¡Maravillosa noticia!

**Sueño Extraño en Madrid**

Lucía corría hacia casa, rebosante de alegría. Tenía una noticia increíble para su marido, algo que merecía celebrarse. De camino, se detuvo en una tienda y compró una botella de vino rioja. Imagínate, una cena especial, brindis y risas bajo la luz tenue del salón.

—¡Raúl, ya estoy aquí! —gritó al entrar en su pequeño piso en Chamberí. No hacía falta alzar la voz, el sonido de la llave al abrir la puerta resonaba en cada rincón. Pero no podía contener su euforia.

Raúl apareció en el marco de la puerta del dormitorio, con gesto ausente.

—Tengo una sorpresa. Voy a preparar algo rápido y lo celebramos. Mira, hasta compré vino —dijo Lucía, sacando la botella de la bolsa sin notar la mirada tensa de su marido—. Llévalo a la cocina, que yo me cambio.

Tras la puerta del armario, como tras un biombo, se puso el camisón corto que a él le gustaba. Se arregló el pelo frente al espejo empañado y salió.

Raúl estaba sentado frente al televisor, mudo, los ojos clavados en la pantalla sin verla. Lucía se acercó y le rozó la mano.

—¿Qué pasa? ¿Otra vez tu madre?

Silencio.

—Sea lo que sea, lo resolveremos. Es que hoy me han dicho que… —No pudo terminar. Raúl apartó la mano y se levantó bruscamente—. Bueno, ya me contarás. Voy a hacer la cena.

Mientras freía patatas, el entusiasmo se le esfumó. No preguntaría más; sabía que era inútil. El vino había sido un error. Pero ¿cómo iba a adivinarlo?

Llevaban un año y medio casados. Raúl trabajaba en una constructora importante; ella acababa la carrera. Vivían con lo justo en ese piso minúsculo, pero soñaban. Por las noches hablaban de fundar su propio estudio: él dibujaría casas, ella las vestiría con muebles y colores. Algún día tendrían un hogar amplio, hijos, un coche…

Hoy, por fin, su jefe le había encargado un proyecto importante: reformar un ático en Salamanca para el hijo de una clienta adinerada. “No escatimes en nada”, le dijo la mujer, envuelta en un perfume caro. Lucía había visto el piso, trazado bocetos febriles, imaginando cada rincón. Si todo salía bien, empezarían en una semana.

Corrió a contárselo a Raúl. Pero la botella de vino seguía intacta. Después de una cena en silencio, se sentó frente al ordenador. Estaba inmersa en los planos cuando Raúl se acercó.

—Tengo que decirte algo.

—Dime.

—Me han despedido.

Lucía ahogó un grito.

—¿Por qué?

—Había prisa, plazos imposibles… Metí la pata en los cálculos. Y ahora debo devolver dinero a la empresa. No tenemos tanto. Pediré un crédito, pero… no podré ayudar a mi madre.

—¿Un crédito? ¡Con esos intereses! Podríamos pedírselo a alguien…

—¿A quién, Lucía? Los amigos solo están cuando todo va bien —casi gritó Raúl—. Ya lo intenté. No tengo amigos.

Lucía llamó a su antigua compañera del instituto, Natalia, que vivía en una mansión en La Moraleja.

—¿Natalia? Soy Lucía, la Ruiz… Sí, claro que me acuerdo de ti. Escucha, necesito ayuda. Necesitamos dinero…

Un silencio incómodo.

—Lo siento. Mi marido tiene el dinero atado a inversiones. Ni para mi madre pude conseguir… —Su voz sonó genuinamente apenada.

Al día siguiente, Lucía enseñó sus diseños a la clienta, una tal Isabel Montero.

—Esto es justo lo que quería —dijo la mujer, examinando los bocetos—. Empezamos mañana.

Lucía respiró hondo.

—Señora Montero… ¿Podría pagarme por adelantado?

Isabel la miró fijamente.

—Tengo una casa en la sierra. Si me la redecoras como esta, te pago en efectivo. ¿Trato hecho?

—¡Claro! —Lucía casi saltó de alegría.

Esa noche, Raúl la levantó en brazos y la hizo girar por la habitación al saber que tenían el dinero.

—¡Eres mi ángel!

Pero las semanas siguientes fueron agotadoras. Raúl, con otro trabajo, llegaba tarde y se desplomaba en la cama. Ella diseñaba hasta que los párpados le pesaban como plomo.

Cuando terminó la reforma de la casa de campo, Isabel le dio un sobre extra.

—Toma. Te lo mereces.

Lucía voló a casa, feliz. En un semáforo de Príncipe de Vergara, vio un Audi blanco. Al volante, Raúl, con la camisa que ella misma le había pintado a mano. Junto a él, una rubia elegantísima. Reían.

Raúl no la vio.

Esa noche, cuando él llegó, ella estaba sentada en la penumbra.

—¿Sin luz?

—Pensando. Otra vez tarde… ¿No te habrá dado de cenar la rubia?

Raúl palideció.

—¿Qué dices?

—Te vi. En el Audi. Esa camisa no se confunde.

Él forcejeó con la mentira, pero al final estalló:

—¿Y qué? A mí también me mentiste. ¿De verdad te pagó esa mujer? Seguro que fue un hombre. Las mujeres no se ayudan entre sí.

Lucía lo echó. Mientras recogía sus cosas, él dejó caer las llaves sobre el sofá.

—Vendré por lo otro.

Cuando la puerta se cerró, Lucía sacó la botella de rioja y bebió a morro, sin sentir el sabor. Ahogó el dolor en lágrimas.

Días después, la rubia —hija del nuevo jefe de Raúl— la contrató para decorar su casa. Al encontrarse allí, frente a frente, Lucía le dijo:

—Podría vengarme, hacerlo todo horrible. Pero prefiero no volver a veros nunca.

Creía en el karma. Las desgracias no son eternas. Tras la tormenta, siempre sale el sol. Solo había que esperar.

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¡Maravillosa noticia!