**Un Hogar para Esperanza**
Antonio siempre admiró a su hermano mayor y desde pequeño quiso ser como él. En la mesa, solo comía lo mismo que Víctor, aunque no le gustara. Si su hermano salía a la calle sin gorra, él también se la quitaba. Su madre regañaba al mayor: «¡Póntela ahora mismo, que Antonio se va a resfriar!».
Seis años los separaban, pero para Antonio eran una eternidad. «¿Por qué no nací solo dos o tres años después?», pensaba. Víctor salía con sus amigos y nunca lo llevaba.
—No soy tu niñera. Los chicos se reirán de mí —decía con desdén.
Antonio se ponía a llorar.
—¡Basta! O no vuelvo a dibujar contigo.
Y Antonio callaba al instante, como si alguien le hubiera apagado la voz.
Víctor dibujaba bien. Antonio lo observaba embobado, viendo cómo el lápiz corría por el papel. Él intentaba imitarlo, pero solo lograba garabatos. Entonces, Víctor se sentaba a su lado y le enseñaba pacientemente a sostener el lápiz, cómo presionar. Esos momentos eran los más felices para Antonio, los atesoraba.
Claro, también se peleaban. A veces, Víctor le daba un coscorrón y lo llamaba «enano» o «mocoso», algo que Antonio odiaba. Por despecho, le escondía los lápices o le dibujaba bigotes a los retratos de su álbum.
Un día, Víctor lo llevó al parque donde se juntaban los chicos del barrio. Se escondían tras los arbustos a fumar.
—Si le cuentas a los padres, te arranco las piernas —le advirtió Víctor, escupiendo entre dientes.
Antonio no dudaba que lo haría. Nunca se quejó, aunque su hermano lo golpeara.
En el colegio, nadie se metía con Antonio porque sabían que era el hermano de Víctor. No era un gamberro, pero le tenían respeto. Era fuerte, peleaba sin miedo, pocos podían con él.
Antonio convenció a su madre para apuntarse al mismo gimnasio donde entrenaba su hermano. Pero, como con el dibujo, no se le daba bien. No le gustaba pelear. Al poco tiempo, lo dejó y se volcó en los estudios. Y en eso sí que superó a Víctor.
Víctor era bueno con los puños, pero en clase no destacaba. Tras el instituto, entró en la universidad politécnica. En sus dibujos empezó a aparecer siempre la misma chica. A Antonio no le parecía nada especial.
Ahora Víctor tenía su vida de estudiante, donde Antonio no encajaba. Llegaba tarde a casa, distraído y callado.
Una vez, Antonio encontró un poema en su cuaderno. Supo al instante para quién era: esa chica de sus dibujos.
—Podrías buscar a alguien más guapa —comentó un día—. Como Lucía Mendoza. Es la más bonita de la clase, del instituto entero. A ella deberías dibujarle, dedicarle versos.
No entendió qué pasó después. Solo recordó despertarse en el suelo, con la mejilla ardiendo como si le hubieran clavado un hierro al rojo.
—¿Qué te pasa? ¿Otra pelea? —preguntó su madre en la cena, mirándolo fijamente.
Víctor resopló y siguió comiendo macarrones como si nada.
—Me resbalé. Me di con un bordillo —mintió Antonio, hablando con dificultad.
Su madre le dio un trozo de carne congelada envuelto en un trapo.
—Póntelo en la cara.
En quinto curso, Víctor anunció que se casaría y que traería a su novia el domingo.
—¡Ja, novio! —se burló Antonio.
—¿Tienes algún problema? —preguntó Víctor, mirándolo con amenaza.
Antonio supo que no debía seguir. Ya había tenido suficiente con el primer golpe.
—No, me alegro. ¿No vais a vivir aquí, verdad? Así tendré la habitación para mí. ¡Genial! Al fin no tendré que aguantar tus ronquidos.
Víctor se relajó y le dio una palmada en el hombro.
—No cambiaré de idea. Suerte tienes, hermanito.
Esperanza era una chica dulce, con ojos claros, nariz respingona y pelo castaño rizado. Desprendía alegría.
Agarró fuerte la mano de Víctor y respondió con seguridad a las preguntas de sus padres. Se notaba que lo quería con locura. Antonio sentía celos. Para él, Víctor era el mejor hermano. Y esa Esperanza…
A escondidas, la observó durante la cena. Y, poco a poco, le empezó a gustar.
—No mires así a la novia de tu hermano —le dijo su madre cuando Víctor salió a acompañarla.
—Ni que me importara. Yo encontraré a alguien mejor —respondió con desprecio.
Después de la boda, Víctor se mudó con Esperanza y su madre. Rara vez volvía. Parecía haberse hecho mayor de repente. Tras graduarse, trabajó en la constructora más importante de la ciudad. Al año nació su hijo. El piso se les quedó pequeño, y Víctor empezó a construir una casa. La diseñó él mismo, con ayuda de amigos. Su padre lo apoyó y le dio dinero.
Antonio, entretanto, fue a la universidad a estudiar Derecho. Criticó que la construcción era «para fracasados».
Un día, su madre lo envió a llevar ropa para su sobrino. Esperanza se veía más femenina, hermosa. Antonio se ruborizó mientras le daba el paquete.
—Pasa —dijo ella, tirándolo de la mano—. Víctor está de viaje. ¿Me arreglas la cuerda del tendedero? Se rompió, y no tengo dónde colgar la ropa.
Antonio lo hizo. Luego, Esperanza le pasó al niño y puso la mesa. El pequeño lo miró con curiosidad y luego se acurrucó contra él. Antonio sintió algo en el pecho. Era agradable sostenerlo, ver cómo Esperanza se movía por la casa por él.
Por primera vez, la miró con otros ojos, como la vería su hermano. Y se perdió. Desde entonces, Esperanza aparecía en sus sueños.
Salió con otras chicas, hasta con Lucía Mendoza. Pero le parecían egoístas y tontas.
Tres días después, Esperanza llamó a su madre.
—No digas eso. Quizá perdió el tren, se le acabó la batería… —decía, mirando a su padre con angustia—. Vamos ahora.
—¿Qué pasa? —preguntó su padre.
—Vamos a casa de Esperanza. Víctor no ha vuelto.
En comisaría les dijeron que esperaran tres días. «Seguro que está de juerga», decían.
Por la mañana recibieron otra llamada. Habían encontrado un cuerpo. Su madre se desplomó, su padre se quedó con ella, y Antonio fue a identificarlo.
Era Víctor. Por primera vez, Antonio entendió cuánto lo quería. Lloró allí mismo.
En el entierro, Esperanza estaba pálida, como de piedra. Solo lloró cuando bajaron el ataúd.
La casa estaba casi terminada. Su padre y Antonio acabaron los detalles. Medio año después, todos se mudaron. Esperanza no quiso irse sola, y su madre no quería dejar su piso.
Esperanza andaba triste, sin sonreír ni a su hijo.
Antonio no podía dormir. Ella estaba al otro lado de la pared. A veces se sobresaltaba si él se acercaba.
—¿Me tienes miedo? —preguntó una vez.
—Al contrario. Quiero tocarte. Tu voz es como la suya. Y te pareces mucho.
—Pues hazlo —dijo Antonio, acercándose.
Ella retrocedió, con miedo en la mirada. No era lo que él esperaba.
Pasaron tres años de tortura. Su madre lo miraY cuando al fin Antonio se arrodilló frente a Esperanza con un anillo en la mano, bajo la mirada tierna de su madre y la risa del pequeño, ella entre lágrimas asintió, y en ese instante comprendieron que el amor, aunque tardío, había tejido su propia redención entre los muros de aquella casa que Víctor les había dejado como legado.