La Casa de la Esperanza
Lucía yacía con los ojos abiertos, siguiendo los destellos de los faros de los coches que pasaban frente a la casa. En el alféizar, la lluvia repiqueteaba una melodía irregular. En el sofá, Miguel resopló brevemente antes de callarse de nuevo. Cuánto tiempo llevaban sin dormir juntos…
Se conocieron catorce años atrás. Lucía llegó tarde al cumpleaños de su amiga Marta, corriendo entre las calles empedradas de Sevilla. Los invitados ya estaban sentados a la mesa cuando entró, ruborizada por las miradas curiosas.
“¡Vamos, no te quedes ahí!” —Marta la arrastró adentro sin dejarle quitarse el abrigo.
Lucía saludó con timidez y entregó el regalo, sin atreverse a levantar la vista.
“Mi niña, invita a Lucía a la mesa —intervino la madre de Marta—. Miguel, trae otra silla de la cocina.”
Un chico alto y sonriente le cedió su asiento. Apenas reconoció al hermano mayor de Marta, recién vuelto del servicio militar. Regresó con una silla de madera y la acomodó junto a ella. Los brindis continuaron. Miguel le alcanzó una copa.
“No bebo vino”, murmuró ella.
“Es mosto”, susurró él al oído. Sus copas tintinearon suavemente.
Le sirvió porciones de ensaladilla y salmorejo. Las amigas de Lucía no dejaban de mirarlo, cuchicheando entre risas. Más tarde, los padres se retiraron discretamente, y los jóvenes movieron la mesa para bailar sevillanas. Miguel la invitó a escapar. Caminaron bajo las estrellas por el Guadalquivir, hablando sin parar. Desde entonces, nunca se separaron.
“¿Te casarías conmigo?” —preguntó Miguel después de la fiesta de graduación.
¿Acaso había duda? Estaba loca por él. Solo faltaba convencer a su madre.
“¿Una boda? ¡Estáis locos! Él ya tiene un oficio, pero tú debes estudiar. Esperad al menos un par de años…” —suplicó su madre, conteniendo las lágrimas.
“Lo siento, pero no podemos esperar”, dijo Miguel con firmeza.
Su madre lo entendió al instante y se echó a llorar.
Así, en lugar de ir a la universidad, Lucía dio a luz a un niño siete meses después. Miguel trabajaba en un taller mecánico; ella cuidaba del pequeño. Fueron una buena madre y un buen padre. Vivían con la madre de Lucía hasta que, años más tarde, con el niño en el cole, Lucía empezó a trabajar como secretaria para un cliente de Miguel. Por fin pudieron comprar un piso con hipoteca.
Un hijo creciendo, un matrimonio feliz. Lucía creyó que así sería para siempre. Hasta que, hace un año, una vecina guapa y simpática se mudó al lado. Una noche, llegó con un postre y una botella de vino. Lucía puso la mesa. Bebieron.
Olga, así se llamaba, contaba chistes con gracia. Miguel se reía a carcajadas. Luego, ella preguntó si sabía montar muebles. Necesitaba ayuda con un armario.
“Claro que sí, Miguel es un manitas”, respondió Lucía sin pensarlo.
Al día siguiente, después de cenar, fue a ayudarla. Luego fueron cajas, una lámpara, pequeños favores… Las ausencias de Miguel se hicieron habituales. A veces, Olga visitaba a Lucía para charlar.
“Tenéis una familia preciosa. Qué suerte tienes”, suspiraba Olga.
“Ya encontrarás a alguien”, la consolaba Lucía.
“Ya lo he encontrado”, confesó Olga de repente, bajando la mirada.
Lucía no preguntó más, pero algo en el temblor de sus manos le inquietó.
Un día, otra vecina la detuvo en la calle.
“No es asunto mío, pero deberías saberlo. Vivo frente a Olga. Anoche, desde mi puerta, vi cómo alguien salía de su piso y entraba en el vuestro…”
Un escalofrío recorrió a Lucía. Quería negarlo, pero las palabras de la vecina taladraban su mente. “Es mentira, Miguel no haría eso…”
Cuando llegó a casa, estalló. Le lanzó un jarrón que él esquivó. El cristal estalló en mil pedazos. El sonido la devolvió a la realidad.
“Vete. No te quiero ver. ¿Cómo mirarás a nuestro hijo a los ojos?” —murmuró con voz muerta.
Miguel no gritó, no se defendió. Limpió en silencio y se acostó en el sofá.
A la mañana siguiente, dijo que no se iría. Y así, durante meses, vivieron como extraños. Hasta que su madre llamó con noticias: su padre había muerto. Le dejaba en herencia una casa en un pueblo de Cáceres.
Decidieron ir a verla. El coche avanzó por caminos polvorientos hasta llegar a una aldea casi vacía. Una mujer mayor, Valeria, les esperaba.
“Por fin. Vicente os esperaba…” —Les dio la llave de una casa antigua pero acogedora—. “Es sólida. Él arregló el tejado, dejó leña… Si queréis venderla, tengo un comprador.”
Pero algo en aquellas paredes los tocó. El niño, Dani, corrió por el campo, feliz. Miguel encendió la chimenea. Lucía encontró una foto vieja: ella, de niña, en brazos de su padre.
Al anochecer, se acostaron en una cama chirriante, separados. Pero en la oscuridad, él la abrazó.
“Te he echado de menos.”
Salieron de puntillas, riendo como adolescentes.
Por la mañana, Dani los sorprendió besándose.
“¿Os habéis reconciliado?”
Volvieron a ser una familia. Al marcharse, Lucía miró atrás. La casa les había devuelto lo que estaban a punto de perder.
“¿Qué queréis que os traigamos?” —preguntó Miguel a Valeria.
“Chorizo y turrón, si podéis.”
En el camino de vuelta, Dani hablaba sin parar de volver en verano. Miguel posó su mano sobre la rodilla de Lucía.
Llevaban consigo la esperanza de que, pase lo que pase, seguirían juntos. Hasta el final de sus días.