La Artista
Marisa entró en el vagón del metro y se dejó caer en el asiento. ¿Por qué se habría puesto botas de tacón? Porque a cualquier edad, una mujer debe lucir como tal.
Miró su reflejo en la ventana oscura frente a ella. No estaba mal. “Especialmente cuando duermes bien, te pones una capa de maquillaje y no te miras en un espejo, sino en un cristal oscuro”, dijo su voz interior.
“Sí, los ojos están tristes. Seguro del cansancio”. Apartó la mirada de su reflejo. “Debería vestir acorde a mi edad, al menos dejar los tacones…”, pensó. “Ay, llegar pronto a casa, quitarme estas malditas botas, quitarme el pesado abrigo. ¿Para qué me he engalanado así?”
Hacía años que la habían olvidado y nadie la reconocía en la calle, pero la costumbre de salir con “cara de artista” seguía allí. No es que Marisa hubiera sido famosa. Tras rodar unas películas, empezaron a reconocerla. ¡Y los hombres que la cortejaban! No pasaba un día sin que alguien la esperara a la salida del teatro con un ramo de flores.
En aquel entonces no se llamaba Marisa Ruíz, sino Lola Durán. ¡Qué bonito sonaba! Se enorgullecía al ver su nombre en las películas, aunque solo fueran dos.
Qué sofoco. Se desabrochó el primer botón del abrigo, se arrancó el pañuelo del cuello y sacudió la cabeza para espantar el cansancio. El pelo se había vuelto fino, pero un buen corte y el tinte daban efecto de volumen. Miró de nuevo el cristal, pero en lugar de su reflejo vio a un hombre joven que la miraba y sonreía.
Lola reaccionó como siempre ante la atención masculina: alzó ligeramente la barbilla, sonrió y desvió la mirada, como diciendo: “Te he visto, agradezco el interés y con esto basta”.
“Debería haber cogido un taxi. Sí, es caro, pero al menos es rápido. Y no estaría tan cansada”, murmuró. Su tercer marido le sugirió sacarse el carné y aprender a conducir, pero nunca se atrevió. Le daba miedo.
Eduardo, el tercer esposo de Lola, fue el mejor de sus maridos oficiales. Qué pena que muriera tan joven. Tras él, decidió no volver a casarse. Aunque, la verdad, nadie se lo volvió a proponer.
¡Y qué guapa era en su juventud, por Dios! Nariz fina, labios rojos, pestañas espesas. ¡Y los ojos! Vivos, llenos de alegría. Su figura todavía estaba bien. No todas a su edad podían presumir de lo mismo. “Te cuidaste, no tuviste hijos. Y ahora vives sola, olvidada por todos”, le espetó la voz interior.
“Déjame en paz”, se quejó Marisa, pero enseguida miró alrededor. Últimamente hablaba mucho sola. Nadie le prestaba atención. El vagón estaba casi vacío. Algunos dormitaban, otros tenían la mirada perdida. Solo el hombre frente a ella seguía observándola. Ella apartó los ojos y volvió a sus recuerdos.
Qué pena haber nacido demasiado tarde. Estaba tan bien que habría podido protagonizar “La gran noche” igual que Sara Montiel. Su voz era aguda, chillona. Pero no importaba, podía doblarla otra, la misma Montiel, por ejemplo. Y bailar, bailar sí sabía.
En el rodaje de su primera película, donde precisamente bailaba, conoció a su primer marido, un actor guapo y encantador. Surgió un romance apasionado. Se casó con él sin pensarlo. Pero no duraron ni un año juntos.
Él no solo actuaba en el escenario. Lo descubrió cuando empezaron a desaparecer dinero y joyas de casa. Jugaba mucho, las deudas crecían. Ni las lágrimas ni los escándalos servían. Cuando la golpeó, recogió sus cosas y se fue.
Casi enseguida, se casó con Vicente. Era diez años mayor. Lola no lo amaba, pero tenía dinero, un buen puesto. Ya había tenido suficiente amor con el primero. Vicente dejó a su familia por ella, abandonó a su hijo. La exmujer llamaba a menudo, pidiéndole que visitara al niño. Volvía a casa pensativo y callado.
Al final, un infarto se lo llevó. En el funeral, Lola no lloró como la primera esposa. Ella abrazaba el ataúd y gritaba: “¿Por qué nos abandonas? ¡Déjenme estar con él! Esta artista lo llevó a la tumba…”. Lola se marchó.
Tuvo romances, pero no se apresuró a casarse. Hasta que cinco años más tarde se unió a Eduardo, un coronel retirado. ¡Cómo la cortejaba! Flores, abrigos de piel, diamantes. ¿Cómo decir que no?
Vivieron doce años. Él le pidió un hijo. Pero no se dio, y además, Lola no tenía muchas ganas. Murió de un derrame cerebral. Esta vez, lloró de verdad en su tumba. Lo había querido como a un padre, un amigo leal. Los parientes del difunto la miraban con desaprobación. En fin, una artista.
Pasó una semana sin salir de casa. Su amiga fiel, Carmen, la visitó y se horrorizó al verla. La obligó a tomarse un buen trago de coñac y la acostó. Mientras dormía, preparó un caldo. Al despertar, descansada, la esperaba la comida y un peluquero que le arregló el pelo y el maquillaje. Lola se miró al espejo y sintió ganas de vivir.
Volvió al teatro. Pero algo en ella se había apagado, y la edad ya no ayudaba. Los admiradores escaseaban. Los papeles eran para mujeres mayores. Llegaron actrices jóvenes, y Lola no podía competir. En el cine tampoco la llamaban. Ofendida, dejó el teatro.
Pero había que vivir de algo. Marisa encontró trabajo en un centro cultural, dirigiendo un grupo de teatro amateur. El sueldo era bajo, pero el tercer marido le había dejado cierta comodidad. Vendió abrigos, joyas… Hasta que se jubiló. Cansada de enseñar a gente sin talento.
Tan ensimismada estaba en sus recuerdos que no notó cómo el joven se sentaba a su lado.
“La reconocí al instante. Usted es Lola Durán. A mi madre le encantaba. Veía sus películas una y otra vez, iba a sus obras”.
Marisa levantó una ceja, sorprendida.
“No ha cambiado casi nada”, sonrió él.
“Me halaga, joven”, dijo ella, pero enderezó la espalda.
“Qué pena que dejara el teatro. Tiene una cara… memorable”.
Marisa lo observó con interés. Unos treinta y cinco años, bien vestido, guapo, y la miraba como si realmente fuera una gran actriz. Hacía mucho que nadie la miraba así.
Se distrajo tanto que casi se pasó su parada. Él salió con ella.
“La acompaño, ¿vale?”
“Bueno, si insiste”, concedió ella con aire magnánimo. “Pero no espere que le invite a un café”.
En las afueras había hielo, no como en el centro. Marisa tomó el brazo de su acompañante y caminó más segura. Antes de irse, él le besó la mano. Ya en casa, se miró al espejo. Bajo la luz de la lámpara, se veían todas sus arrugas, y la mirada apagada. Suspiró. Por mucho que lo intentara, la edad se notaba. Podría operarse… ¿pero con qué dinero?
A la mañana siguiente, asomó la cabeza por la ventana y lo vio allí, el mismo joven de anoche. ¿En serio? ¿Y cuánto tiempo llevaba esperando? Le pareció que temblaba, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Marisa se pApretó el abrigo contra su cuerpo, sintiendo el frío de la mañana y, por primera vez en años, permitió que una lágrima solitaria rodara por su mejilla al ver cómo el joven se alejaba para siempre sin volver la cabeza.