta.
—¡Señorita Sofía!— su voz quebrada la detuvo—. Espérame.
Asintió y salió.
Las lágrimas asomaban. *«Parece un delincuente. ¿Qué será de él?»*
Dos días después, el director la llamó.
—Sofía, pase.
Que usara su nombre la alertó.
—La madre de Adrián ha muerto. Ya la enterraron. El psicólogo no permitió que se despidiera. Pero hay buenas noticias: su abuela paterna lo recoge. Se lo lleva a Zaragoza. Los trámites están hechos. Todo ha salido mejor de lo esperado— hizo una pausa—. Eres joven, guapa, los alumnos te adoran. Ya sabes a lo que me refiero.
—No, no sé— contestó desafiante, aunque adivinó los rumores.
—Los críos se enamoran de profes, sobre todo si hay poca diferencia de edad. Él carecía de afecto y lo buscó en ti.
—No se preocupe, lo entiendo— respondió fría.
Salió ruborizada. *«Adrián es un chico brillante con mala suerte. Al menos sabe amar. Con el tiempo, lo superará»*.
Al día siguiente, les explicó que su abuela lo acogía en Zaragoza. Que estaría bien. Prometió mantenerles informados.
La primera carta llegó tres semanas después, escrita con letra torpe. Decía que todo iba bien, que el colegio estaba cerca, que echaba de menos a la clase… Al final, recordaba su promesa: *«Volveré»*.
Sofía respondió contando novedades del curso. Le recomendó libros de autores españoles. Su tono fue formal, midiendo las palabras.
Un año después, conoció a un chico. Se casaron a los seis meses y se mudaron. Pidió a su madre que le avisara si llegaba más cartas. Pero no escribió más.
Su matrimonio fue un desastre. Él quería que dejara la enseñanza, que trabajara de traductora, ganara más. *«Desperdicias tu talento con esos gamberros»*.
Las peleas eran constantes. Un día, sintiéndose mal, volvió temprano. Su madre la llamó al móvil. Mientras hablaba, vio a su marido en una cafetería, tomando la mano de una mujer joven.
—No puedo hablar, mamá.
Esa noche, él la culpó: *«Siempre estás con los alumnos. Me abandonaste»*.
—Vete— dijo ella, conteniendo náuseas.
—Es mi piso. Tú te vas.
Recogió sus cosas y volvió con su madre, que le insistió en reconciliarse. En la cena, Sofía corrió al baño a vomitar.
—Estás embarazada. Llama a tu marido.
Se negó. Al día siguiente, el test lo confirmó. Su madre fue a hablar con él y regresó furCon el corazón agitado, Sofía cerró el diario y sonrió al escuchar a Adrián jugando con su hija en el jardín, sabiendo que, contra todo pronóstico, habían encontrado su propio final feliz.