La Artista

Lucía entró en el vagón del metro y se dejó caer en el asiento. ¿Por qué se habría puesto esas botas de tacón? Pues porque, a cualquier edad, una mujer debe seguir siendo una mujer.

Miró su reflejo en la ventana oscura del tren. “No está mal”, pensó. “Sobre todo cuando duermes bien, te maquillas como una actriz y te ves a través de un cristal oscuro en lugar de un espejo”, susurró esa vocecita irónica en su cabeza.

“Sí, los ojos tristes. Seguro que del cansancio”. Apartó la mirada. “Debería vestir acorde a mi edad, al menos dejar los tacones”, decidió. “Ay, llegar pronto a casa, quitarme estas malditas botas y ese abrigo pesado. ¿Por qué me habré puesto todo esto?”

Hacía años que nadie la reconocía, pero la costumbre de salir siempre arreglada seguía ahí. No es que Lucía hubiera sido famosa, pero después de sus pequeños papeles en el cine, algunos sí la paraban por la calle. ¡Y los hombres que la cortejaban! No había día que, al salir del teatro, no hubiera alguien esperándola con flores.

En aquel entonces no se llamaba Lucía Mendoza, sino Alba Durán. ¡Qué nombre más artístico! Se enorgullecía al verlo en los créditos de las películas, aunque solo fueran un par.

Qué sofoco. Se abrió el primer botón del abrigo, se quitó el pañuelo del cuello y sacudió la cabeza para espantar el cansancio. El pelo ya no era tan abundante, pero un buen corte y un tinte bien aplicado le daban volumen. Volvió a mirar hacia adelante y, en lugar de su reflejo, vio a un hombre joven que la observaba con una sonrisa.

Alba, como siempre, reaccionó ante la atención masculina. Levantó ligeramente la barbilla, esbozó una sonrisa fugaz y apartó la mirada. Como diciendo: “Te he visto, agradezco el interés, y con eso basta”.

“Debería haber cogido un taxi. Sí, es caro, pero al menos llegaba rápido y sin cansarme”, murmuró para sí. Su tercer marido le había animado a sacarse el carnet de conducir, pero nunca se atrevió. Le daba miedo.

Eduardo, su tercer esposo, había sido el mejor de todos. Qué pena que muriera tan joven. Tras él, decidió no volver a casarse. Aunque, la verdad, ya nadie se lo pidió.

¡Y qué guapa era de joven, madre mía! Nariz fina, labios rojos, pestañas tupidas. ¡Y esos ojos! Llenos de vida, brillantes. La figura aún la mantenía. “Te cuidaste, no tuviste hijos. Y ahora estás sola, olvidada”, le escupió esa voz interior.

“Déjame en paz”, contestó mentalmente, pero luego miró alrededor. Últimamente hablaba sola más de la cuenta.

Nadie le prestaba atención. El vagón iba casi vacío. Algunos dormitaban, otros miraban al vacío. Solo el hombre de antes seguía observándola. Lucía apartó la mirada y volvió a sus recuerdos.

Qué pena no haber nacido antes. Con su belleza, podría haber interpretado en “La Gran Noche” un papel tan bueno como el de Sara Montiel. Tenía una voz aguda, chillona, pero eso no importaba, podrían haber doblado su canto. Y bailar, eso sí lo hacía bien.

En su primer rodaje, justo en una escena de baile, conoció a su primer marido, un actor guapo y encantador. El romance fue intenso. Se casó con él sin pensarlo dos veces. Pero duraron poco más de un año.

Él no solo actuaba en el escenario. Se dio cuenta cuando el dinero y sus joyas empezaron a desaparecer de casa. Jugaba, las deudas crecían. Ni las lágrimas ni los gritos servían. Cuando la golpeó, recogió sus cosas y se fue.

Poco después del divorcio, se casó con Vicente. Diez años mayor que ella. Alba no lo amaba, pero tenía dinero, un buen puesto. Ya había tenido suficiente amor con el primero. Vicente dejó a su familia por ella, abandonó a su hijo. La exmujer llamaba a menudo, rogándole que volviera, que el niño lo echaba de menos. Vicente regresaba a casa pensativo y callado.

Al final, un infarto se lo llevó. En el funeral, Alba no lloró como la primera esposa. Esa se abrazó al ataúd gritando: “¿Por qué nos abandonas? ¡Déjame ir contigo! Esta actriz te ha llevado a la tumba…”. Lucía se fue antes de que terminara.

Hubo más romances, pero no quiso volver a casarse. Hasta que, cinco años después, se unió a Eduardo, un coronel retirado. ¡Cómo la cortejaba! Flores, abrigos de piel, joyas… ¿Cómo decir que no?

Vivieron juntos doce años. Él quería un hijo, pero no llegó, y ella tampoco ponía empeño. Murió de un derrame cerebral. Esta vez, las lágrimas en su tumba fueron sinceras. Lo había querido como a un padre, como a un amigo leal. Los familiares de él la miraban con desaprobación. En fin, una actriz.

Pasó una semana sin salir de casa. Su amiga del alma, Carmen, fue a verla y se asustó al ver su estado. La obligó a beber un buen trago de brandy, la acostó y, mientras dormía, le preparó un caldo. Cuando despertó, descansada, encontró la comida y a un peluquero que le arregló el pelo y el maquillaje. Alba se miró al espejo y sintió ganas de seguir viviendo.

Volvió al teatro, pero algo en ella se había apagado, y la edad ya no ayudaba. Los admiradores escaseaban. Solo le daban papeles de señora mayor. Las jóvenes actrices llegaban, y ella no podía competir. En el cine, ni la llamaban. Ofendida, dejó el teatro.

Pero había que vivir de algo. Lucía encontró trabajo en un centro cultural, dirigiendo un grupo de teatro aficionado. El sueldo era bajo, pero su tercer marido le había dejado un buen colchón. Vendió joyas, abrigos… hasta que se jubiló. Estaba harta de enseñar a ineptos.

Tan ensimismada estaba en sus recuerdos que no notó cómo el joven se sentaba a su lado.

“La reconocí al instante. Usted es Alba Durán. A mi madre le encantaban sus películas. Las veía una y otra vez, iba a sus obras.”

Lucía levantó una ceja, sorprendida.

“Está igual”, sonrió él.

“Me está adulando, joven”, dijo ella, pero enderezó la espalda.

“Qué pena que dejara el teatro. Tiene una cara… inolvidable.”

Alba lo observó con curiosidad. Treinta y tantos, bien vestido, guapo, y la miraba como si fuera una gran estrella. Hacía siglos que nadie la veía así.

Se entretuvo tanto que casi se pasa su parada. Él salió con ella.

“La acompaño, ¿vale?”

“Bueno, si quiere”, concedió ella con aire de condescendencia. “Pero no espere que lo invite a un café.”

En las afueras, el suelo estaba resbaladizo, nada que ver con el centro. Lucía tomó del brazo a su acompañante. Caminar se hizo más fácil. Al llegar a su portal, él le besó la mano y se fue.

En casa, bajo la luz de la lámpara, todas sus arrugas y esa mirada apagada quedaron al descubierto. Suspiró. Por mucho que lo intentes, la edad se nota. ¿Cirugía? ¿Con qué dinero?

A la mañana siguiente, miró por la ventana y allí estaba él, temblando de frío, las manos en los bolsillos. ¿Cuánto rato llevaría esperando? Se puso el abrigo y salió.

“¿Qué”Quizás tenía razón Carmen,” pensó Lucía al verlo, pero el corazón le dio un vuelco cuando él le tendió un ramo de rosas rojas y susurró con ternura: “Solo quería asegurarme de que hoy también sonreía”.

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