No temas, solo estaré un poco. Me quedaré una semana mientras busco un lugar. Espero que no me eches.

—No temas, no me quedaré mucho tiempo. Solo una semanita, hasta que encuentre algo fijo. Espero que no me eches —dijo la hermana.

Carmen dejó el desayuno sobre la mesa y fue a despertar a su nieta. La joven de dieciocho años, Lucía, adoraba dormir hasta tarde.

—Lucía, levántate. Llegarás tarde a la universidad.

La muchacha murmuró algo y se cubrió la cabeza con la manta.

—¿Otra vez hasta medianoche con el ordenador? Si te acostaras a tu hora, te despertarías sin problemas. No voy a dejarte en paz. Arriba. —Carmen le arrancó la manta de un tirón.

—Ay, abu… —protestó Lucía, pero al final se incorporó, bostezó y se desperezó, alzando los brazos mientras se balanceaba sobre sus piernas esbeltas.

—Date prisa, el té se enfría —la apuró Carmen antes de salir de la habitación.

—Estoy hasta las narices de todo —refunfuñó Lucía, arrastrando los pies detrás de ella.

—Te he oído. ¿Quién te tiene harta? ¿Yo, acaso? —Carmen se detuvo en seco, y Lucía chocó contra ella—. Si lo repites, me ofenderé. Si no te gusta, siempre puedes irte con tu madre.

—Perdona, abu. —Lucía le dio un beso en la mejilla y salió corriendo hacia el baño.

«Zorra», pensó Carmen, moviendo la cabeza. «Una mañana cualquiera. Así se pasa la vida sin darse cuenta —se le ocurrió de pronto—. Ahora enviaré a Lucía a la universidad y me pondré a trabajar. Menos mal que puedo hacerlo desde casa. Con la pensión sola no llegaríamos».

Se sentó a la mesa y cogió un trozo de las sobras de la tortilla de ayer.

—Abu, ya te dije que no desayuno, y menos tortilla —se quejó Lucía desde atrás—. Me tomaré el té, pero la tortilla no. —La nieta se sentó frente a ella, lanzándole una mirada desafiante.

—Pues te la llevarás. Estás en los huesos. Come, y punto. No puedes pasar el día con el estómago vacío.

Lucía suspiró y dio un mordisco al rectángulo de tortilla con cara de estar masticando una rana.

Era la misma escena cada mañana. Había que convencerla o chantajearla para que comiera algo. Qué horror esta moda de estar delgada.

—Así me gusta. —Carmen recogió su taza y el plato vacío, por si a Lucía se le ocurría dejar ahí su trozo a medio comer, y los llevó al fregadero.

La nieta terminó a regañadientes, bebió el té de un trago y salió disparada de la cocina.

Apenas Carmen había terminado de fregar cuando escuchó un movimiento en la entrada. Se acercó corriendo.

—Sabía que aparecerías. Deja de seguirme, no soy una niña. ¿Ves? Me he vestido normal —dijo Lucía, abrochándose la chaqueta y envolviéndose el cuello con la bufanda—. Y no me pongas esa cara: el gorro no me lo pongo.

—No tardes, que me preocuparé. Y a mi edad, los nervios no son buenos —dijo Carmen, cuando su nieta ya corría hacia la puerta.

Con un suspiro, cerró con llave y se dirigió al cuarto de Lucía. Como siempre, la cama sin hacer. Era tan inútil insistir como con el gorro. Aunque se lo pusiera, lo guardaba en la mochila nada más salir. «Bueno, si no la mimo yo, su abuela, ¿quién lo hará?», pensó Carmen mientras estiraba el cubrecama.

Se encaminó a su habitación y se sentó frente al ordenador. Cuando llamaron a la puerta, miró el reloj: las doce. Se quitó las gafas y se frotó los ojos cansados. El timbre sonó de nuevo, más largo e insistente.

Al abrir, se encontró con una mujer elegante, de edad indefinida, vestida con ropa cara y con los labios pintados de un rojo intenso, estirados en una sonrisa. Se quedó paralizada. La mujer tampoco dijo nada. Carmen más bien lo adivinó que lo reconoció.

—¡María! —exclamó.

La sonrisa de la mujer se amplió, mostrando una dentadura demasiado blanca y perfecta para ser real.

—Esperaba a ver si me reconocías —dijo su hermana—. ¿Puedo pasar? ¿O me dejarás en la puerta? —María cogió una maleta y un bolso enorme.

—Pasa. —Carmen se apartó, aún sin recuperarse de la sorpresa—. ¿De dónde vienes?

—De allí —respondió su hermana mayor, empujando la maleta dentro. Colocó el bolso en el suelo, ocupando casi todo el espacio del recibidor—.

Decidí volver a mi tierra. Ya viví suficiente en el extranjero. Y aquí todo sigue igual. —María recorrió con mirada crítica el recibidor, notando el papel pintado desgastado y el linóleo raído.

—¿Te quedas para siempre? —preguntó Carmen, cerrándose las puertas.

—No temas, no será mucho. Solo una semanita, hasta que encuentre algo. No me echarás, ¿verdad? —No era una pregunta, sino una afirmación—. ¿Vives sola? ¿Nunca te casaste? —María soltó una risa ronca ante su propio chiste.

—Vive conmigo mi nieta. Está en la universidad ahora.

—Vaya, qué mayor. ¿Y tu hija?

—Mi hija vive con su marido. ¿Te quitas el abrigo? Pongo la tetera. Perdona, no te esperaba, solo queda tortilla de ayer. ¿Quieres? —gritó Carmen desde la cocina.

—¡Pues claro! —respondió María, sonriendo.

***

Nunca fueron cercanas, y la diferencia de diez años pesaba. Dicen que entre hermanas siempre hay una lucha por ver a quién quieren más los padres. María siempre tuvo aires de superioridad, como diciendo: «Yo no pedí que tuvieras a esta».

A Carmen le parecía que sus padres preferían a María. Ella monopolizaba su atención. Le compraban ropa nueva por ser la mayor, mientras Carmen heredaba sus prendas.

Las peleas entre ellas eran frecuentes. Carmen también quería vestidos bonitos, pero nunca había dinero.

—¡Mamá! ¡Se puso mi jersey sin permiso y lo manchó! —gritaba María antes de ir al instituto.

—No es verdad. Eres gorda, me queda enorme. Tú misma lo manchaste para que te compren otro —se defendía Carmen, refugiándose tras su madre.

María la golpeaba, pero su madre las separaba.

—Basta. Te compraré otro jersey, pero dejad de pelear —prometía su madre.

Y era justo lo que María quería. Miraba a su hermana con desdén, le sacaba la lengua y le tiraba el jersey viejo.

Cuando María se casó nada más terminar el instituto, Carmen respiró aliviada. Ahora todo sería para ella. Pero no. María volvía a pedir dinero: un abrigo nuevo, botas que estaban muy de moda. Su madre siempre accedía. Y a Carmen, de nuevo, le tocaba esperar.

Un año después, María se divorció y se casó con un madrileño. Desde entonces, apenas visitaba. Pero el dinero seguía sin sobrar. Carmen sospechaba que su madre se lo enviaba. Con su segundo marido duró más, pero lo dejó por un actor guapo.

Tras la caída de la URSS, el actor, frustrado en su país, se fue al extranjero. Pero allí tampoco triunfó y terminó en una gasolinera. María no lo soportó y lo cambió por un sueco anciano pero rico.

Llamaba poco, solo paraCon el tiempo, Carmen comprendió que la vida es demasiado corta para guardar rencores, y aunque ya no podía arreglar lo pasado, cada día llevaba flores a la tumba de María, hablándole como si aún estuviera allí, porque en el fondo, siempre lo estaría.

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MagistrUm
No temas, solo estaré un poco. Me quedaré una semana mientras busco un lugar. Espero que no me eches.