Perdona que haya tardado tanto…
Javier llevaba años sin pisar su casa. Los primeros dos años, mientras estudiaba en la universidad en otra ciudad, aún volvía en vacaciones. Su madre, claro, lo llenaba de comida, preparándole todo lo que más le gustaba. Después de hartarse, a los tres o cuatro días, Javier empezaba a aburrirse. Sus amigos se habían ido, no había nada que hacer.
El pueblo era pequeño, conocido hasta el último árbol, en unas horas lo recorríais entero. Después de dormir y aguantar otra semana, solo quería volver.
Su madre le rogaba que se quedara un poco más, pero él inventaba excusas y se marchaba con el corazón ligero. La gran ciudad lo llamaba. Allí no te morías de aburrimiento, allí había vida. Ya tenía nuevos amigos. ¿Qué iba a hacer en el pueblo? Todo era soso, hasta dolían las muelas.
En tercer curso, empezó a trabajar en un local de comida rápida. Turnos de noche, hasta el cierre, justo cuando llegaba la juventud. Le gustaba esa vida. Y el dinero nunca venía mal. Con la beca no llegaba. Orgulloso, rechazó la ayuda de su madre. Ella llamaba, le pedía que fuera al menos por Navidad. Él prometía, aunque en el trabajo empezaba la temporada fuerte.
Terminaron las vacaciones, volvieron las clases. El viaje a casa lo pospuso hasta el verano. Pero cuando llegó el calor, se pasó a jornada completa. La vida en la ciudad bullía, el tiempo volaba. De pronto, tenía el título en la mano. Celebración con los compañeros, varios días de fiesta. ¿Cuándo se volverían a ver?
Entonces un amigo le propuso ir a trabajar a Marruecos.
—Vente conmigo. Cumples todos los requisitos. Pero decide ya, hay que hacer los papeles. El tío que iba conmigo se echó atrás. Le ha dejado embarazada la novia, va a casarse. Así que, ¿qué dices? No te arrepentirás. Contrato de un año. El inglés lo controlas, el árabe lo aprendes.
—Mira el mundo mientras eres joven. Luego vendrá el trabajo, la familia, los críos, y solo viajarás una semana cada tres años. “Baila, chaval, que la juventud se va”, canturreó el amigo, desafinando.
Javier aceptó. Días de locura: médicos, papeles, trámites. Justo antes de irse, llamó a su madre. Le prometió, avergonzado, que volvería al año y que iría a verla.
—¿Cómo, hijo mío? ¿Te vas un año entero? ¡Aunque fuera un día! Ya casi ni recuerdo tu cara —suplicó ella.
—Perdona. Mañana vuelo, los billetes ya están aquí. No puedo dejar tirada a la empresa ni a mi colega. Bueno, mamá, te quiero, llamaré…
En Marruecos vivían en el hotel, comían allí. Quien quería, se buscaba piso. No gastaban mucho, ahorraban. Hacían de todo. No podías relajarte, cualquier fallo era multa. Pero a Javier le gustó.
Volvió tres años después. Compró un piso con hipoteca, encontró trabajo. Llamaba a su madre, pero siempre con prisa. Prometía ir, en cuanto terminara unos asuntos. Pero unos asuntos sucedían a otros.
Un finde, salió de fiesta con un amigo. Bebida, baile, diversión. Javier despertó en la cama con una chica. Ni fea ni guapa, no distinguía bien. Un mechón de pelo oscuro le tapaba la cara. No se atrevió a apartarlo, no quería despertarla. No recordaba su nombre ni cómo había llegado a su casa.
Con cuidado, salió de la cama y fue a la cocina. Bebió agua del grifo, luego a la ducha. Se quedó bajo el chorro, pensando cómo echarla sin dramas.
Al salir del baño, oliendo a gel, casi sobrio, la chica ya estaba en la cocina. Menos mal, resultó ser guapa. Llevaba puesta su camisa sobre el cuerpo desnudo, mostrando unas piernas esbeltas. Estaba tan impresionante que Javier olvidó que quería echarla. Olía a café, en la mesa había queso en lonchas finas.
—Perdona, pero no había nada más en la nevera —le sonrió.
Después del café, volvieron a la cama…
La chica se llamaba Lola. Javier dudaba que fuera su nombre real, pero no preguntó. ¿Qué más daba? Lo importante era que no tenía complejos. Lola se quedó un mes.
Le gustaba, le atraía físicamente. ¿Qué más quería un chico joven? Con ella era fácil y divertido. No cocinaba ni sabía. Pedían pizza o iban a bares.
En ese mes, Javier no durmió bien ni una noche. Lola no trabajaba. Decía que “se buscaba a sí misma”. Él salía a trabajar, ella seguía durmiendo. Por la noche, lo arrastraba de nuevo de fiesta, donde bebían hasta tarde.
El cansancio se acumulaba, la irritabilidad crecía. Sabía que esa vida no le convenía. El jefe lo miraba con sospecha. Y sobre Lola, no se engañaba: vivía de tíos que pagaban por su cuerpo. Era hora de parar, antes de perder el trabajo. El dinero se esfumaba. Pero no podía echarla a la calle.
No se le ocurrió nada mejor que escapar al pueblo ese fin de semana, descansar, pensar. Esperando que Lola entendiera y se fuera sola. Compró regalos a su madre y, desde la estación, llamó a Lola para decirle que se iba a casa, sin saber cuándo volvería.
—¿Y yo qué? —preguntó ella, arrastrando las palabras, ofendida.
Javier imaginó su pose en el sofá, piernas largas, bata corta, móvil en mano. Pero la imagen ya no le excitaba.
—Haz lo que quieras —dijo, y colgó.
Todo el viaje imaginó llegar, tocar el timbre, oír el sonido apagado tras la puerta, luego pasos. Su madre abriría y, sorprendida, abriría los brazos para abrazarlo…
Le daba vergüenza no haber llamado, no haber ido. Su madre tenía derecho a enfadarse. Su padre murió cuando Javier tenía quince. Ella aún era joven, podía haber rehecho su vida. ¿Y si era así? ¿Y si llegaba y había un nuevo marido en la mesa? Apartó esos pensamientos.
Subiendo las escaleras, contuvo las ganas de saltar los peldaños de dos en dos, como cuando volvía del instituto. Hacía siglos. Se paró ante la puerta y escuchó. Silencio. ¿Y si…? No, tonterías, su madre estaba bien. Tocó el timbre.
Sonó el pitido, pero no oyó pasos. El pestillo cedió, la puerta se abrió. Vio a una niña de unos siete años, con coletas rubias, un oso de peluche apretado contra el pecho.
—¿A quién busca? —preguntó seria.
—Hola. ¿Hay adultos en casa?
La niña lo miró sorprendida. Javier entendió su error: ella se creía mayor para atender.
—¿Con quién quiere hablar? —dijo, cautelosa.
—¿No te han enseñado que no se abre a desconocidos? —replicó él.
—Pensé que era la abuela —explicó.
—¿La abuela? ¿Te refieres a abuela Carmen? —preguntó Javier.
—No es “abuela”, es “la abuela” —la niña empezó a cerrar la puerta.
—Eh, yo no soy un extraño. Es mi casa —dijo él, rápido, antes de que se cerrara.
—No es verdad. Es casa de la abuela Carmen y nuestra.
En eso, alguien gritó detrás, algo cayó, rodó por los escalones. Javier se giró y vio a su madre. En el rellano, aSe encontró con la mirada de su madre, llena de lágrimas, y en ese momento supo que, por fin, había llegado el momento de madurar y asumir su lugar en esa familia que, sin darse cuenta, siempre había estado esperándolo.