**La cajita del anillo**
Ana y Jorge se conocían desde el colegio. Vivían en el mismo edificio, en escaleras distintas, y compartían clase. Los primeros dos años, la abuela de Jorge los recogía al salir. La madre de Ana trabajaba por turnos, y su padre viajaba mucho por negocios.
—Ana, ven a casa, que te doy de comer—, le decía siempre la abuela.
Ana esperaba con ilusión que no se olvidara de invitarla. Disfrutaba de un buen cocido, unas croquetas con patatas o unos macarrones con salchichas.
—¿Otra vez sin comer? ¿Para quién cocino? Parece que en tu casa no te alimentan—, regañaba su madre al ver la nevera intacta por la noche.
Ana decía que le daba pereza comer sola, que la abuela le insistía y no podía negarse. Pero en tercero, tuvieron clases por la tarde. La abuela dejó de invitarla porque su madre ya estaba en casa. Y luego, dejó de ir por ellos del todo.
—Por favor, ¿acaso soy un niño? Qué vergüenza—, contestó Jorge cuando Ana le preguntó por qué su abuela ya no iba.
Ana notó que Jorge ya no la esperaba en el vestuario, que se iba corriendo o caminaba con otros compañeros, ignorándola. En clase también la evitaba, porque los chicos se burlaban, diciendo que eran novios. Ana se enfadó. Cuando él le pedía copiar los deberes, le negaba con la barbilla alta.
En el instituto, muchos empezaron a salir con chicas. Jorge dejó de esconderse de Ana. Volvieron a caminar juntos, y a menudo iba a su casa para copiar tareas o preparar trabajos.
Un día, Ana llegó y encontró a su madre llorando.
—¿Le ha pasado algo a papá?—, preguntó asustada.
—Sí. Nos ha dejado. Se fue con otra. Ojalá se le pudra todo…
Desde entonces, su madre se encerró en sí misma. La casa se volvió insoportable. Ana no quería volver. Y a Jorge le enfermó la abuela, olvidándose hasta de comer. Él cuidaba de ella hasta que llegaban sus padres. Solo se veían en clase.
Antes de la Selectividad, todos hablaban de universidades. Ana sabía que no tenían dinero, así que entró en un ciclo formativo. Jorge, en cambio, fue a la universidad.
Con el tiempo, apenas se veían. Primero se saludaban con dos palabras, luego solo un “hola”. A veces, Ana lo veía con una chica y él fingía no verla.
Le ardían los celos. No sabía si era amor o simple amistad, pero le dolía.
En el último curso, llegó un profesor nuevo, recién graduado. Era tímido, evitaba mirar a las chicas y llevaba gafas gruesas.
Un día de lluvia primaveral, Ana se quedó bajo el alero esperando a que escampara. El profesor, Víctor Manuel, sacó un paraguas.
—¿Vives lejos?— preguntó.
—A cuatro paradas de autobús.
—Te llevo en coche.
—No hace falta—, dijo Ana.
Pero él la cubrió con el paraguas y la acompañó a su viejo Seat. Al quitarse las gafas, Ana se sorprendió.
—¿Conduces sin ellas?
—Son de mentira. Las uso para parecer serio—, confesó con una sonrisa. —No se lo digas a nadie.
—Vale—, pensó Ana. «Sin gafas está guapo.»
Hablando en confianza, él le preguntó si pensaba seguir estudiando. Ana casi le dijo que sí, aunque no era verdad.
La llevó hasta el portal bajo la lluvia, aunque ya casi no caía agua. Luego, la recogió más veces, esperándola a la salida. Incluso fueron al cine o a tomar helados. Ella siempre lo llamaba “don Víctor”, pero en secreto le gustaba que un profesor, un hombre mayor, la cortejara.
Un domingo, llegó con flores y bombones. Mientras tomaban el café, su madre le interrogó sobre su trabajo. Ana permaneció callada.
—Ana va a buscar trabajo—, dijo su madre.
—Justo por eso vine—, contestó él. —Hay una plaza libre en el instituto. Podría quedarse como profesora.
—¿De verdad? ¿Ana, lo oyes?— se alegró su madre.
—No quiero enseñar. No es lo mío—, contestó ella, mirándolo directo.
Él se turbó, llevándose la mano a unas gafas que no llevaba.
—En realidad, vine a pedir la mano de Ana.
Su madre se quedó boquiabierta.
—Entiendo que es inesperado. No os precipitéis. Tengo coche y piso. No le faltará de nada—, insistió, hablando casi solo a la madre.
Ana pensó: «Una cajita con un anillo habría ayudado». Soñaba con algo romántico, no una propuesta entre tazas de café.
Al final, dijo que lo pensaría.
—¿En serio te gusta?— preguntó su madre después.
Ana encogió los hombros.
—Bueno, tiene coche y piso. Quizá deberías aceptar.
Pero ella no quería casarse, menos con un hombre que ni siquiera sabía proponer.
—Por cierto, vi a la madre de Jorge. Dijo que se va a Madrid a seguir estudiando.
—¡Y no me lo dijiste! ¿Cuándo se va?— se alarmó Ana.
—¿Cuándo iba a decírtelo? Con lo de tu “novio”, se me olvidó. Creo que ya se ha ido.
Una semana después, cuando Víctor volvió con otro ramo y más bombones (igual que la vez anterior), Ana aceptó. Tampoco esta vez hubo anillo.
—Quizá tengas razón. El amor se va, pero el piso y el coche quedan—, suspiró su madre.
Tras una boda aburrida, llegó una vida aún más gris. Víctor corregía exámenes por las noches. No había romance, paseos ni planes. Hasta las noches juntos eran frías. Ana entendió que nunca lo amaría. Vivían como dos vías paralelas, juntas pero sin tocarse.
Un día, al visitar a su madre, encontró a su padre allí. Su madre, sonrojada, explicó:
—Volvemos a vivir juntos. Él no era feliz sin mí.
—Me alegro—, dijo Ana.
Pero al salir, casi lloró. Sus padres se querían. ¿Y ella? No soportaba ver a Víctor, tan predecible como un reloj.
Llevaban casi dos años juntos, pero más lejos que nunca. ¿Irse? ¿Adónde? No quería molestar a sus padres.
Esa noche, mientras él comía con la cabeza gacha, Ana estalló:
—Quiero separarme. No te amo.
Víctor alzó la vista. Ahora llevaba gafas de verdad. La miró como a una alumna que hubiera fallado.
—¿Y cuándo…?
—Ahora.
Hizo la maleta, casi alegre.
—Te llevo— dijo él.
—No. Ya llamo un taxi.
Su madre abrió la puerta, sorprendida.
—¿Te has separado?
—Sí. ¿Puedo quedarme un tiempo?
—Claro—. Su padre tomó la maleta. —Mejor tarde que nunca. Con él eras un bloque de hielo. Ya verás, la vida da muchas vueltas.
Ana lloró abrazándolo. Esa noche, sin dormir, se preguntó: ¿era el fin o el principio?
El verano llegó de golpe. O quizá era solo ella, que no recordaba la última vez que había disfrutado del sol. El divorcio fue rápido. Él pronto encontró a una estudiante que la reemplazó. Ana, en cambio, rechazaba a todos los hombres.
Un día, caminando bajo el sol, alguien la llamó:
—¡Ana! ¿Adónde vas tan deprisa?
Era Jorge.
—¡Jorge!— Se abAna lo abrazó, sabiendo que esta vez ni la distancia ni el tiempo los separarían, porque al fin tenía en sus manos la cajita con el anillo que tanto había esperado.