El astuto Timoteo

**El Astuto Timoteo**

Lola y su madre llevaban varios días discutiendo. Cuando se cansaban, cada una se refugiaba en su rincón, guardando silencio y rumiando su enfado. Pero en cuanto una de ellas volvía a hablar, la pelea estallaba de nuevo.

—¡Es imposible hablar contigo! No escuchas a nadie. Solo existe tu opinión, nada más. Ni siquiera escuchaste a papá. Por eso se fue de tu lado —gritó Lola, consciente de que mencionar a su padre era un golpe bajo, pero no podía contener su rabia.

—Me iré de todas formas, porque no puedo vivir sin Pablo. Lo amo. Quería irme en buenos términos, pero veo que no será posible. Soy adulta, tengo veinte años. Antes, a esta edad, las chicas ya eran consideradas solteronas. Tú siempre tan perfecta, ¿no te das asco de ti misma? No quiero ser como tú… —Lola se mordió la lengua.

—No me opongo. Y te escucho perfectamente. ¿Por qué no se casan, si se aman tanto? —respondió su madre con calma, asustada por el arrebato de su hija.

—Otra vez lo mismo —susurró Lola—. ¿Casarnos? Somos estudiantes. ¿Vivir a tu costa o de sus padres? Ya le compraron un piso a Pablo.

—¿Y con qué van a vivir?

—Te lo dije, Pablo trabaja haciendo páginas web y pequeños programas. Le pagan por eso. Sí, mamá. ¿No has oído que ahora se trabaja así, en línea? Tenemos para comer, y en un año terminaremos la carrera y nos casaremos.

—Entonces esperen ese año. ¿O tienen prisa? ¿Estás embarazada y no me lo dices? —su madre la escudriñó con sospecha.

—No, mamá, no estoy embarazada. Estoy harta. Hablar contigo es inútil. —Lola entró en su habitación y comenzó a sacar ropa del armario, apretujándola en la mochila. No cabía todo, y se quedó junto al sofá, indecisa.

Su madre apareció en la puerta. «Ahora empezará a gritar de nuevo», pensó Lola. Pero su madre solo permaneció en silencio y se fue. La joven no supo qué pensar. Minutos después, su madre regresó y dejó una maleta junto al montón de ropa. Era la maleta que usaba en sus viajes con su padre.

—¡Gracias! —Lola la abrazó—. No me voy al fin del mundo, vendré a verte. Te llamaré todos los días. Si necesitas algo, dime, iremos con Pablo a ayudarte.

De pronto, su madre se derrumbó, se sentó en el sofá y cubrió su rostro con las manos.

—Todos me abandonan. Bien hecho, huyan, váyanse, como si fuera un monstruo. Era útil cuando era joven y sana, ahora solo les estorbo. Tu padre encontró una más joven, yo ya no le sirvo. Cuando le dolía el estómago o la espalda, ahí sí me necesitaba. Lo cuidaba, le hacía masajes, le preparaba comida al vapor. Hasta le exprimía zumo de patata y col. Entonces valía. Pero en cuanto mejoró, se largó con otra, joven y sana. No importa, cuando le falle algo, volverá arrastrándose, pero no lo perdonaré.

—Y ahora tú te vas. ¿Qué te faltaba aquí? Tendrás que cocinar, hacer la compra, lavar… Y además estudiar. La vida de mujer es dura. ¿Y si te quedas embarazada? ¿A qué tanta prisa?

Lola se sentó junto a ella y la abrazó. Notaba su tensión, su tristeza. Por un instante, dudó.

—¿Por qué no siguen viniendo como antes? ¿Para qué irse de casa? —su madre no se calmaba.

—La gente vive junta porque no puede estar separada. Lo amo. Vendré, te lo prometo. Y llamaré todos los días. Si quieres, nos mudamos contigo.

Su madre apartó las manos de su rostro y se enderezó bruscamente.

—Ni hablar.

Lola sonrió para sí.

Su madre se había casado tarde. Su abuela era estricta, nunca la dejó salir de su lado. Solo cuando ella murió, su madre se casó. “Subió al último vagón”, como se dice.

Lola tenía veinte años, y su madre ya estaba jubilada. La fábrica donde trabajaba quebró, y a todos los mayores los mandaron a casa. Encima, su padre hizo de las suyas. Lola lo entendía. Pero, ¿cómo dividirse entre su madre y Pablo? Difícilmente los tres convivirían. Conocía el carácter de su madre. Y, ¿para qué intentarlo, si Pablo tenía su propio piso? Era lo mejor para todos. Solo que su madre temía quedarse sola.

—Perdóname, mamá. Te quiero mucho. Pero también quiero a Pablo. —Lola se levantó y siguió empacando.

Cuando su madre salió de la habitación, sacó el móvil del bolsillo del pantalón.

—¿Me esperas? —susurró al teléfono—. Ahora voy.

Colgó, se colocó la mochila al hombro, bajó la maleta al suelo y la arrastró hacia la salida.

Su madre estaba en la cocina, de espaldas, mirando por la ventana.

—Mamá, no te enfades. Te llamaré mañana —dijo Lola con tono culpable.

Su madre ni se movió. Parecía tan perdida, tan sola, tan herida, que a Lola le dio pena. Pero si cedía ahora, si se acercaba, su madre volvería a rogarle que se quedara. Y Pablo ya la esperaba abajo, seguramente helándose. Así que, antes de que cambiara de opinión o su madre reaccionara, Lola salió decidida.

Podrían haber cogido un taxi, pero debían ahorrar. Así que ella y Pablo fueron a la parada del autobús.

—¿Y? ¿Mucho drama? ¿Te suplicó que te quedaras? —preguntó Pablo en el autobús, apretando su mano.

—Normal —murmuró ella. No quería hablar.

—¿Te arrepientes?

—No, qué va —respondió Lola rápidamente, apretándole la mano y acurrucándose contra ella.

Lola llamaba a su madre todos los días entre clases. Ella se quejaba de la presión, de los dolores cuando cambiaba el tiempo. Era finales de noviembre, pero aún llovía o caía aguanieve. Hasta una persona sana sufría con ese clima, imagínate su madre.

Lola intentaba animarla. Pero oír siempre lo mismo la cansó. «Tómate una pastilla, descansa», ¿qué más podía decir? Empezó a llamar menos. El próximo fin de semana iría a verla.

—¿Quieres que vaya contigo? —propuso Pablo.

—Mejor voy sola. Para mamá, ahora mismo eres el enemigo público número uno, la causa de su soledad. No hace falta un escándalo. Quédate trabajando.

Lola compró mandarinas y un pastel. Al abrir la puerta, un fuerte olor a valeriana le golpeó. Le dio un vuelco el corazón. Su madre estaba en el sofá, con una toalla en la cabeza.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Te duele algo? ¿Llamo a una ambulancia? —se alarmó Lola, sentándose al borde del sofá.

—Ya vinieron. Me pusieron una inyección y se fueron —murmuró su madre.

—Te traje tu pastel favorito. Voy a poner la tetera. —Lola salió de la habitación.

«Antes de irme, avisaré a la vecina por si acaso», pensó, aunque estaba segura de que su madre exageraba. «Quiere que me sienta culpable. Seguro lo de la ambulancia fue teatro».

Peló una mandarina y se la llevó.

—¿Recuerdas que me comprabas naranjas cuando estaba enferma? —dijo, y volvió rápido—Y ahora, hasta los perros me tienen lástima —murmuró la madre con una risa amarga, pero acarició a Timoteo antes de cerrar los ojos, dejando que el calor del animal y el silencio de la casa le recordaran que, al fin y al cabo, nunca había estado realmente sola.

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El astuto Timoteo