Y tú me gustabas…

**Diario de un encuentro inesperado**

Hacía frío cuando Lucía salió del consultorio y se dirigió al coche aparcado frente al edificio. El capó y el parabrisas estaban cubiertos por una fina capa de nieve. Al subir, lo primero que hizo fue encender la calefacción para calentar el interior helado. Con un gesto rápido, activó los limpiaparabrisas para despejar los cristales.

Se incorporó al tráfico de Madrid, pero la circulación era lenta, los semáforos parecían eternos, y las calles estaban atestadas. Parecía que toda la ciudad se había puesto en marcha a la misma hora. Al pasar cerca de un centro comercial, decidió desviarse para esperar a que el atasco disminuyera. Quizás incluso encontraría algún regalo de Navidad.

Pero el aparcamiento estaba igual de lleno, sin un solo hueco libre. Lucía suspiró. Mejor habría sido seguir en la carretera, aunque fuera despacio. No era la única a la que se le había ocurrido refugiarse allí.

De pronto, unas luces brillaron en el retrovisor. Un todoterreno se apartó, dejándole espacio.

Dentro del centro comercial, el bullicio era agobiante. La calefacción subía demasiado y Lucía se aflojó el abrigo. Pasillos repletos de adornos navideños, luces parpadeantes, gente corriendo de un lado a otro. Metió en su cesta bolas brillantes, dos renos plateados, unas toallas con motivos de Papá Noel y copas de champú grabadas con deseos de felicidad.

Para su madre y su marido ya tenía regalos mejores. Estas pequeñas cosas serían para compañeros de trabajo. Se unió a la cola de la caja, deseando salir pronto de allí. Qué mal momento para venir un viernes por la tarde.

Al pagar, se dio cuenta de que había comprado de más. Bueno, algo servirá.

Salió con la bolsa llena, esquivando a la gente para que no se rompieran los adornos.

—¡Lucía!

No reaccionó al instante. Siguió caminando.

—¡Martínez!

Al escuchar su apellido de soltera, se detuvo. La gente chocaba contra ella, así que se apartó.

—Hola, Lucía.

Un hombre con barba, una gorra negra calada hasta las cejas y una sonrisa en la que faltaba un diente delantero la miraba. Llevaba ropa holgada, descuidada. Dudó. No podía ser alguien que conociera.

—¿No me reconoces? —preguntó él—. Yo sí a ti. Estás espléndida.

Algo en su voz le resultó familiar.

—Fuimos compañeros de clase —insistió él.

—¿Javier? —exclamó, conteniendo las preguntas que le quemaban los labios.

—El mismo —asintió, mostrando de nuevo el hueco en su sonrisa—. ¿Tan cambiado estoy?

—Sí —admitió—. ¿Qué te ha pasado?

—Larga historia. ¿Tomamos algo? Hay una cafetería aquí.

Lucía no podía reconciliar esta imagen con el chico del que se había enamorado en el instituto. Avergonzada, miró alrededor.

—Solo un momento —accedió, más por curiosidad que por ganas.

Javier la guió entre la multitud. En la cafetería, solo quedaba una mesa al fondo.

«Al menos allí no nos verán», pensó.

El camarero dejó las cartas. Javier la estudió con avidez.

—Yo solo quiero un café —dijo Lucía.

El camarero miró con desdén a Javier mientras este pedía sopa y un plato combinado.

—Aquí el café es bueno —comentó Javier—. Vengo a menudo.

—¿Trabajas aquí?

Asintió, avergonzado.

—¿Te hiciste médica, como querías?

—¿Te acuerdas? Sí, endocrina.

—¿Compraste regalos para tu familia? —preguntó, señalando la bolsa.

—¿Y tú? ¿Estás casado?

—Lo estuve —susurró—. Con Ana. Una vibora. Por su culpa acabé así.

Lucía recordó a Ana. La rival de entonces.

—Me gustabas —confesó Javier, bajando la voz—.

«Y tú a mí», pensó ella.

Llegó la comida. Javier devoró su plato. Lucía apartó la mirada. Un hombre en otra mesa le sonrió, compadeciéndola.

—¿Qué pasó? —preguntó, deseando terminar pronto.

Javier dejó el tenedor.

—Todo iba bien al principio. Estudié ingeniería, trabajaba, teníamos piso. Pero Ana quería más. Su padre nos dio dinero para montar un negocio. Un “amigo” suyo nos metió en un lío. Perdimos todo.

—Podrías haber denunciado.

—Me hundí. Bebí. Mi padre murió del disgusto. Ana se casó con el que me arruinó.

Lucía pidió la cuenta. Javier pagó, negándose a dejar que ella lo hiciera.

—¿Sigues viviendo donde antes? —preguntó él.

—Debo irme —mintió, sonriendo forzadamente.

Se despidió rápido, evitando que la acompañara. Al salir, aceleró sin mirar atrás.

En casa, su marido, Álvaro, le sirvió vino.

—¿Qué te pasa?

Le contó lo sucedido.

—Un débil —dijo Álvaro—. Pero si quieres, le daré trabajo.

Días después, preguntó por Javier en el centro comercial.

—Desapareció —le dijo un guardia, indiferente.

Una vez, creyó verlo en la calle, pero no era él.

Prefirió pensar que había rehecho su vida. Pero Javier nunca llamó.

**Lección:** El destino a veces nos enfrenta a fantasmas del pasado para recordarnos lo frágil que es todo. Y que, a veces, un simple “sí” o “no” en el momento adecuado puede cambiarlo todo.

Rate article
MagistrUm
Y tú me gustabas…