Nunca te olvidaré

Nunca te olvidaré

Lidia Martínez caminaba hacia casa con su abrigo de paño desabrochado, llevando una cartera gastada llena de cuadernos de sus alumnos. Toda la tarde estaría corrigiendo redacciones.

Hacía poco los árboles empezaban a brotar, y ahora ya asomaban hojas nuevas. La primavera despertaba bajo un sol cálido y brillante. Pronto todo florecería.

Los vecinos la saludaban con respeto, y Lidia respondía con una sonrisa discreta. A casi todos les había dado clases de lengua y literatura en el colegio, y ahora enseñaba a sus hijos.

Era menuda, con una figura esbelta que la hacía parecer más joven. No era fea, pero… ¿con quién casarse en un pueblo tan pequeño? Así que vivía sola en una casita de madera en una calle estrecha. Se la habían asignado como vivienda social cuando llegó, hacía ya veinticinco años, desde una gran ciudad.

El pueblo era más bien una aldea, aunque ahora los jóvenes maestros recibían pisos en edificios de ladrillo. Pero pocos venían, preferían Madrid o Barcelona.

Lidia, en cambio, se había encariñado con su casita. En su tiempo libre cuidaba del huerto. Cuando llegó, no sabía ni encender la estufa, pero la vida la había enseñado a cultivar tomates, hacer conservas y hasta preparar cocido.

La vida…
Era también primavera cuando lo conoció. Dos muchachos discutían bajo la ventana de la residencia sobre cómo se escribía una palabra. Ambos estaban equivocados. Lidia, harta, les corrigió desde la ventana.

Uno de ellos, Víctor, le pidió ayuda con un informe. Bajó a revisarlo y así empezó todo.

“Gracias. Menos mal que te encontramos. ¿Cómo te llamas?”
“Lidia.”
“Yo soy Víctor.”

Le gustó al instante. Era fuerte, tranquilo, como un oso. Cuando se declaró, ella aceptó sin dudar.

A su madre, sin embargo, no le cayó bien.

“¿Qué vas a hacer con ella? Solo sabe leer. Ni cocinar debe saber. Te vas a cansar,” rezongaba.

Y no le faltaba razón. Lidia solo sabía hacer pasta y tortilla, y aun así se le quemaban. Su suegra, temiendo que su hijo muriese de hambre, tomó las riendas de la cocina. Lidia aprendió poco a poco, y Víctor dejó de maldecir y se vistió mejor. Vivían felices.

Al año nació su hijo, Javier, tranquilo como su padre. Era pronto, pero así luego podría trabajar sin interrupciones.

Pero la suegra no dejaba de criticarla, incluso delante de ella. Lidia aguantaba en silencio, quejándose solo por las noches.

“Lo importante es que yo te quiero,” decía Víctor besándola.

Cuando Javier creció, Lidia quiso volver a trabajar.

“¡Ni hablar! Yo lo cuidaré,” dijo su suegra, renunciando a su empleo.

Lidia le estaba agradecida. Por las noches corregía exámenes hasta tarde, y la suegra refunfuñaba.

Quizá por eso, o porque Víctor se cansó de esforzarse, empezó a desaparecer. Volvieron las malas palabras y la ropa arrugada. Ya no la tocaba.

Un día, su suegra le soltó con malicia que tenía una amante: la dependienta de la tienda, una mujer gruesa, con el pelo teñido de rojo y demasiado maquillaje. No pretendía cambiarlo, solo lo atiborraba de comida.

“¿Es verdad?” le preguntó Lidia.

“Perdona, pero somos muy diferentes,” contestó él, evitando su mirada.

Fue a la Consejería de Educación y pidió un traslado. Encontraron plaza en un pueblecito. Una profesora recién graduada había huido. Allí le dieron otra casita vieja, con leña robada y un cobertizo torcido. Aprendió a encender la estufa y a sacar agua fría de la fuente. Javier corría feliz, persiguiendo a los gatos del vecindario.

Víctor pagaba la pensión, pero nunca visitó a su hijo. Se casó con la dependienta y tuvieron dos niñas.

Javier se fue a estudiar a la capital. Al principio vivió con su padre, pero se quejaba de lo insoportables que eran sus hermanastras. La nueva mujer se peleaba a gritos con la suegra, hasta que Víctor la echó a un piso pequeño. Desde entonces, no volvió a verlos.

Javier visitaba a Lidia en vacaciones. Cada vez que entraba, ella se estremecía: era idéntico a su padre. Ahora trabajaba como ingeniero, iba de vacaciones a la costa… Bien por él.

Frente a su casa construían un edificio nuevo. Un hombre joven, en mangas de camisa, colocaba los marcos de las ventanas.

“¿Le gusta?” le preguntó al verla mirar.
“Sí.”
“¿Vive ahí? Su porche necesita arreglo, y el tejado gotea.”
“Cuando llueve mucho, sí,” admitió.
“¿Quiere que lo arregle?”
“¿De verdad? ¿Cuánto cobraría?”

Se llamaba Miguel. Cuando terminó la obra, fue a verla.

“No tengo mucho dinero,” confesó ella.
“No se preocupe. Con comida basta.”

Durante la cena, le contó que había dejado a su mujer. Un amigo lo metió en una cuadrilla de construcción, pero estaba harto de viajar.

“¿Me deja quedarme mientras hago los arreglos? Así me pagará.”

Ella dudó, pero el hombre parecía honesto. Y necesitaba esos arreglos. Además, pronto tocaría labrar el huerto… Aceptó.

Los vecinos murmuraban al ver a un hombre joven en su jardín, pero nadie dijo nada. Trabajó rápido. Pronto la casa brilló con pintura nueva y un porche reparado. Aunque Lidia seguía sujetando la cancela por costumbre.

Le gustaba, aunque no se lo admitía ni a sí misma. “Casi jubilada, y con estas tonterías,” se regañaba.

Pero todo fluyó. Lidia rejuveneció. Durante el curso llevaba el pelo recogido, pero en verano lo llevaba suelto. Brillaba como su casa.

Al principio ocultaron su relación. Luego dejaron de esconderse. Paseaban, iban al río, recogían moras…

Algunos se alegraban por ellos. Otros murmuraban:

“Tantas mujeres solteras, y él elige a una vieja.”

A Lidia le daba igual. No intentó cambiar a Miguel. Todo en él le gustaba. Sabía que, tarde o temprano, acabaría.

Un día llegó a casa y lo encontró pensativo. Sintió un vacío en el estómago. Lo sabía.

“¿Qué pasa?” preguntó, conteniendo las lágrimas.

“Mi mujer ha llamado. Mi hijo me pide que vuelva. Ni siquiera reconocí su voz.” Miguel se arrodilló, abrazándola. “Me tienes que dejar ir.”

No lloró. Le preparó sus cosas—ya tenía muchas, hasta un coche usado—y lo despidió.

“Nunca te olvidaré. Llámame si necesitas algo. Aunque no debería romperse nada. Perdóname.”

Le apartó un mechón de pelo, la abrazó y se fue. Lidia cerró la cancela, entró en la casa vacía y lloró. Tres días después, pálida y adelgazada, volvió al trabajo.

Todos notaron sus ojos apagados, las canas, las arrugas. Nadie preguntó. Ya lo sabían.

Ella esperaba su llamada. Pero pasaron semanas, meses… Nada. “Significa que está bien,” se consolaba.

No supo que, aquel mismo día, un todoterreno con una pandilla borracha chocó contra su coche. Miguel murió antes de que llegara la ambulancia.

Cada vez que volvía a casa, Lidia acariciaba la cancela y el porche que él había arY así, entre recuerdos y silencios, Lidia siguió viviendo, sabiendo que, aunque el tiempo borrara las huellas, su corazón siempre guardaría el calor de aquellos días.

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