**Corre, antes de que sea demasiado tarde…**
Todas las chicas sueñan con un amor grande y puro. Que les haga dar vueltas la cabeza y el corazón se les pare ante un abrazo tierno. Que un chico les haga una propuesta bonita e inusual en el momento más inesperado, y que todos lo vean y les envidien. Que la boda sea perfecta. El novio, con un traje elegante, y ella a su lado, una novia frágil en un vestido blanco y vaporoso, radiante de felicidad. Casi desde la cuna, cada niña fantasea con esa boda. Elena no era la excepción.
A mediados del curso, un chico nuevo llegó al instituto: David Zamora. En el recreo, todos lo rodearon, preguntándole de dónde venía y por qué se cambiaba a mitad de año.
—Mi padre es militar, lo trasladaron aquí —explicó David a los chicos.
—¿Sabes disparar?
—Algo.
—¿Con qué pistola?
—La reglamentaria… —Las preguntas no paraban.
David notó a Elena enseguida. Ella estaba apartada, como si no le importara su presencia. Después de clase, él la acompañó. Resultó que vivían en la misma dirección. Ella le habló del instituto y de su clase; él, de las ciudades y los cuarteles donde había estado su padre.
El día del cumpleaños de Elena, David llegó al aula con una rosa y se la entregó frente a todos. Con cualquier otro, los chicos se habrían burlado, soltando chistes vulgares, pero el gesto de David les ganó respeto… y a las chicas les dio envidia.
Elena aceptó la rosa como si le regalaran flores todos los días. Su mirada decía: *”Mirad cómo me persigue el nuevo. ¿Envidiáis? Esto no es nada aún”*. Lo trataba con indiferencia, aunque le gustaba.
Antes de los exámenes finales, Elena conoció a un chico mayor, deportista. En la ribera del Ebro había una competición de remo. Ella y una amiga se detuvieron a mirar.
—Chicas, venid aquí. Desde aquí se ve mejor —llamó un chico atractivo.
—¿Tú también compites? —preguntó Elena, abriéndose paso entre el público.
—No, yo hago lucha. Compite un amigo mío. Ahí va, el segundo —señaló hacia el agua mientras no apartaba los ojos de Elena, claramente destacándola entre sus amigas.
Víctor, así se llamaba su nuevo conocido, la acompañó a casa.
—¿Sabes qué significa mi nombre?
Elena lo sabía, pero en ese momento se le olvidó todo.
—Vencedor. En la vida, siempre gano.
Le gustaba. Elena escuchaba esas sensaciones nuevas que la atraían, la agitaban y, de algún modo, la asustaban. Todo se le enredaba en la cabeza. David quedó olvidado. ¿Qué era él comparado con Víctor Rojas? Todo el camino pensó si la besaría y cómo reaccionaría si lo hacía. Antes de despedirse, él le deseó buenas noches y se fue. Elena sintió decepción.
Al día siguiente, cuando salió del instituto, Víctor apareció junto a un coche aparcado, abrió la puerta del acompañante y la invitó a subir. Antes de entrar, Elena miró alrededor, asegurándose de que sus amigas la vieran. Las chicas, en la entrada, quedaron boquiabiertas, y David, a lo lejos, fruncía el ceño. Elena subió al coche con aire triunfal. Pero, al alejarse, el miedo la invadió. ¿Adónde la llevaba?
Víctor solo la paseó por la ciudad, contándole de los países que había visitado por competiciones. La atención de un chico mayor la halagaba. Se comportaba con moderación, sin excederse. De sus viajes, le traía perfumes y bisutería elegante. La humilde rosa quedó atrás. Las amigas admiraban sus regalos, sin ocultar la envidia. Y David… David ya ni existía para Elena.
Tras terminar el instituto, ingresó en la universidad. Casi cada día, Víctor la recogía en coche.
—¿Dónde está tu Romeo? —preguntaban las chicas cuando la veían caminar sola.
—Se fue a un entrenamiento —respondía Elena, sonriendo.
La propuesta llegó de improviso, en medio de la plaza, arrodillándose y ofreciendo una cajita de terciopelo con un anillo, claro, con un diamantito diminuto. Como en las películas.
Un coche patrulla se detuvo y casi los llevan al cuartelillo por alterar el orden.
Lo único que lamentó Elena fue que nadie de sus amigas lo viera, que no pudiera repetir la escena como una cinta.
En el registro civil, estaba envuelta en encajes, deslumbrante y feliz. A su lado, él: deportista, guapo, vencedor. Los músculos a punto de reventar la chaqueta. ¿Qué más podía desear?
De la boda, el flamante marido la llevó a su piso.
Un mes después, Elena supo que estaba embarazada. Tan inoportuno. ¿Y los estudios?
—Piensa en nuestro hijo. Luego terminarás, si quieres. Quédate en casa. El dinero no falta —dijo Víctor.
—¿Y si es niña?
—Será niño. Soy un vencedor, ¿recuerdas?
Elena dio a luz un varón. Los regalos y felicitaciones pasaron. Víctor iba a entrenar, a competiciones, y ella se quedaba en casa con el niño. Las amigas desaparecieron. Su madre insinuó que llamaría, pero visitas… El yerno no quería intromisiones.
No es que le afectara, pero la felicidad se siente más plena cuando tiene testigos. Así, nadie lo veía, no tenía gracia. Elena se sentía aislada, como apestada. Poco a poco, despertaba del sueño bonito.
Cuando el niño creció, todo fue más fácil. Lo llevaba a clases de preparatoria, a clubs, casi todos deportivos. En las esperas, hablaba con otras madres. Pero siempre notaba la sombra de Víctor, incluso cuando no estaba. En la calle, miraba atrás, convencida de que alguien la seguía. Un día, se lo comentó a él.
—Paranoica. ¿Crees que no tengo nada mejor que hacer que espiarte? —respondió irritado.
—Víctor, quiero trabajar, terminar la carrera. Estoy harta de estar en casa.
—¿Ah, sí? Miles de mujeres matarían por tu vida. ¿Quieres echarlo todo a perder? —Su mirada la traspasó. Elena no esperaba esa reacción. No volvió a mencionarlo.
Un día, mientras David estaba en el jardín de infancia, visitó a una amiga. Entre tazas de té, se quejó de su encierro, de que su marido no la dejaba trabajar.
—Qué rara eres, Elena. Yo firmaría por tu vida. Sin jefes, sin lunes. Todo servido, y tú quejándote.
—¿Dónde estuviste? —Víctor la recibió a gritos al volver.
—Con una amiga, tomamos algo… —No terminó la frase antes de que él la golpeara en la cara. Por primera vez entendió eso de “ver las estrellas”.
—¿No te gusta estar en casa? Ten una niña, así no te aburrirás —dijo, empujándola sobre la cama…
Elena evitaba salir, ver a nadie, para no provocarlo. Pero el miedo se instaló en su alma. ¿Qué le pasaba? Ya no lo reconocía y le tenía miedo.
Un día, volvían del parque y vieron un puesto de sandías.
—Mamá, cómprame —pidió Nico.
Elena le pidió al vendedor que eligiera una. Sonriente, un joven marroquí les pesó una sandía enorme.
—Es enorme. ¿Cómo la llevaré? —exclamóPero una noche, mientras el viento silbaba entre los árboles como un susurro de advertencia, Elena finalmente reunió el valor para escapar con Nico, dejando atrás no solo a Víctor, sino también los fantasmas de su pasado, mientras el primer rayo de sol del amanecer pintaba el horizonte de un rojo esperanzador.