Un error aterrador

El Fatal Error

Lucía despertó con un dolor punzante. Algo había soñado antes de abrir los ojos, algo importante. Pero la molestia la distrajo, y el sueño se esfumó de su memoria. Nunca le había dolido tanto el vientre, ni siquiera cuando el malestar se extendía hacia la espalda.

Permaneció quieta, escuchando su propio cuerpo. El dolor parecía ceder. Con cuidado, se sentó en la cama, pero al intentar levantarse, una nueva punzada la atravesó. Gritó y se desplomó al suelo. Arrastrándose de rodillas, llegó hasta el cómoda donde había dejado el móvil cargando.

Así llamó al 112, apoyada en una mano, jadeando. “Tranquila, la ambulancia llegará pronto”, se repetía. “Pero… ¿la puerta? ¡Tendré que abrirla!” Gateó hacia el recibidor. El latido del dolor en su vientre era insoportable.

Intentó erguirse para descorrer el cerrojo, pero el dolor la dobló de nuevo. Las lágrimas brotaron. Eso era lo peor de la soledad: no que nadie te alcanzara un vaso de agua, sino que no hubiera quien abriera la puerta a tu salvación. Se mordió el labio hasta sangrar e hizo un último esfuerzo. Consiguió abrir la cerradura antes de desplomarse inconsciente.

Entre brumas, escuchó voces fragmentadas. Alguien le hacía preguntas. Ella creyó responder, o tal vez solo lo imaginó.

Al despertar, el sol otoñal entraba a raudales por la ventana de la habitación. Lucía apartó la cara, cegada, y una punzada bajo el esternón la hizo fruncir el ceño. Su vientre parecía hinchado, pero el dolor había desaparecido.

Hace poco, al intentar otra vez romper con Javier, había pensado que prefería morir antes que seguir así. Sin marido, sin hijos. Sin nadie. ¿Para qué vivir? Y, sin embargo, esa noche, se había aferrado a la vida con desesperación. Comprendió lo aterrador que sería morir así, de repente, sola.

—¿Despierta? Ahora llamo a la enfermera.

Lucía volvió la cabeza hacia la voz. En la cama contigua yacía una mujer regordeta de edad indefinida, enfundada en una bata de franela azul con florecillas amarillas.

Poco después, entró la enfermera.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó. Joven, de mejillas sonrosadas. ¿O era el efecto del gorro rosado que llevaba?

—Bien —mintió Lucía—. ¿Qué me ha pasado?

—El médico vendrá pronto y se lo explicará —dijo la chica antes de salir.

Lucía vio su trenza castaña, gruesa y larga hasta la cintura. ¿Todavía había mujeres que llevaban trenzas?

—Estás en ginecología. Te trajeron hace un par de horas. Vaya sueño que tenías, chiquilla —comentó su compañera de habitación.

“Chiquilla”. Últimamente, en las tiendas y el autobús, la llamaban “señora” o “ciudadana”. Lucía se sentía vieja. Aunque, ¿vieja con cuarenta y dos años? Quizá por eso, cuando alguien intentaba presentarle a un pretendiente, se excusaba: “Mi tiempo ya pasó, es tarde, no necesito a nadie”. Por eso intentaba dejar a Javier, pero él siempre volvía.

—¿Cómo se siente? —Un médico cincuentón entró en la habitación.

—Doctor, ¿qué ha pasado? ¿Me operaron? Me siento como si hubiera tragado un globo.

—Martínez, la esperan en curas —dijo el médico a la otra paciente.

La mujer se levantó, se ajustó la bata y salió con desgana.

Lucía agradeció la mirada cansada del médico.

—Le hicieron una laparotomía. Tenía un embarazo ectópico, se le reventó la trompa.

—¿Cómo? —Lucía casi se incorporó de golpe, pero los músculos abdominales protestaron con dolor.

—¿Qué la sorprende? —preguntó él.

—A mí… me diagnosticaron infertilidad.

—Eso no descarta un embarazo ectópico, ni uno natural. La vida está llena de milagros. Créame. Quédese unos días.

—¿Puedo levantarme?

—Debe hacerlo, pero sin exagerar —contestó antes de irse.

Lucía digería la información. Le habían dicho que no podía tener hijos. Su marido la abandonó por eso. Aunque, en realidad, solo era una excusa para sus infidelidades. “¿Podría quedarme embarazada? ¿En qué pienso? Con cuarenta y dos años es tarde para hijos —se reprochó—. ¿Por qué no le pregunté al médico?”

Se sentó en la cama, calzó las zapatillas que estaban en el suelo y se envolvió en la bata que colgaba del respaldo. Seguro la trajeron los de la ambulancia. El dolor era leve, solo una molestia en los músculos.

Al ponerse de pie, notó un ligero mareo. “El anestésico”, dedujo. Sintió peso en el bolsillo. “Las llaves de casa. El DNI. Cerraron la puerta.”

No había espejo en la habitación. Lucía se alisó el pelo con la mano y salió al pasillo. Caminó despacio hasta la puerta con el letrero “Consultorio”, pero estaba cerrada. Siguió hasta el mostrucrip de enfermería, decidida a preguntar cuándo volvería el médico.

Un mareo repentino la obligó a sentarse en un sofá del vestíbulo antes de llegar.

“¿Se alegraría Javier si supiera que podía darle un hijo?” Se conocieron hacía cinco años. Él fue claro: estaba casado, con un niño pequeño. Su romance fue intenso. Lucía no esperaba nada. Intentó dejarlo muchas veces. Él se ofendía, se iba, pero regresaba. Al principio prometía dejar a su esposa cuando la hija creciera, pero la niña ya iba al colegio y él seguía ahí. Lucía dejó de preguntar. Cada vez juraba que era la última, pero cedía.

Una conversación la sacó de sus pensamientos. Desde el sofá, no veía el mostrucrip, pero reconoció la voz de la enfermera del gorro rosado al mencionar su apellido.

—Imagínate, durante la operación, el doctor Serrano encontró un tumor. Enorme.

—¿Y? —preguntó otra voz juvenil.

—Nada. La suturaron y ya. Serrano dijo que era fase terminal. Mañana trasladan a esa Delgado a oncología. Y no es mayor… Dijo que le queda poco.

—Qué pena —respondió la segunda voz.

Las enfermeras siguieron hablando, pero Lucía ya no las oía. El eco de “tumor” y “fase terminal” resonaba en su cabeza. Un calor repentino la invadió; la náusea subió por su garganta. “Dios mío, soy yo. ¿Tengo cáncer? ¿Mañana me llevan a oncología? ¿Por qué no me lo dijo el médico?”

Temblando, regresó a la habitación y se echó a llorar.

Su compañera volvió. Lucía giró la cabeza hacia la ventana.

—¿Lloras? ¿Llamo a alguien? —preguntó la mujer.

—No hace falta. —Lucía salió al pasillo, bajó las escaleras y se encontró bajo un sol cálido. Pacientes paseaban por el jardín. Nadie la miró.

No iría a oncología. El médico dijo que le quedaba poco. Recordó a su madre muriendo. Quimioterapia interminable. Treinta ciclos. Hasta que dijo basta.

Miró el edificio del hospital. No tenía pertenencias, solo las llaves y el DNI en el bolsillo. No quería sufrir como su madre. Se iría.

El tiempo que le quedaba, lo pasaría en casa. Al menos no perderíaLucía caminó hacia la salida con determinación, sabiendo que, fuera cual fuese el tiempo que le quedaba, lo viviría sin miedo, abrazando cada instante como un regalo inesperado.

Rate article
MagistrUm
Un error aterrador