Si no estuvieras…

Elena y Carmen se conocían desde la infancia, compartieron guardería y pupitre en el colegio. Al crecer, Elena se convirtió en una auténtica belleza, siempre rodeada de admiradores, a quien todo le venía sin esfuerzo. Carmen, en cambio, era una chica discreta, de esas que pasan desapercibidas en la multitud.

Tras el instituto, Carmen estudió auxiliar de enfermería, eligiendo ayudar a los demás. Elena decidió que no necesitaba títulos para triunfar. Hizo un curso de maquillaje y trabajaba en un salón de belleza, pintando cejas y pestañas.

Las amigas vivían sus rupturas y reconciliaciones. No pasaba un día sin que se vieran o hablaran por teléfono. Elena era quien más hablaba; Carmen escuchaba, consolándola o celebrando sus nuevos romances.

Como suele pasar, ambas se enamoraron del mismo chico.

Fue Carmen quien conoció primero a David. No era un guaperas, sino un chico normal. Quizá con ella habría tenido una vida sencilla, pero el destino es caprichoso.

Carmen volvía del supermercado. Había llovido, y los charcos aún cubrían la acera. Esquivando uno, vio de reojo a un chico en patinete eléctrico, mirando al frente sin reparar en ella. Asustada, gritó y saltó hacia un lado, cayendo en el charco.

—¡Estos locos con sus patinetes! ¡Casi atropellan a la gente! —gritó una anciana desde un banco, agitando el dedo—. ¿Qué miras? ¡Por los pelos!

El chico frenó y miró atrás. Carmen, ya de pie, observaba sus zapatillas empapadas.

—Perdón. ¿Para qué te metiste? Te vi y te habría esquivado —dijo él, acercándose.

A Carmen no le importaban sus disculpas. Buscaba un sitio seco para pisar, aunque ya poco importaba.

—Sube, te llevo —ofreció él.

—Déjame en paz —refunfuñó ella.

—Ya me he disculpado. ¿Prefieres seguir chapoteando? ¿Adónde vas? —insistió.

—A la calle de al lado. Cervantes, número 12 —contestó Carmen, dubitativa.

Se subió agarrándose al manillar. El patinete avanzó, salpicando agua. El viento le azotó el rostro; la velocidad le robó el aliento. Nunca se había atrevido a montar en patinete, pero con él no sentía miedo.

Al llegar, él redujo la velocidad y preguntó al oído:

—¿Qué portal?

Su aliento le hizo estremecer.

—El tercero.

Él se detuvo frente a la entrada, evitando otro charco.

—Gracias —dijo Carmen.

Sus miradas se encontraron. Carmen notó su piel morena, sus ojos hermosos, su sonrisa… y el corazón se le aceleró.

—Soy David.

—Carmen.

—Lo siento. ¿Quedamos algún día para el cine? Mis amigos se han ido y no me apetece ir solo —propuso de pronto.

Carmen se encogió de hombros.

—Vale.

—Mañana a las siete, aquí mismo —sonrió él antes de desaparecer tras la esquina.

—¿Por qué sonríes? —preguntó su madre al llegar.

—Por nada. Me he mojado los pies, voy a lavármelos.

Esa noche no pudo dejar de pensar en él. Al día siguiente, se puso vaqueros y zapatillas, segura de que volvería en patinete.

—¿Adónde vas? —preguntó su madre.

—Al cine. Con Elena —mintió.

—No tardes —le gritó al salir.

David no estaba. El desánimo la invadió. «Tonta, ¿en qué estabas pensando?», se reprochó. Justo entonces, oyó:

—¡Hola!

Era él. Se ruborizó como si pudiera leerle el pensamiento.

—Vamos, la película empieza en veinte.

De nuevo, el viento en su cara, su pecho contra su espalda… y el corazón saltando de felicidad.

Después del cine, caminaron charlando. Él había dejado el patinete allí.

—¿Con quién fuiste al cine ayer? —preguntó Elena por teléfono al día siguiente—. Confiesa.

—¿Te lo dijo mi madre? —se tensó Carmen.

—No, pero sé que no fuiste sola. ¿Quién es?

Carmen ardía de ganas de presumir. Elena siempre había sido la popular.

—Un chico normal —mintió.

Para ella no lo era. Él la había mirado, invitado al cine… y esa noche se verían de nuevo.

Esta vez, David la esperaba sin patinete. Caminaron por la ciudad hasta que, al salir del portal, se toparon con Elena, como si les hubiera estado esperando.

—¡Hola! —saludó ella, clavando los ojos en David.

Él también la miró. Elena coqueteó sin pudor. Pronto, Carmen quedó rezagada, ignorada.

Volvió a casa destrozada, apagando el móvil. Elena fue al día siguiente, disculpándose… diciendo que estaba enamorada…

Carmen no pudo guardarle rencor. Siguieron siendo amigas, incluso después de que David y Elena se casaran.

Carmen terminó sus estudios y trabajó en una clínica privada. Elena seguía en el salón, más por gusto que por necesidad. David ganaba bien.

Celebraban cumpleaños y Navidades juntos, organizaban barbacoas. Carmen seguía enamorada de David, pero lo disimulaba.

Una noche, el teléfono la despertó.

—¿Sabes qué hora es? —gruñó al ver que era David—. Mañana trabajo temprano.

—Elena ha muerto —dijo él con voz quebrada.

—¿Qué? ¡Habla claro! —gritó, sobresaltada.

—Volvíamos de la finca… Ella quiso conducir… Un camión nos cerró el paso… Murió en el acto…

—¿Dónde estás?

Al oír el nombre del hospital, se vistió de prisa.

—¿Qué pasa? —preguntó su madre, medio dormida.

—Elena tuvo un accidente. Voy al hospital.

Se puso una bata blanca para entrar sin problemas. David estaba en la cama, lleno de cables, pálido bajo la luz del amanecer.

—¿Cómo estás?

—Me operaron. No siento las piernas —sus ojos reflejaban terror—. Ojalá hubiera muerto yo…

—No digas eso.

—¿De dónde salió ese camión? Como un maldito fantasma…

El médico le explicó:

—La operación fue bien, los nervios no están dañados. Ahora toca esperar.

Carmen ayudó en el funeral y visitó a David a diario. Él se culpaba, rechazaba la comida, la echaba.

—No podemos retenerlo aquí —dijo el doctor—. Necesita rehabilitación, masajes… Recomiendo una cuidadora. Es cara, pero tiene experiencia.

La madre de David se negó:

—No tenemos para eso.

Carmen, entre el trabajo y las visitas, no podía cuidarlo. Una cuidadora apareció, y David se animó al verla. Ella sintió celos y dejó de ir.

Dos semanas después, la madre de David la llamó llorando:

—¿Qué pasa?

—Esa cuidadora nos robó… Dinero, joyas… David estaba mejorando, pero ahora…

Resultó que lo había sedado, saqueado la casa y huido.

—¿Por qué no contratamos a la del hospital? —refunfuñó el padre—. La avaricia rompe el saco.

—¡Me la recomendaron! ¡Enseñó cartas de agradecimiento!

—¡Cualquiera las falsifica!

David había vuelto a hundirse.

—Habla con él —rogó su madre.

Carmen intentó animarlo:

—No es culpa tuya. Tienes que luchar…

Al final, tras meses de lucha y esfuerzo, David logró caminar de nuevo, y mientras sostenía a su hijo recién nacido en brazos, comprendió que la verdadera belleza no estaba en lo superficial, sino en el corazón de quien nunca lo abandonó.

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MagistrUm
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