La chica estaba al otro lado de la barandilla. No había duda de su intención de saltar desde el puente…
Al principio del turno de noche, una ambulancia trajo a un joven. Su coche había chocado contra un todoterreno en un cruce. Tras horas de operación, lo llevaron a la UCI, y la cirujana, Leonor Martínez, anotaba los detalles de la intervención en la historia clínica.
“Café, Leonor”. María, una enfermera experimentada, dejó una taza humeante al borde de la mesa.
“Gracias. Avísame cuando despierte, por favor”, respondió Leonor sin levantar la vista.
“Descansa un poco mientras puedas. Parece que va tranquilo”.
“Ya sabes cómo son estas noches… cuando empiezan así, suele complicarse”.
Y vaya si acertó. No había terminado el café cuando llegó otro paciente. Al amanecer, Leonor estaba agotada y se quedó dormida sobre los papeles. Hasta que María la despertó: “El paciente del accidente ha recuperado la conciencia”.
Podría haber dicho que su turno había terminado, que otro médico se haría cargo. Pero no era su estilo. Quería ver cómo evolucionaba.
Bajo las luces fluorescentes, el linóleo del pasillo brillaba como un espejo. Leonor entró en silencio a la habitación. Ayer apenas lo había visto, pero ahora observó a un hombre atractivo, rodeado de cables y dispositivos. Al mirarlo de nuevo, notó que él la estudiaba con intensidad.
Incluso en una cama de hospital, irradiaba seguridad. Leonor tragó saliva, conteniendo las ganas de apartar la mirada.
“¿Cómo se encuentra, Alejandro? Tuvimos que extirparle el bazo. Perdió mucha sangre, tiene dos costillas fracturadas, pero los pulmones están bien. Fuera de peligro”.
“Gracias”, respondió él con voz ronca.
“Mi turno ha terminado. Nos vemos mañana”.
La ambulancia que traía otro paciente la llevó a casa. En el recibidor, un gato anaranjado llamado Duque la saludó frotándose contra sus piernas. Tenía tanto sueño… pero primero debía darle de comer, o no la dejaría dormir.
Al día siguiente, Alejandro lucía mejor. Incluso sonrió al verla entrar.
“Hola. Veo que mejora. Hoy lo trasladarán a una habitación y le devolverán el móvil”.
“No tengo a nadie en esta ciudad… ¿Le causé muchos problemas ayer?”. Su mirada seguía siendo desafiante. ¿Cómo lo hacía?
“¿Cuándo me darán el alta?”.
“Lo acaban de operar, tiene costillas rotas… Al menos una semana aquí”.
Al salir, sintió su mirada clavada en ella. Y esa sonrisa… algo le resultaba familiar.
Toda la tarde intentó recordar dónde la había visto. Al día siguiente, él ya esperaba sentado en la cama, con una camiseta limpia.
“Me la trajo una enfermera. Mi ropa estaba llena de sangre”. Alejandro la observó. “Leonor… tengo la sensación de que quiere preguntarme algo”.
“Bueno… sí. ¿Nos conocemos de antes?”.
“Lo dudo. Tengo buena memoria para los rostros, y jamás olvidaría a una mujer como usted”. Su sonrisa se torció un poco por el dolor.
“Puede levantarse, pero con cuidado”.
“¿Volverá a verme?”.
“Depende de cómo vaya el turno”.
*¿Por qué me mira así? Como si le debiera algo…*, pensó.
Días después, Alejandro insistió: “¿Ya recordó dónde nos vimos?”.
“Debí equivocarme”.
“Yo sí creo que nos conocemos. Sus ojos… no los olvido”.
“¿Qué pasa con mis ojos?”.
“Desde el primer día noté algo. Incluso descansada, su mirada es… cautelosa. Como si esperara peligro”.
“Tonterías. No pienso huir de nada. En tres días tendrá el alta”.
Esa tarde, recibió el alta… pero no se fue. Esperó en el pasillo hasta verla salir de quirófano.
“Tanto que quería irse, y aquí sigue”, dijo Leonor, arqueando una ceja.
“¿Me está evitando?”. Su franqueza era desconcertante. “No podía irme sin agradecerle. Me salvó la vida”.
“Exagera”.
“Sin esa operación, habría muerto. Déjeme invitarla a cenar. Quizá así recuerde dónde me vio”.
“Es muy persistente”. Pero accedió.
En el restaurante “El Rincón de Sevilla”, Alejandro estaba irreconocible: afeitado, traje impecable.
“Temí que no viniera”, admitió, admirando su vestido verde esmeralda.
Ella pidió un café y una ensalada. Él, lo mismo, más un filete.
“¿De dónde viene su nombre? ¿Le gustaba a su padre *El Mago de Oz*?”.
“Acertó”.
“Y mi nombre es largo y formal… cansa solo decirlo”.
Ella rio. “Por fin la escucho reír”.
Mientras comían, él habló: “Hace años, siendo estudiante, vi a una chica a punto de saltar de un puente. La noche era fría, lloviznaba… Le dije que el agua estaría helada, que ningún problema a su edad era tan grave. Por suerte, me escuchó”.
Leonor jugueteó con la ensalada, sin mirarlo.
“La llevé a un bar, le compré un café… Poco dinero tenía, pero quería ayudarla. Me contó que en el colegio se burlaban de ella. ‘Hasta un tornado dejaría en paz a la gorda Leonor’, le decían”.
Ella levantó la vista, con los ojos vidriosos.
“Un día, en un campamento, un chico la engañó… la empujó al río. Todos se rieron mientras ella se ahogaba. Nadie la defendió”.
Alejandro asintió. “Por eso quiso saltar del puente”.
“Después de aquello, juré ser doctora y adelgazar. Pasé hambre, me desmayaba en clase… pero lo logré. Aunque un profesor me dijo que con el embarazo volvería a engordar”.
Alejandro la miró con ternura. “Yo tampoco la reconocí. Pero su mirada… esa mezcla de miedo y determinación, es inolvidable”.
Ella respiró hondo. “Nunca se lo conté a nadie. Hasta que una de esas chicas vino a mi consulta. Quise vengarme… pero no lo hice”.
“Pensé en ti durante años. Y ahora, aquí estamos. Yo te salvé entonces, tú me salvaste ahora”.
Leonor se levantó. “Debo irme. Mañana tengo cirugías”.
Al día siguiente, en su mesa había un ramo de flores y una nota:
*”Dos encuentros no son casualidad. Nadie volverá a hacerte daño. Debo irme, pero volveré”*.
Leonor sonrió. Siempre había controlado todo: su peso, sus sentimientos… ¿Dejaría que alguien más se hiciera cargo?
Alejandro regresó una semana después, como prometió…