Y aún queda amor

—Max, te has equivocado de camino. Tenías que seguir recto —exclamó Lucía con voz quejumbrosa.

—No, he girado donde era —respondió Max con calma, adentrándose más en el bosque por un camino rural cada vez más estrecho.

—Aquí debería haber un claro enseguida. Pero no lo veo por ninguna parte —murmuró Lucía, recorriendo el paisaje con la mirada—. Vamos a dar la vuelta y seguimos un poco más adelante. ¿Max, me oyes? ¡Para!

Él siguió conduciendo, sin intención de detenerse. Lucía notó que él mismo ya había entendido que se habían perdido. El camino se hacía cada vez más angosto, con hierba creciendo entre los surcos. La carretera hacia la urbanización debería estar bien transitada, ancha. Pero ellos seguían internándose en el bosque.

—¡Para! —repitió Lucía, ya irritada—. ¿Me estás escuchando?

—¿Dónde quieres que pare? Ni siquiera hay espacio para dar media vuelta. Si encuentro un hueco entre los árboles…

—Porque desde el principio tenías que retroceder. Nunca me haces caso. Eres más terco que una mula. —Lucía cruzó los brazos y miró al frente, furiosa. “Nunca admite sus errores. ¿Tan difícil es?”

Las ramas arañaban la carrocería, y hojas amarillas caían sobre el capó. Finalmente, Max detuvo el coche. Un silencio denso llenó el habitáculo.

—¿No podías parar antes? Por tu culpa estamos en el quinto infierno. Menos mal que no hemos acabado en un barrizal.

—Cuántas veces te he dicho que no me distraigas al volante —replicó Max, molesto.

Lucía frunció el ceño. Max giró la llave de contacto y comenzó a retroceder con cuidado. Conteniendo la respiración, ella vigilaba por el retrovisor lateral, temiendo que chocaran contra un árbol. Así avanzaron, lenta y penosamente, durante un buen rato. Un par de veces estuvieron a punto de atascarse. Por fin, volvieron a la carretera principal.

—¿No podías haber dado marcha atrás desde el principio? —refunfuñó Lucía, aunque ya más tranquila. El enfado se le pasó en cuanto salieron del bosque.

—Tú siempre tienes que llevar la razón, ¿no? Ni siquiera te das cuenta de cómo me corriges constantemente. ¿Crees que me gusta? —su voz ahora sonaba irritada.

—¿Qué te pasa, Max? ¿No paraste por protestar? ¿Y ahora qué, te sientes mejor? Pero esta vez te equivocaste. ¿Vamos a quedarnos aquí parados? ¿Seguimos o no? Ya hemos perdido bastante tiempo por tu terquedad. —El humor se le había agriado del todo. La tensión le martilleaba la cabeza.

Últimamente, discutían a menudo, buscando defectos donde no los había. ¿Eran roces normales o el principio del fin? Las gafas de color de rosa se habían caído, y ahora solo veían los defectos del otro. Las peleas surgían por tonterías, pero, como dicen, la vida está hecha de pequeños detalles. Y no se pueden ignorar.

—Otra vez mandando. Ni siquiera te das cuenta —le reprochó Max.

—No estoy mandando. Bueno, pues entonces nos quedamos aquí. Ya no tengo ganas de seguir. —Lucía se acomodó en el asiento, reclinó la cabeza y cerró los ojos, dejando claro que no pensaba seguir discutiendo.

Todo había empezado tan bien… Se conocieron por casualidad en la playa. Su amiga se había ido a cambiarse, y el sol abrasaba la piel blanca y sensible de Lucía. A su lado solo había un chico de complexión atlética y bronceado. Ella se acercó, ofreciéndole un tubo de crema.

—¿Me ayudas? Pónme esto en la espalda, que si no me voy a poner como un tomate.

Él sonrió, mostrando una sonrisa amplia y luminosa, y tomó el tubo.

Lucía le dio la espalda. Sus manos cálidas extendieron la crema con generosidad, y un escalofrío le recorrió la piel. Más tarde le confesaría que en ese instante se enamoró de él.

Se derretía bajo su tacto, como un helado al sol. Le daba vergüenza que su cuerpo la delatara así. Se giró hacia él.

—Gracias, el resto ya lo hago yo. —Tomó la crema y se alejó hacia su toalla en la arena.

Cuando volvió su amiga, se fueron a bañar. Él las siguió. Se presentaron. A la amiga también le gustó, pero al notar el flechazo mutuo entre Lucía y Max, no interfirió.

Después, pasearon. Max la acompañó a casa y la besó. Desde entonces, no se separaron. A veces era algo impulsivo, pero a Lucía, tranquila y hogareña, eso le gustaba. Le daba el contraste que necesitaba.

Un mes después, tras una pelea con sus padres, Lucía se mudó con Max. Obediente de costumbre, esta vez se mantuvo firme. La pasión, la novedad de una vida independiente, la felicidad de sentirse cerca… Le parecía que así sería para siempre. Si alguien le hubiera dicho que al año empezarían a discutir, no lo habría creído.

Pero… Nadie es perfecto, y el amor sin peleas no existe. Las gafas rosas cayeron, y comenzaron a notar defectos, hábitos irritantes. Y ahora este viaje.

Lucía no quería ir desde el principio. En compañía de los amigos de Max, se sentía fuera de lugar. Solo había estado una vez en la casa rural, cuando celebraron Nochevieja. Recordaba el camino por el claro que aparecía entre los árboles justo después de salir de la carretera principal.

Max también guardaba silencio, golpeteando nervioso el volante con los dedos.

—Para de dar golpecitos —pidió Lucía.

Sintió su mirada fija, pero no abrió los ojos. Max arrancó el motor y, aprovechando un hueco entre los coches, reanudó la marcha.

—Bueno, señorita experta, dime dónde girar —dijo al cabo de unos minutos.

Lucía abrió los ojos y miró alrededor.

—Creo que nos lo hemos pasado —confesó, avergonzada.

—No me digas que otra vez tengo yo la culpa. Podrías haberte fijado —se quejó él—. ¿Y ahora qué?

—Para aquí.

Esta vez, Max obedeció sin rechistar y frenó. Un coche les adelantó, pitando con enojo.

—¿Y si no vamos a ningún lado? —dijo de pronto Lucía.

—¿Qué? —él parpadeó, desconcertado.

—Esto no me gusta. Las cosas no están saliendo bien —admitió ella.

—Siempre lo mismo con vosotras. “Quiero, no quiero, siento que…”. Ya casi hemos llegado, ¿y ahora quieres volvernos? No seas tonta, Lu. ¿Adónde vas? —exclamó al ver que ella abría la puerta.

—No pienso seguir. No quiero que esto acabe mal. Tú ve, tus amigos te esperan —respondió con sarcasmo, saliendo y cerrando de un portazo.

—Lu, basta. Vuelve al coche. Si no querías venir, tenías que decírmelo antes —gritó él.

—Ya te lo dije —replicó ella, alejándose.

Max salió también y se acercó.

—¿Dónde vas? Esto es una carretera, es peligroso. Vuelve al coche. —La tomó del brazo.

—Tus amigos te esperan. Ve. Aquí pasan autobuses. —Lucía se liberó de su agarre.

—Última oportunidad. Vuelve al coche —repitió él, conteniendo la ira.

Ella guardó silencio, mirando la carretera.Finalmente, bajo la lluvia que comenzaba a arreciar, Max la alcanzó, abrazándola con fuerza mientras susurraba entre lágrimas: “Nunca más te dejaré sola, mi amor”.

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Y aún queda amor