Todo por tu culpa…
El calor de julio era insoportable. El aire, denso y pesado por la humedad y el polvo, hacía que Lucía respirase con dificultad, ensanchando las fosas nasales. El corazón le latía con fuerza, exigiendo un descanso y algo de frescor.
El sábado era el cumpleaños de su suegra, y ella y su marido irían a la finca familiar. Lucía echaba de menos a su hijo, pero en el campo estaba mucho mejor que en la ciudad. Se imaginaba sentada bajo la sombra de los frondosos manzanos, bebiendo agua fresca del manantial, respirando aire puro… Pero aún faltaba para el sábado. Y el calor, como burlándose, no daba tregua. ¿Queríais verano? ¿Soñabais con el sol? Pues aquí lo tenéis, y sin quejarse.
Los autobuses en hora punta estaban abarrotados de cuerpos sudorosos y pegajosos. El ambiente, asfixiante, parecía una bomba a punto de estallar—basta una chispa para que la tensión estallase. Caminar tampoco era mejor, pero al menos podía entrar en las tiendas para refrescarse bajo el aire acondicionado y recuperar fuerzas para el último tramo hasta casa.
Al divisar el centro comercial, Lucía apretó el paso, deseando llegar cuanto antes a la zona climatizada. Finalmente, entró, respirando hondo el aire fresco. Su corazón latió más tranquilo, agradecido.
Caminó lentamente entre los pasillos, deteniéndose de vez en cuando para mirar posibles regalos para su suegra. La mujer siempre decía que no necesitaba nada, que lo importante era la atención. Pero Lucía veía el brillo de felicidad en sus ojos cuando recibía algo especial.
Sin encontrar nada, se dirigía ya hacia la salida cuando vio un pequeño puesto abierto, repleto de baratijas: desde bolígrafos hasta joyas de imitación. Se detuvo, queriendo alargar unos minutos más el frescor antes de enfrentarse de nuevo al sol abrasador. Su mirada se posó en un jarrón con un cuello largo y estrecho, decorado con lo que parecía un mosaico de colores. Nunca había visto nada igual.
—Enséñeme ese jarrón, por favor —pidió a la joven dependienta.
El jarrón era pesado, de metal, con gruesas líneas que dividían su superficie en formas asimétricas rellenas de esmalte de tonos apagados, como si el tiempo los hubiese desgastado. Destacaba entre el resto de objetos, pareciendo algo valioso, fuera de lugar.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Lucía, sorprendida al oír el precio.
—Es artesanía. No hay otro igual —respondió la chica con orgullo.
—¿Es parte de una colección? ¿De dónde es?
—Lo hace un discapacitado. Son piezas bonitas, pero pocos las compran. Demasiado caras.
—Me lo quedo —dijo Lucía, impulsiva. Imaginó una rosa de tallo largo en su interior, decorando cualquier estancia. A su suegra le encantaría.
—¿Puede envolverlo bien? —pidió.
—Veré qué encuentro —asintió la chica, rebuscando bajo el mostrador.
Mientras esperaba, Lucía observaba otros objetos en el puesto. Hasta allí llegó una mujer pálida, con rostro cansado, como muchos en ese calor.
—Hola, Marta. Ya veo que vendiste el jarrón —dijo la recién llegada.
—Sí —respondió la dependienta, lanzando una mirada fugaz a Lucía—. Te transfiero el dinero más tarde.
—Vale. Mañana traeré algo más —se despidió la mujer, alejándose.
Lucía sintió que la conocía, no solo de vista, sino de antes. Algo en su memoria resonó. ¡Era Elena!
—¿Le parece bien así? —preguntó la dependienta, colocando ante Lucía un paquete adornado con un lazo rojo—. Son doscientos euros más.
Lucía pasó la tarjeta, tomó el paquete y, sin esperar el ticket, salió corriendo tras la mujer.
Elena caminaba despacio, cabizbaja, como absorta en sus pensamientos.
—¡Elena! —la llamó Lucía.
La mujer se detuvo y volvió la cabeza. Se miraron un instante.
—¿No me reconoces? Soy Lucía.
—Claro que sí —respondió Elena, sin alegría—. Tú no has cambiado. Yo, en cambio… —sonrió con amargura—. ¿Compraste el jarrón? —preguntó, señalando el paquete.
—Sí, es precioso. Es para mi suegra. La chica dijo que lo hace un discapacitado…
—Mi marido —contestó Elena.
Caminaron juntas. Lucía ajustó el paso al lento ritmo de Elena.
—Pensé que era una antigüedad. ¿Tu marido es artista?
—Entre otras cosas. No me digas que no sabías nada —sonrió con ironía—. ¿Vives en una burbuja? Bueno, siempre fuiste así. Lo hace Adrián.
—¿Adrián? Pero la chica dijo que lo fabrica un discapacitado.
—Y lo es. Desde el accidente, no puede caminar. Ni lo hará nunca. Al menos esto les da para comer. Entremos a algún sitio, no quiero salir aún.
Se sentaron en una cafetería cerca de la salida, en la única mesa libre. La camarera dejó los menús y Elena pidió té verde y helado de vainilla para ambas.
—Qué casualidad. Últimamente pienso mucho en ti. Y hoy te encuentro comprando algo de Adrián —dijo Elena, mirando al vacío.
—¿Me reconociste? ¿Por qué no dijiste nada?
—No sé —se encogió de hombros—. No hablo con casi nadie. No tengo nada de qué presumir. Pero tú, veo que vives bien, gastando en tonterías. ¿Tu marido gana mucho? —preguntó con sarcasmo.
—No es una tontería, es una pieza hermosa.
—Estoy harta de cosas hermosas. Nuestra casa parece un taller. Él trabaja todo el día, moldeando, tallando, pintando… No se puede respirar. Pero prefiero eso a que bebiese. En el hospital, tras el accidente, un hombre le enseñó esto. Al principio era un desastre, pero mejoró. Al menos es algo.
—Lo siento, no sabía… —murmuró Lucía.
—Es peor de lo que piensas. Soy su criada, enfermera, cocinera… A veces no quiero vivir. Y todo por tu culpa. —Elena la miró con rabia.
—¿Yo? No entiendo.
—Santa ingenuidad. Antes creía que fingías. Luego entendí que eres de esas personas que solo ven lo bueno. Todas las chicas locas por Adrián, y él te eligió a ti.
Te odio, pero la culpa es mía —confesó de repente—. Te envidiaba. Pensé: “Qué tonta, no vale nada, y se queda con el mejor”. Así que hice lo posible para que no fuese tuyo.
¿No lo sabías? ¿Recuerdas cuando fuiste a casa de tus padres ese fin de semana? Él vino a la residencia. Yo lo aproveché. Lo emborraché y lo metí en mi cama. Luego quedé embarazada. Y para colmo, el niño nació muerto.
Te quité tu camino, pero no fui feliz. Ni amor, ni hijos. Un castigo completo.
Lucía la escuchaba en silencio. El té se enfriaba, el helado se derretía. Elena necesitaba desahogarse, y Lucía apenas podía creer lo que oía.
—A veces pienso: si se hubiese casado contigo, quizás no habría tenido ese accidente. Yo habría encontrado a alguien normal, tendría hijos, sería feliz… Pero ya no hay vuelta atrás.
Al principio hasta me alegré. Ahora es mío. Depende de míLucía, con el corazón apretado, extendió la mano hacia Elena, pero esta se apartó bruscamente y, sin decir más, se marchó, dejando atrás el peso de un pasado que jamás podría cambiarse.