**Diario de una mañana fría**
El rocío aún no se había evaporado de la hierba, la niebla se retiraba lentamente hacia la otra orilla del río, y el sol ya asomaba por el borde dentado del bosque.
Federico estaba en el porche, admirando la belleza del amanecer mientras respiraba hondo el aire fresco. Detrás de él, escuchó pasos descalzos chapoteando sobre el suelo. Una mujer en camisón, con un chal echado sobre los hombros, se acercó y se quedó a su lado.
—Qué bien se está aquí— suspiró Federico, llenando los pulmones—. Vete adentro, que vas a coger frío— dijo con dulzura mientras le ajustaba el chal, que se había deslizado de su hombro redondo y pálido.
Ella se pegó a él de inmediato, abrazándole el brazo.
—No me apetece irme de tu lado— murmuró Federico con voz ronca de ternura.
—Pues quédate—. Su voz era un canto de sirena, tentadora. *”¿Y si me quedo? ¿Qué pasará después?”* El pensamiento lo despertó de golpe.
Si fuera tan fácil, ya lo habría hecho hace tiempo. Pero veintitrés años de matrimonio no se borran así como así, y los niños… Lucía ya era casi independiente, pasaba más noches en casa de su novio que en la suya, pronto se casaría. Y Antonio, con solo catorce años, estaba en la edad más complicada.
Un conductor siempre encuentra trabajo, pero aquí no ganaría lo mismo. Ahora mismo podía derrochar, comprarle regalos caros a Gema. Pero si su sueldo bajara a la mitad, ¿seguiría sintiendo lo mismo por él? Buena pregunta.
—No empieces, Gema— se defendió Federico, apartándola con un gesto.
—¿Por qué no? Los niños ya son mayores, es hora de pensar en nosotros. Tú mismo lo dijiste: con tu mujer solo queda la costumbre—. Gema se apartó, ofendida.
—Ay, si hubiera sabido antes que te encontraría…— respiró hondo—. No te enfades. Tengo que irme, ya me he demorado demasiado—. Quiso besarla, pero ella apartó la cara—. Gema, debo marcharme si quiero llegar a casa antes del anochecer. Tengo carga, un contrato que cumplir.
—Solo prometes. Vienes, me revuelves el alma, y luego corres con tu esposa. Estoy harta de esperar, de estar sola. Miguel lleva tiempo pidiéndome que me case con él.
—Pues vete con él— encogió los hombros.
Quiso decir algo más, pero prefirió callarse. Bajó lentamente del porche, dio la vuelta a la casa y cruzó el huerto hacia la carretera comarcal, donde su camión lo esperaba al borde del asfalto. Lo había dejado allí a propósito para no despertar al pueblo con el rugido del motor al amanecer.
Subió a la cabina. Normalmente, Gema lo acompañaba y lo despedía con un beso. Pero hoy no lo siguió; debía de estar realmente dolida. Federico se acomodó, cerró la puerta y, antes de arrancar, marcó el número de su esposa. Nunca llamaba delante de Gema. El tono indiferente le indicó que el teléfono estaba apagado… Tampoco había llamadas perdidas.
Guardó el móvil y encendió el motor, escuchando su ronroneo potente y constante. El camión se estremeció, como despertando de un sueño, y comenzó a avanzar lentamente, balanceándose sobre los baches del camino. Federico dio un toque breve de claxon y pisó el acelerador.
La mujer en el porche se estremeció, escuchando cómo el ruido del motor se alejaba, y entró en la casa.
En la radio, la voz aterciopelada de Alejandro Sanz cantaba: *”Corazón partío, dime cómo le haces pa’ vivir tan solo…”* Federico tarareaba para sí, pensando en la mujer que dejaba atrás. Pero pronto sus pensamientos volvieron a casa: *”¿Qué pasa ahí? Dos días sin poder hablar con ella. Cuando llegue, tendré que…”*
Mientras tanto, Paula, su esposa, despertaba de la anestesia en el hospital y lo recordaba todo…
***
Llevaban más de veinte años juntos, veinticuatro para ser exactos. Él, camionero, ganaba bien. Tenían una familia unida, un piso amplio, dos hijos. Lucía, ya adulta, pronto se casaría y se independizaría; había terminado sus estudios y trabajaba como peluquera. Antonio, de catorce, soñaba con ser marinero.
Y de repente, aquella llamada. Al principio, Paula pensó que era una broma o un error.
—Hola, Paula. ¿Esperando a tu marido? Se está demorando…— una voz melosa, pegajosa como la miel.
—¿Qué le pasa?— lo interrumpió, imaginando un accidente. El trayecto era largo, podía pasar cualquier cosa.
—Pasa que está con su amante— susurró la voz.
—¿Quién eres?— gritó Paula.
—Tú sigue esperando…— una risa burlona llenó la línea.
Paula colgó, pero la risa seguía resonando en sus oídos. El pánico la invadió. ¿Quién más podía saber su número, que Federico estaba de viaje? Solo ella, la otra. ¿Cómo se atrevía a llamarla y reírse de ella?
Marcó el número de su marido y lo colgó al instante. ¿Y si iba al volante? No podía distraerlo. Ya hablarían cuando volviera. Intentó ocuparse en las tareas de casa, pero todo se le caía de las manos. Aquella voz y aquella risa no la dejaban en paz.
Como si fuera poco, ni Lucía ni Antonio estaban. Ella salía con su novio, y él había ido al cumpleaños de un compañero.
Necesitaba distraerse o enloquecería. Se cambió, cogió el bolso y salió. Iba al supermercado a comprar mayonesa, cebollas y cerveza para Federico. Los domingos le gustaba tomarse unas cuantas. Mañana no tendría tiempo, quería tener todo listo. Él había prometido llegar para cenar. *”¿Y si no vuelve?”* preguntó su voz interior, pero Paula la acalló.
Decidió caminar hasta el super, para calmar los nervios. Pero era lejos, así que tomó un atajo. Un callejón con una pared de hormigón a un lado y garajes pegados al otro. Un lugar solitario, ya anochecía, pero acortaba el camino. Apuró el paso.
De pronto, alguien le arrancó el bolso de las manos. Perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer. Al girarse, vio la espalda del ladrón alejándose. *”No lo alcanzaré”*, pensó, pero igual corrió. En el bolso estaba su vida: dinero, tarjetas, llaves, el móvil.
—¡Para!— gritó. El hombre dobló la esquina y desapareció. Ella siguió corriendo, hasta que su tacón tropezó con una piedra. Su pie se torció y cayó de bruces al asfalto. El dolor le atravesó la cadera y el codo sangraba. Intentó levantarse, pero un latigazo le subió por la espina dorsal hasta la nuca. Las lágrimas brotaron. Vio cómo su tobillo se hinchaba.
Lo peor: sin teléfono, no podía pedir ayuda. Nadie la oiría gritar entre esos muros.
Quizá gatear… Si llegaba a las casas, alguien la vería. Pero, ¿quién ayudaría a una mujer arrastrándose por el suelo? Pensarían que estaba borracha. Solo le quedaba esperar a que alguien llegara a los garajes. ¿Y si nadie venía? Rompió a llorar.
Todo por esa maldita llamada. Como dicen, las desgracias nunca vienen solas. Había perdidoY entonces, mientras las lágrimas caían sobre la almohada, Paula entendió que a veces la vida nos quita algo para regalarnos algo mejor, y con un suspiro cerró los ojos, decidida a empezar de nuevo.