**El Regalo**
Esperanza recorrió el piso, asegurándose de que todo estaba apagado y en orden. Le encantaba volver a casa y encontrarla limpia. ¿Para qué iba a dejar su pequeño paraíso? Vivía como en un sanatorio, haciendo lo que quería. Pero si no iba, su hija se enfadaría. El viaje a la costa era su regalo de cumpleaños.
Suspiró, sacó la maleta y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Tiró del pomo para comprobar que estaba bien cerrada y llamó a la puerta de al lado.
—¿Ya te vas? —preguntó la vecina, Sonia.
—Sí, aquí tienes las llaves. —Esperanza se las entregó con desgana.
—No te preocupes, regaré las plantas y lo cuidaré todo. Disfruta del descanso y no pienses en nada —aseguró Sonia—. Qué suerte tienes con tu hija, te ha comprado el billete. Descansa, madre. En cambio, mi Borja solo piensa en la botella. Tenía familia, piso… y lo perdió todo.
Esperanza compadeció a su vecina, pero justo entonces cayó en la cuenta: dejarle las llaves podría ser peligroso. ¿Y si su hijo se colaba en su casa? No tenía nada valioso, pero perder cualquier cosa dolía. Todo cuesta dinero. Además, le repugnaba pensar que alguien podía hurgar en sus cosas. Se arrepintió de no haber pedido a otro que vigilara el piso. Ya era tarde para echarse atrás. Y no quería ofender a Sonia desconfiando. Cuántas veces la había ayudado.
La vecina notó la duda en su rostro.
—No te preocupes, esconderé las llaves. No le diré nada a Borja. Vete tranquila —prometió.
Esperanza asintió y empujó la maleta hacia las escaleras.
—Que Dios te acompañe —gritó Sonia antes de cerrar su puerta.
Caminó hasta la estación. No iba a tomar un taxi por solo dos paradas, y subir al autobús con la maleta habría molestado a los demás. Cruzó el paso subterráneo hacia los andenes, donde ya esperaba un tren. Caminó junto a los vagones buscando el noveno. Lo encontró y se detuvo. Esperaría allí para no correr después.
*¿Y si la numeración empieza al revés?* —pensó, nerviosa—. *No importa, el interventor lo anuncia. Llegaré a tiempo.* Se tranquilizó.
Hace una semana, su hija apareció de repente.
—He decidido adelantar tu regalo de cumpleaños —dijo—. Para que te prepares.
—¿Estás embarazada? —preguntó Esperanza.
Un segundo hijo era buena idea, pero el primero apenas tenía un año. Demasiado pronto.
—No. No es eso. Te he comprado un viaje al sur. El tren sale el once por la noche, en litera. Toma. —Le entregó un sobre—. Tienes una semana para prepararte.
—¿Cómo? ¿Sola? ¿Sin vosotras? ¿Qué locura es esta? ¡Es mi cumpleaños! ¿Y los invitados? ¿La comida? No, no iré. Devuelve el billete.
—Mamá, lo he planeado para que no pases el día esclavizada en la cocina. Quería que tuvieras un regalo: el mar. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en la costa? Ni lo recuerdas. Es un regalo de Pablo y mío. Haz lo que quieras con él —dijo su hija, dolida—. Pero no lo devolveré. Si me quedo embarazada, olvídate del mar durante años. He elegido un buen lugar, justo frente a la playa.
Al final, tras quejarse por no haberla consultado, empezó a hacer las maletas.
Y así llegó Esperanza a la estación. Estos viajes, sobre todo en solitario, le causaban más ansiedad que alegría. Siempre igual: miedo a perder el tren, compañeros de vagón, adaptarse a lo nuevo… A su edad, el estrés era peligroso.
Cuando el interventor anunció la llegada del tren y confirmó que la numeración empezaba por la cola, se calmó. Había calculado bien. Pronto se oyó el silbato. Esperanza se ajustó el abrigo, agarró con fuerza la maleta y sacó los documentos. Otros viajeros esperaban cerca.
El tren pasó a toda velocidad hasta detenerse con un frenazo. La revisorEl tren arrancó de nuevo, y Esperanza, mirando por la ventana el paisaje que se desvanecía, sintió que, por primera vez en años, la vida le ofrecía una segunda oportunidad.